El problema de la verdad. Retos y riesgos en la comunicación

 

 

 

Título del Capítulo: «Prólogo»

Autoría: Ofa Bezunartea

Cómo citar este Capítulo: Bezunartea, O. (2022): «Prólogo». En Caro-González, F.J.; Garrido-Lora, M.; García-Gordillo, M.M. (editores) (2022), El problema de la verdad. Retos y riesgos en la comunicación. Salamnaca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.

ISBN: 978-84-17600-75-4

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/prol.emcs.11.p98

 

 

Prólogo

 

 

 

Ofa Bezunartea

Universidad del País Vasco / EHU

 

 

 

 

 

 

Parece que nunca como ahora la sociedad ha sido consciente de la falta de verdad y nunca como ahora la ha reclamado con tanta ansiedad. Las sospechas de mentira en la política, la economía, la ciencia, en los medios de comunicación, no son nuevas, pero el descubrimiento de las descaradas fake news y el descontrol con el que se extienden por las redes sociales —una inmensa barra de bar sin filtros, sin compromisos, sin responsabilidades— han creado la sensación de que la mentira ya no es un mal localizado e identificable sino una epidemia tan extendida que levanta la suspicacia general sobre todo lo que se difunde y despierta una imperiosa necesidad de certezas.

El conocimiento de la verdad es la savia vital de la sociedad para la toma de decisiones en su vida cotidiana y, por supuesto, para la existencia misma de la democracia. El vehículo de ese conocimiento es la comunicación en su sentido más amplio, y los medios de comunicación los que con mayor responsabilidad deben responder a esa tarea, aunque otras actividades afines, como la publicidad y la comunicación empresarial, no están exentas de ese compromiso.

Lo que históricamente se ha exigido a los medios comunicación en su servicio a la verdad es el relato de hechos contrastados, en su contexto, con fuentes equilibradas e idóneas, construyendo una realidad fidedigna que incluye la búsqueda diligente de actuaciones intencionadamente ocultas por responder a la corrupción o a acciones dañinas o rechazadas por la sociedad. La publicidad, pese a tener objetivos más comerciales, también debe un cierto respeto a la verdad.

Esas exigencias se amplían más y más, no basta con que los medios no mientan. La ciudadanía necesita también que le desentrañen la verdad o mendacidad de los hechos que transmiten los emisores. De ellos proceden las falsedades más dañinas y a los medios se les pide ahora que no se inhiban de su responsabilidad considerándose meros intermediarios de mensajes. Qué hay tras las cifras de los presupuestos de cualquier administración pública; de las propuestas electorales; de los efectos en la salud pública por la aplicación de determinados medicamentos; qué se esconde en las etiquetas de cualquier producto de consumo, especialmente de los alimentos; y en los procesos de decisión de concesiones administrativas, las consecuencias laborales de fusiones empresariales... la casuística se puede alargar hasta el infinito y convertirse en poco menos que inaprensible si añadimos el mundo de los big data, de los algoritmos. La honestidad y pericia del periodista de base son insuficientes para afrontar estos retos de la comunicación; precisan también alta especialización, equipos.

Es de lo más oportuna la iniciativa del grupo de investigación «Communication & Social Sciences» de la Universidad de Sevilla de proponer este análisis e interpretación sobre esta compleja situación que vive la Comunicación cuando la verdad se ha convertido en un tema central de investigación. Desde diferentes áreas de conocimiento, capítulos independientes tratan del fenómeno del paralelismo que se ha producido a causa de la pandemia de la covid-19 entre los medios tradicionales y las redes sociales y la información maliciosa expandidas en las redes interpersonales; del periodismo local, con fuerte impronta de veracidad y garante de la calidad informativa; de la revisión del concepto de verdad desarrollado por Kovach y Rosenstiel hace 25 años; de la sutileza de la verdad en Publicidad sobre la representación de la mujer; cómo históricamente la sociedad ha menospreciado la verdad sustituyéndola por mitos; la urgencia periodística actual sobre la autenticidad de los hechos y las rutinas de verificación; el deporte y —sobre todo el fútbol— sus peculiaridades sobre la relación con la verdad y los excesos de la rumorología; cómo el aparentemente inocuo protocolo puede subvertir la aplicación de principios legales contenidos en la Constitución.

La pandemia de la covid-19 ha trastocado el clima social y los miedos e inseguridades generalizados y han enfrentado a los medios ante una situación inédita en su papel de creadores de realidad; en un momento en el que la irrupción y proliferación de redes sociales han limitado una función que históricamente desempeñaban los medios tradicionales. Reivindican a los profesionales de la comunicación a los que adjudican su función clave de asegurar la calidad democrática. Ejercen una profesión intelectual que implica un alto grado de exigencia y compromiso que incluso en la inmersión digital obliga a intensificarse en su acción narrativa e interpretativa.

Jordi Busquet y Luis Concepción defienden en el primer capítulo de este libro que el valor de la verdad desde la perspectiva sociológica precisa una acción decidida en tiempos de «crisis y crisis de confianza», cuando el periodista vive en una situación de duda y tensión permanente. La ética profesional puede entrar en conflicto con los intereses económicos, políticos, sistémicos de los medios; y no está de más su alusión a la perspectiva realista con la que hay que aproximarse al fenómeno.

Resulta muy interesante su análisis del inédito escenario que ha generado la pandemia no sólo por el miedo y la inseguridad que ha generado, sino por cómo la obligada reducción de la vida social decretada por las autoridades ha creado un nuevo espacio público centrado en las relaciones personales y desarrollado sobre todo a través de las redes. El consumo compulsivo de información de actualidad en los medios tradicionales ha discurrido en paralelo al fuerte incremento del flujo en las redes sociales, y por esta vía se han disparado los bulos y las noticias falsas. La innovación introducida por causa de la pandemia es que haya sido a través de las plataformas más cerradas, como WhatsApp, en las que se comunican familiares, amigos y compañeros de trabajo y por la que más intensamente han corrido bulos, rumores, habladurías. Sostienen sus autores que es la confianza del ámbito interpersonal la que ha favorecido el refuerzo de esa información maliciosa.

Busquet y Concepción creen, en fin, que el aislamiento forzado por la pandemia ha disgregado las audiencias, ha producido grupos burbuja, agravando el proceso de atomización; los hábitos mediáticos son cada vez menos compartidos por la sociedad, los medios convencionales han perdido protagonismo en la construcción social de la realidad y en los procesos de formación de la opinión pública.

Una sociedad que, por cierto, clama contra la polarización, reclama claridad, referencias con garantías y está reforzando con sus suscripciones los contenidos más elaborados de los medios tradicionales.

En el capítulo 2, Adrián Huici encuentra que la postverdad no es un invento actual. La historia, antigua y reciente, ya ha ensayado cómo los humanos hábilmente dirigidos menosprecian la verdad dispuestos a seguir el mito, la fuerza que apela a lo irracional, lo instintivo y emotivo. Pueden ser subyugados por propuestas imaginativas mucho más gratificantes y esperanzadoras que la realidad roma, angustiosa, incluso. La mitología ya fue capaz de inventar metáforas tan inteligentes y conocedoras de la mente humana como para que héroes o dioses elevaran los sueños de los hombres a trasuntos de realidades.

¿Es una construcción similar la que a través de postverdades explica los comportamientos nada razonables de las masas electorales? En su teoría, Huici ve un proceso equivalente al impulsado por Hitler, capaz de obnubilar a su nación convenciéndole de su capacidad para implantar un imperio milenario basado en su superioridad racial. Lo mismo que Mussolini convenció a los suyos de poder convertir en realidad sueños imperiales. O Stalin en la creación de un mundo igualitario y dirigido por el imperio del trabajo.

A lo largo de su mandato de cuatro años Trump ha replicado hasta la saciedad las apelaciones a la emotividad, por ejemplo alarmando sobre emigrantes, «delincuentes y violadores»; asignando papel de enemigo al chino que no solo manda el virus sino que roba la actividad de sus empresas; de resiliente y perezosa a la UE por no aportar lo suficiente al presupuesto de la OTAN; de ladrón de votos a su contrincante electoral. En fin, se le han contabilizado decenas de miles de mentiras, las que supuestamente querían oír sus seguidores. Todo muy propio de los hacedores de mitos, como señala Huici. Incluso el propio espécimen humano, Trump, aspirante a héroe «machoman», no desmerece en sus atributos a los antecesores Hitler y Mussolini.

Lo que no es equiparable desde el punto de vista histórico es la esfera pública. En la actualidad, el acceso a los datos que describen la realidad es inmediato, si bien también hay competidores adscritos a la postverdad. Ahora no cabe aducir la ignorancia, si acaso la voluntaria desinformación.

Con todo, si el mesianismo de un héroe de vuelo corto, carente de las virtudes que caracterizan a los grandes hombres dignos de admiración resultan indigeribles en Trump, también lo era en sus míticos antecesores. Le ha faltado tiempo.

Lo que define el propósito del periodismo, recuerdan María del Mar García Gordillo, Dolors M. Palau y Rubén Rivas —autores del capítulo 3—, es la función que desempeña la información en la vida de todo ciudadano; su servicio a la democracia, que en esencia es un enorme sistema de información para un modelo político que respeta la igualdad y la libertad del ciudadano.

El cuarto poder que ostentan los medios de comunicación —y que completa los tres esenciales de un régimen democrático— radica en su capacidad para difundir información verdadera sobre lo que ocurre en la sociedad y sobre cómo actúan sus principales protagonistas, representen estos al poder de la política, del dinero o de la creación intelectual o artística.

Bajo esta premisa es importante definir cómo debe cumplir su función el periodismo, qué condiciones validan su papel. Un tema objeto de un debate tan antiguo como la propia existencia de los medios de comunicación, intensificado desde hace décadas, cuando en la medida que la sociedad se volvía más consciente y exigente frente a ellos, más se debilitaba su prestigio y credibilidad.

El laborioso trabajo y rigor intelectual con el que dos prestigiosos estudiosos norteamericanos, Bill Kovach y Tom Rosenstiel, sintetizaron los Elementos del periodismo, se convirtió en una especie de biblia del periodismo de referencia universal. No dejan de estar en vigor, pero a los 25 años de su enunciado se ha desatado una tormenta perfecta que justifica una revisión. Una tormenta que afecta a los medios tradicionales como empresas: ingresos y lectores han caído en picado, tienen que reducir al mínimo sus redacciones y las nuevas tecnologías producen una informe e inmensa competencia que además funciona sin reglas ni controles. Y también incumbe a los receptores, que se encuentran en una esfera pública con infinitos actores y en la que pueden convertirse en emisores. La pérdida de referencias alcanza a la propia democracia, «bajo asedio» según el recién elegido presidente de EEUU, Joe Biden.

No puede ser más oportuno este capítulo de García Gordillo, Palau y Rivas sobre la revisión del concepto de verdad en el siglo XXI, el principal de los elementos del periodismo enunciado por Kovach y Rosenstiel, el que le da consistencia y utilidad y que debe estar basado en hechos con datos reales y contrastables, pero que también debe cumplir con un requisito necesario, una selección de hechos de actualidad que respondan a los intereses fundamentales de la sociedad. La devaluación de la verdad también se produce por la conversión de la información en infoentretenimiento y la presencia de agentes que no se someten a las reglas de responsabilidad y credibilidad exigidas a los medios periodísticos tradicionales.

Interesante la reflexión sobre para quién trabaja el periodista; en ello estriba la razón misma del periodismo, en su papel de mediador entre la realidad y el público, especialmente como vigilante de los poderes. Un punto en el que la actuación de los políticos ha abierto una cuña por la facilidad que les proporcionan las redes sociales. Practican la comunicación sin mediadores y así eluden el filtro de los periodistas, que al transmitir sus mensajes deben contextualizarlos y aportar los datos que los ciudadanos necesitan para interpretarlos. La debilidad empresarial redunda también en entorpecer la labor del periodista cuyo único destinatario sea el público sin cortapisas ni presiones.

Aunque Kovach y Rosenstiel hacen la referencia a la verdad de un modo directo solo en el primero de los diez elementos, la realidad es que tal y como se pone de manifiesto en este capítulo, su consecución solo se consigue con el cumplimiento de los demás. ¿No son la verificación, la independencia, la vigilancia del poder, la atención a los desposeídos, el reflejo de la diversidad social, cultural, la exhaustividad y proporcionalidad de las noticias condiciones de la verdad periodística?

Los elementos del periodismo no sólo se mantienen en vigor para que pueda ejercer la función social en ese sistema de información consustancial a la democracia, sino que los deslizamientos y perversiones a los que aluden los autores del capítulo 3 —los elementos disruptivos de la actual comunicación política, la hibridación de los medios con el infoentretenimiento y la fusión de información/opinión, la desinformación, la desenfadada irrupción de las fake news— son, por el contrario, una llamada de atención a la necesidad de reforzarlos. Como los propios autores apuntan, se dan ya señales de resistencia: reforzamiento del periodismo de investigación, plataformas de fact-checking, nuevos medios con inspiración transaccional, sobre todo locales.

Y también corresponde poner en valor la evaluación positiva de los medios tradicionales por el espectacular seguimiento de sus versiones digitales, que multiplican extraordinariamente sus audiencias en papel.

El ansioso interés informativo por una pandemia de carácter universal con gravísimas consecuencias para la salud y la economía, ha reavivado el consumo de noticias de los medios informativos y ha impulsado la distribución de falsedades y conspiraciones a través de las redes sociales. Concha Pérez Curiel y Andreu Casero se han centrado en llamar la atención sobre la necesidad mucho más perentoria de los medios de atender a la verificación, al mismo tiempo que destacan la intervención de instituciones públicas para luchar contra la desinformación y el nacimiento de un modelo colateral de periodismo: las agencias de verificación. Numerosos flancos de análisis sobre los que a través de las referencias bibliográficas se pone de manifiesto la extensa producción académica relativa a un tema muy reciente, todavía inconcluso.

La pandemia de la covid-19, iniciada precisamente a finales de 2019 —y que bien entrado 2021 persistía con gran virulencia— ha revertido la tendencia de los últimos tiempos de pérdida de autoridad social de los medios tradicionales. Consecuencia, entre otras cosas, del menosprecio al valor de la verdad de los hechos frente a la preponderancia de la opinión y de la osadía de los hechos alternativos. Las redes sociales saludadas con entusiasmo como remedio al monopolio de los medios como difusores de información y como vehículo de interacción para suplir las dificultades materiales de la era pre-internet, han mostrado, por el contrario, que lejos de ser un instrumento para mejorar la democracia la pueden convulsionar y desestabilizar.

En el caso de la covid-19 —que ha desencadenado la mayor fuente de rumores y desinformación conocida— son especialmente dañinas las falsedades que pueden acabar atentando directamente a la salud de las personas, aunque no es despreciable el daño que pueden hacer a la credibilidad de los gobiernos o de la ciencia, como queda de manifiesto en la tipología de noticias que incluyen Pérez Curiel y Casero en el capítulo 4.

De modo que en el periodismo resaltan como nunca la responsabilidad sobre la autenticidad de los hechos y las rutinas de verificación, que han sido sus señas históricas de identidad y que han adquirido notable valor diferenciador frente al tráfico de noticias en las redes que no cumplen ninguno de los estándares del periodismo de calidad, ni respecto al origen e identificación de fuentes, ni precisión de los datos, ni lo que es más determinante: la responsabilidad de la cabecera del medio sobre la veracidad de los contenidos. Los autores de este capítulo enumeran esas funciones primarias de los profesionales que respaldan la información creíble frente a la que no es fiable.

También resulta valiosa la información sobre las plataformas de fact-cheking que han surgido en gran número en el mundo y que, si bien ponen en evidencia las falsedades, actúan a posteriori, cuando ya se han divulgado, con lo que su valiosa tarea no deja de ser un remedio insuficiente; nunca tendrán la garantía de llegar a cuantos se han contaminado con la desinformación ya difundida. No en vano reclaman la alfabetización mediática para que las audiencias tengan criterio y capacidad de distinguir la información verdadera.

Defienden que el periodismo debe aprovechar el desafío que se le presenta en la postpandemia para liderar la batalla de la desinformación, cuando está en juego la credibilidad de las instituciones, la salud de la democracia y la propia relevancia del periodismo.

Francisco Caro y Rubén Rivas han plasmado en su capítulo «Camino de la verdad en el periodismo local» una suerte de puesta en práctica de los elementos del periodismo enunciados por Kovach y Rosenstiel (que no dejan de ser una síntesis del proceder del periodismo tradicional de calidad), y han tenido el acierto de poner nombre al modus operandi de los periodistas al aplicar la teoría de las redes y el actor-red en la consecución de las fuentes informativas que nutren el contenido de sus noticias.

Su aportación tiene el valor de añadir al planteamiento teórico la observación directa del periodista local, con referencias a actuaciones personales en el proceso de verificación, esto es, en el proceso de construcción de noticias.

Su interés por lo local participa de la atención general que se está prestando a este ámbito informativo, esencial para la salud democrática y social de las comunidades, y con peculiaridades en la práctica periodística. Los periodistas locales y las fuentes comparten el mismo vecindario, lo mismo que los destinatarios de las noticias. Lo cual implica que existe un recíproco sistema de vigilancia y conocimiento del entorno, de tal modo que para el periodista mantener la credibilidad supone una tensión sostenida que no permite errores. El establecimiento de una red estable y su figura de actor red, como definen los autores del artículo, puede estar mucho más condicionado por las relaciones sociales: periodistas y fuentes pueden coincidir en barrios, colegios de los hijos, gimnasio, casa de verano. Lo que implica una participación más directa en cuanto acontece en su comunidad y también un impacto mucho más personal según el grado de implicación de las fuentes en los acontecimientos.

El periodista local, adscrito normalmente a un área informativa, «lleva puesta» una parte muy importante de la contextualización, por el seguimiento de los temas, el conocimiento de los personajes y de la vigilancia activa de la audiencia. Un «fondo de armario» que actúa como seguro para que el proceso de creación de la noticia reduzca al máximo la posibilidad de informaciones inexactas o falsas. La garantía de credibilidad por la labor de selección, verificación y contextualización, como dicen Caro y Rivas, es la que justifica su existencia frente a los nuevos emisores surgidos al amparo de las redes sociales. Pormenorizar el proceso y definir sus variables es una de las interesantes aportaciones de este capítulo, al igual que la disección de la «red social personal» sobre la que el periodista crea su base de fuentes informativas —su principal patrimonio— y cuya calidad está directamente relacionada con la solvencia y evaluación profesional del periodista. Redes sociales y buscadores de internet añaden, a las tradicionales fuentes personales, amplias posibilidades en la tarea de verificación.

Resultan sugerentes sus propuestas de estudio para el conocimiento de la red global de fuentes en demarcaciones concretas del ámbito de difusión de medios que denotarán la calidad informativa. Lo cual no solo resolvería una incógnita sobre las fuentes reales de la información, sino que pondrían al descubierto de qué se nutren los periodistas de los medios y ante quiénes responden, frente a los imprecisos espontáneos surgidos de las redes sociales. Del mismo modo serían oportunos los estudios comparativos de redes entre medios de distintos ámbitos y culturas periodísticas.

Las distintas propuestas de estudios redundan en el interés por profundizar en el valor personal del trabajo del periodista. La calidad del producto de las empresas, más allá de estrategias globales, depende de la calidad individual de sus profesionales. Y ésta, en el caso de los periodistas productores de contenidos, tradicionalmente ha seguido el principio de que «el periodista vale lo que pesa su agenda». Es la que vale en el mercado profesional y la que se lleva consigo si cambia de medio.

Juan Manuel Moreno y William Sánchez achacan a la precarización de medios y periodistas la principal causa de la desinformación, y describen un oscuro —incluso dramático— escenario en el que los medios son víctimas de una tormenta perfecta, y los usuarios —con escasa alfabetización mediática— están a merced de las redes sociales, que no son medios pero que entienden que definen la dieta informativa y se instituyen en referente.

Aprecian que en la digitalización de la comunicación lo que ha democratizado más que el acceso a la información es el contacto con la desinformación; el auge de las noticias falsas es ya una de las principales amenazas de la libertad de expresión, de la democracia y del periodismo.

No les faltan causas que expliquen la precarización del periodismo. Aducen que el modelo de negocio es el gran caballo de batalla de la empresa periodística, cuya dependencia de la publicidad perjudica la calidad de los contenidos, y su débil situación económica ha propiciado la reducción de las redacciones. Los periodistas sufren falta de independencia, de tiempo para la elaboración de su trabajo, al mismo tiempo que la convergencia tecnológica hace que se saturen los recursos de los entornos laborales y les sobrecarguen con nuevas tareas como la gestión de redes sociales, el periodismo de datos, el dominio de nuevas herramientas y los procedimientos de verificación. Así, entre los problemas del periodismo indican la falta de rigor y neutralidad. Y asumen que políticos y anunciantes controlan y corrompen los medios, se hace un periodismo alejado de la calle con la presión de la dictadura del clickbait y dedicado a elaborar información de terceros: agencias y gabinetes de comunicación.

La intrusión de las redes sociales por la que circulan bulos y falsedades ha desmontado la función de filtro y de gatekeepers de los medios convencionales, y estiman el agravamiento de la situación, apuntando que en este 2022 el 50% de las noticias serán falsas.

Indican soluciones en varios sentidos. La alfabetización de las audiencias implica educar en los medios, a valorar la información veraz y hacer que la sociedad comprenda que merece la pena pagar por un periodismo independiente. Tienen el reto de recuperar la credibilidad perdida. Proponen una eficaz reforma de los modelos de negocio, al mismo tiempo que asumen que la fórmula del muro de pago ha tenido algún éxito en medios ingleses y americanos pero en España ha sido un rotundo fracaso.

Verificación, trazabilidad de la información como un ejercicio de transparencia, boicot a ruedas de prensa sin preguntas, ir al lugar de los hechos, recopilar distintas fuentes, contrastar las noticias, documentar, contextualizar, respetar los límites entre información y opinión, son sus recetas para rehabilitar la actividad periodística.

El capítulo 7, dedicado al periodismo futbolístico que, acertadamente José Luis Rojas y M. Simões han disgregado del deportivo, lleva con toda propiedad el adjetivo de «desinformativo». El periodismo deportivo ha tenido tradicionalmente un contenido dedicado al fútbol de forma tan preferente que en ocasiones podría considerarse exclusivo. El deporte de masas por excelencia sobre todo en Europa y America Latina, aunque con seguidores televisivos en todo el mundo. Algo que, por cierto, genera un enorme negocio global por derechos televisivos y «merchandising». La audiencia pasional y emocionalmente segregada por «colores», no espera que el seguimiento periodístico de los resultados de las competiciones y las vicisitudes de sus protagonistas se atengan a las reglas de la información de calidad, fidedigna, deudora de la fidelidad a datos y hechos, equilibrada y ecuánime. Predomina mantener la fuerte tensión emocional por la competición y la insaciable curiosidad por conocer cada detalle real o ficticio de la vida profesional de clubes y futbolistas; el genuino interés por la información es muy secundario.

Los autores del artículo hacen hincapié no sólo en la «futbolización» de la información deportiva, sino en cómo se constriñe aún más al centrar su atención en unos pocos clubes y en otros pocos jugadores estrella. Hay una sobrecarga de atención a pocos protagonistas y cuando la realidad no produce noticias, se recurre a llenar los espacios con las especulaciones y cadenas interminables de rumores. Rojas y Simões han documentado cómo se cubre periodísticamente el mercado de fichajes, especialmente propicio a las especulaciones y rumores, y que con la contribución de las incontroladas redes sociales se ha convertido en un fenómeno global de desinformación. Aunque no es un fenómeno nuevo; los contenidos falsos siempre han existido en el periodismo deportivo.

Al mercado de los fichajes lo ven como especialmente propicio para la desinformación por la actuación de fuentes interesadas —los gestores de los traspasos— y provocan especial excitación en los seguidores de los clubes generando una cadena de sinergias en los clubes que ven aumentar el interés de sus fieles y el de los propios medios que se aprovechan del atractivo de tensiones y pasiones.

Su trabajo de campo se ha centrado precisamente en el análisis del tratamiento informativo de varios medios del mercado de fichajes del invierno de 2020 y los resultados, esperados, confirman que los simples rumores y noticias no verificadas les ganan la partida a los hechos confirmados. Sus autores llaman la atención sobre las escasas reflexiones en el mundo académico en torno al periodismo deportivo y su escaso respeto a las normas de ética periodística, y recomiendan a los medios deportivos una actitud más proactiva y menos dependiente de la información que les ofrecen los responsables, sean de clubes o de agentes, practicar el trabajo de verificación y, en suma, incrementar el trabajo de calidad para ganar en credibilidad.

Por su parte, es difícil discrepar de Manuel Garrido y Victoria Tur-Viñes respecto a que la exigencia de verdad a la publicidad, que implica un discurso persuasivo, pueda equipararse a la información periodística. El capítulo enfoca el análisis a la acusación que se hace a la publicidad de hacer una representación social que se aleja de la realidad, y muy especialmente de perpetuar el estereotipo de género, negativo, naturalmente, en relación con la mujer.

Se plantea un debate muy interesante: si la imagen de la mujer en la publicidad, o mejor dicho, su estereotipo predominante, responde o no a la realidad de las mujeres en la sociedad, ni siquiera si este debe ser el cometido de la publicidad y mucho menos plantearse una función pedagógica para corregir las múltiples discriminaciones reales que padece la mujer: ¿es el uso sexista, «de mujer objeto», de roles domésticos o de inferior categoría que la masculina achacable a la publicidad?

Es particularmente interesante el repaso histórico de todas esas tipologías en las distintas manifestaciones culturales y artísticas, y especialmente el reflejo de la evolución de muchos aspectos de los estereotipos «masculino/femenino» ocurrido en los últimos años. Así que Garrido y Tur constatan los esfuerzos de la publicidad por hacer una representación más veraz de la mujer. ¿O sería más apropiado decir que intenta respetar más los estándares que la lucha y sensibilidad feminista intentan instalar en las últimas épocas, y que no necesariamente responden a la realidad social?

Así, es interesante constatar que tanto las normas legales, como los códigos deontológicos o los manifiestos de distintas organizaciones sociales hacen, más que propuestas proactivas sobre la verdad de los contenidos, una relación de límites, una descripción de lo que se debe evitar: discriminar, denigrar, vejar, atentar a la dignidad de la persona, el uso del cuerpo como mero objeto, etc.

La conclusión del capítulo acepta que no es fácil dirimir la cuestión de la verdad en el discurso publicitario. A lo que llegan la legislación, la autorregulación y el criterio ético de la profesión es a que la publicidad no debe mentir. Pero en su faceta persuasiva cabe la función poética, los simulacros, la insinuación, la elipsis, la deformación y otros muchos recursos en los que no siempre se elude el estereotipo y una realidad que no es ideal, pero que sí existe de verdad en la sociedad y en la vida.

Si hay una medida fácil de veracidad, es el examen de una ley a la luz de su cumplimiento. Así que resulta muy oportuno el detallado estudio de Ricardo Domínguez sobre la aplicación de la proclamada laicidad del Estado en la Constitución y la presencia de símbolos religiosos en los principales actos institucionales de Estado. En suma, la verdadera correspondencia entre la existencia de la ley y su cumplimiento.

Uno de los aspectos más interesantes de su estudio radica en su óptica de observación desde la Comunicación política. Y que no se expresa con proclamas, sino son ritos y símbolos a través del protocolo. Sobre el protocolo existe una apreciación más bien frívola y sobre todo superficial, que afecta a lo formal, pero lo cierto es que integra una fuerte carga comunicativa de significados relevantes en el orden político y social.

En los actos institucionales, la liturgia, los símbolos, tienen una función integradora y legitimadora que escenifican las jerarquías y los valores que identifican a la nación. Así que observar la escenificación del protocolo a lo largo de los cuarenta años desde la aprobación de la Constitución le ha servido a Ricardo Domínguez para poner en evidencia si se ha respetado la laicidad, la ausencia de signos de una determinada creencia religiosa. Proclamar la aconfesionalidad del Estado en la Constitución fue seguramente uno de los claros rasgos de ruptura respecto de cuarenta años de nacionalcatolicismo, en los que la Iglesia coparticipó con el poder político y su presencia fue mucho más que simbólica, impregnando la vida educativa, cultural y social. Aunque la catolicidad de España venía de muy lejos; todas las constituciones la asumieron oficialmente desde la de 1812.

El artículo de Ricardo Domínguez muestra cómo a la España oficial le sigue costando cumplir con la laicidad que marca su norma suprema, incluso en las ceremonias de mayor rango que se repiten con la cadencia que marcan los cambios de gobierno, la Fiesta Nacional o apertura del año Judicial; la presencia del crucifijo o la Biblia, incluso la celebración de misas solemnes en funerales de Estado, han sido una constante hasta la llegada al gobierno de Pedro Sánchez. Aunque conviene resaltar excepciones significativas: la proclamación de Felipe VI y las renovaciones obligadas de las cámaras legislativas y el funeral por la víctimas de la pandemia.

Faltaría por establecer si la España de los actos institucionales está más cerca de la letra de la Constitución que la España que mantiene espontáneamente infinitos rituales tradicionales católicos, a pesar de la cada vez más escasa práctica de la religión, como recuerda Domínguez.