El problema de la verdad. Retos y riesgos en la comunicación

 

 

 

Título del Capítulo: «La escenificación del poder a través de los actos oficiales. Análisis comunicativo del uso de simbología religiosa en las ceremonias de Estado de la España aconfesional»

Autoría: Ricardo Domínguez García; Ana María Velasco Molpeceres

Cómo citar este Capítulo: Domínguez García, R.; Velasco Molpeceres, A.M. (2022): «La escenificación del poder a través de los actos oficiales. Análisis comunicativo del uso de simbología religiosa en las ceremonias de Estado de la España aconfesional». En Caro-González, F.J.; Garrido-Lora, M.; García-Gordillo, M.M. (editores) (2022), El problema de la verdad. Retos y riesgos en la comunicación. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.

ISBN: 978-84-17600-75-4

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c9.emcs.11.p98

 

 

 

La escenificación del poder a través de los actos oficiales. Análisis comunicativo del uso de simbología religiosa en las ceremonias de Estado de la España aconfesional

 

 

 

Ricardo Domínguez García

Universidad de Sevilla

 

Ana María Velasco Molpeceres

Universidad Complutense de Madrid

 

 

1. Introducción

 

La historia del pensamiento encuentra en el concepto de verdad uno de los campos más fecundos (Gadamer, 1977) tanto para el debate como la investigación, creando a lo largo de la historia amplios corpus teóricos en torno a ella. En el contexto de la sociedad actual posmoderna (Anderson, 2016), uno de los elementos que la caracteriza es la indefinición de todos los grandes conceptos, mitos y relatos. De este modo, la verdad se ha convertido en un elemento continuamente cuestionado, pues lo cierto o lo verdadero se combina con las falacias y los bulos (Pérez-Curiel; Domínguez-García, 2021), en un contexto histórico marcado por la incertidumbre social, económica y política. Esa perversión del concepto de verdad se ve reflejada en unas declaraciones que hizo en 2018, el exalcalde de Nueva York y abogado personal del presidente estadounidense Donald Trump, Rudolph Giuliani, al ser preguntado por la obligación del mandatario a decir la verdad en una investigación judicial. En una entrevista en la NBC respondió «truth isn’t truth, it’s somebody’s version of the truth, not the truth», es decir, que la verdad no es verdad sino sólo la versión que hace alguien de lo que es verdad.

Es cierto que el concepto de verdad tiene diferentes acepciones, muchas de ellas rozando lo personal. El Diccionario de la lengua española (2014) en su décimo tercera edición acota que la verdad es tanto la conformidad «de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente», como la relación «de lo que se dice con lo que se siente o se piensa» e, incluso, lo que no cambia o no se puede negar racionalmente. También apunta a lo veraz, que no es lo mismo que lo cierto; a lo claro, que sirve para corregir o reprender; y en último lugar a la realidad. En el fondo, la verdad es más una creación personal que tiene que ver con la comunicación y con la correlación entre lo que algo es y lo que se expresa.

Así, esta investigación parte de la base de que los individuos construyen su visión de las instituciones políticas a partir de los actos y ceremonias oficiales, ya que es ahí donde éstas se hacen visibles para la ciudadanía. Se entiende, pues, que todo evento político constituye un acto comunicativo en sí mismo, por lo que el ceremonial, los símbolos y los gestos elegidos aportan unos significados y contenidos (Casal Maceiras, 2017: 28), que permiten reforzar un relato comunicativo intencionado. Es en estos actos donde el poder, algo abstracto por naturaleza, se hace visible, y es a partir de los mensajes emitidos en ellos de donde la ciudadanía construye la imagen que tiene de las instituciones que los organizan (Otero, 2011).

Lo que se pretende con este trabajo, por tanto, es confrontar la verdad oficial, recogida en la Constitución, con la escenificación del poder que se desarrolla en las ceremonias oficiales. Esto es, comprobar la conformidad de lo que dice el Estado con lo que hace el Estado. En concreto, se parte de que el artículo 16.3 de la Constitución Española de 1978 consagra la aconfesionalidad del Estado, especificando que los poderes públicos deben cooperar con las distintas confesiones religiosas, pero sin que ninguna de ellas tenga un carácter estatal. Este tema, el carácter aconfesional o no de España, ha recibido una gran atención desde la perspectiva del Derecho, pero no desde los estudios de la Comunicación. Por ello, este trabajo pretende resolver ese vacío y ahondar en el análisis de la presencia de elementos religiosos en las principales ceremonias del Estado español, y hacerlo desde la Comunicación Política.

Así, se han tenido en cuenta las ceremonias oficiales más importantes que se han instaurado en el país desde la aprobación de la Constitución de 1978, que son las proclamaciones de los reyes, las tomas de posesión de las principales autoridades de los órganos constitucionales, la apertura de las legislaturas, los funerales de Estado o los desfiles del Día de la Fiesta Nacional. El objetivo último es determinar si los poderes públicos han llevado a la práctica, en lo referente a la comunicación simbólica, el principio constitucional de que ninguna religión debe tener carácter oficial en España o si esto no se ha cumplido, contradiciendo los principios constitucionales de la democracia española.

 

2. La importancia de los símbolos y los ritos en la política

 

Uno de los elementos consustanciales a toda sociedad es el empleo de símbolos y ceremonias para definir y escenificar su identidad como colectividad (Balandier, 1994). En este sentido, numerosas disciplinas, como la Comunicación, la Antropología, la Historia o el Derecho, han estudiado el comportamiento simbólico y su papel en la sociedad. Dependiendo de la perspectiva y del autor existen multitud de acepciones y definiciones. Así, hay ciencias, como la semiótica o la hermenéutica, que tienen al símbolo como objeto de estudio pero lo conciben de manera tan amplia que abarca la cultura o el lenguaje en su conjunto y unen bajo un mismo concepto los signos convencionales con los símbolos que evocan nociones trascedentes.

Ante tal amplitud, y teniendo en cuenta la temática de esta investigación, conviene realizar una aproximación teórica a la noción de símbolo desde la perspectiva de la Comunicación Política. Para la RAE (2014: 2013) es un elemento que, por convención o asociación, se considera representativo de una entidad, idea, etc. En esta línea, Jaume Vernet (2003: 99) afirma, en un artículo titulado Símbolos y fiestas nacionales en España que «los símbolos son representaciones abstractas de cosas o conceptos; mediante letras, números, contraseñas y otros signos convencionales se expresa algo de naturaleza unitaria: objetos, elementos, magnitudes o nociones». Acotando el concepto, es necesario tener en cuenta la aportación de Manuel García-Pelayo, quien fuera el primer presidente del Tribunal Constitucional, en su Ensayo de una teoría de los símbolos políticos (1964), al diferenciar entre signo o señal y símbolo político. Así, considera que «los primeros son simplemente indicadores de una cosa, de un acontecimiento o de una conducta a seguir», mientras que los segundos «son portadores de significaciones espirituales» (García-Pelayo, 1964: 995). Siguiendo esta reflexión, un símbolo político (una bandera) se diferencia del resto de símbolos (una señal de tráfico) por su capacidad para generar una integración y movilización social.

Desde esta perspectiva, la importancia de un símbolo político reside en que supone la materialización de un concepto abstracto con una gran fortaleza (un país, una región o un partido político), mediante un objeto (una corona), una imagen (un escudo) o una música (un himno). De este modo, el símbolo hace de intermediario entre algo fácilmente identificable (una bandera) y una potente idea trascendente (la Nación). Su fortaleza reside en la capacidad que tienen para evocar sentimientos, lo que les permite emocionar, influir y movilizar a las personas.

En cuanto a las ceremonias o ritos, numerosos autores como Marc Abèlés (1988), David Kertzer (1988) o Georges Balandier (1994) han ido desligando el concepto de ritual de su tradicional corsé religioso, entendiendo que éste tiene una dimensión social que conlleva una relación con lo sagrado pero no con la religión, sino con la evocación de valores trascendentes como la nación, la historia o la familia. De esta forma, en la sociedad actual, en las que el poder se ha secularizado, pueden desarrollarse rituales políticos modernos, pero estos no son un simple espectáculo político, ni un instrumento más dentro de una estrategia de comunicación política, sino que son una forma histórica de legitimación (Abèlés, 1988: 398). Sin embargo, y al igual que ocurre con el símbolo político, no toda ceremonia política constituye un ritual, ya que los ritos están relacionados con los grandes asuntos que dan sentido a la sociedad, y las ceremonias, por su parte, con situaciones menos trascendentes, por «lo que sería una especie de rito en tono menor» (Gómez García, 2002: 2).

Por todo ello, las principales funciones que desarrollan los símbolos y las ceremonias en la política son la representación, la integración y la legitimación. Respecto a la primera, a través de prácticas ceremoniales se construye y se representa el poder político. En este sentido, las instituciones políticas solo pueden materializarse a través de una determinada estructura simbólica (banderas, escudos o himnos) y es en las ceremonias donde los individuos entran en contacto con estos símbolos oficiales. De modo que, como afirma Vernet (2003: 101), la oficialización de los símbolos implica que solo los escogidos representan al Estado y que estos serán utilizados por sus instituciones de acuerdo con una regulación específica. Como consecuencia: la ciudadanía construye la imagen que tiene de las instituciones políticas a partir de dichos símbolos y gestos ceremoniales que se escenifican en los actos oficiales.

Por otro lado, e íntimamente ligada con la capacidad de representación, está la función de integración o construcción de la solidaridad. Así, la ciudadanía se identifica con su comunidad política a través de símbolos y ceremonias oficiales, favoreciendo la adhesión de estos a una serie de valores que permiten ubicarse en la sociedad, contribuyendo a la cohesión social, reforzando las estructuras sociales y creando comunidad (Kertzer, 1988). Derivada de las dos anteriores, está la función legitimadora, que se basa en la identificación de dichos símbolos con la institución y, como consecuencia de ello, con el líder político. En este sentido, los representantes institucionales suelen aparecer rodeados de símbolos oficiales con el objetivo de reforzar su autoridad de cara a la ciudadanía. Es el motivo por el que los cargos públicos se acompañan de banderas, escudos o himnos, cuando participan en ceremonias oficiales, pues les permite ser asociados con la institución a la que pertenecen. De esta forma, y gracias a una manipulación simbólica, se busca movilizar los sentimientos de la gente, evocando valores trascendentes como la Nación o el Pueblo.

En definitiva, la capacidad persuasiva que tiene el uso de símbolos y gestos ceremoniales (Sánchez, 2018) hace que sea necesario valorar y comprender la utilidad que, desde el punto de vista de la comunicación política moderna, puede tener una adecuada planificación estratégica de los actos públicos de una institución. Como señala el embajador Joaquín Martínez-Correcher (2002), antiguo jefe de protocolo del Estado y redactor del Real Decreto de Ordenamiento General de Precedencias en el Estado de 1983, lo que da sentido a un acto es la comunicación de un mensaje determinado: «es la comunicación del mensaje la que da sentido a un acto, independientemente de la perfección que se consiga en la organización de la ceremonia. Si un acto no comunica, no existe» (s/p).

 

3. La aconfesionalidad española

 

A lo largo de la historia, la religión ha constituido la base fundamental de la legitimidad de la gran mayoría de los modelos de gobierno. Esto se ha visto con mayor claridad en el caso de la monarquía, que justificaba su poder absoluto gracias a la voluntad divina, perpetuando un modelo que situaba al pueblo como un sujeto pasivo. Esta imbricación Iglesia-Estado se puede observar también en las primeras constituciones españolas. De hecho, la primera Constitución de España, la de 1812, y a pesar de su carácter liberal, declara en su artículo 12 que la religión de España es «la católica, apostólica, romana, única verdadera» y que lo será «perpetuamente». Desde el punto de vista simbólico o ceremonial, esto queda plasmado en las fórmulas de toma de posesión de los diputados o en la del propio rey, que son detalladas en la propia Constitución y en las que se establece que deben juran «defender y conservar la religión Católica, Apostólica y Romana», estableciendo también que tenían que hacerlo sobre los Evangelios.

Las siguientes constituciones españolas de 1837, 1845, 1856 y 1869, continúan basando la legitimidad del monarca en la gracia de dios y vinculando el compromiso de los representantes de la nación con la defensa de la religión católica y con la presencia de simbología religiosa en sus ceremoniales. Y, aunque no contemplan referencias tan detalladas al proceso de juramento, sí recogen la misma filosofía que en la de 1812 en lo relativo al catolicismo (García Rodríguez, 2018: 159). En esta línea, la Constitución de 1876, afirmaba que «la religión católica, apostólica, romana, es la del Estado», obligaba a mantener a sus ministros y, aunque recogía por primera vez la libertad de culto, no permitía «otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado».

De hecho, esta identificación entre el Estado español y la religión católica no se rompe hasta la llegada de la II República. Así, el artículo tercero de la Constitución de 1931 dicta que «el Estado español no tiene religión oficial», desvinculando la soberanía popular de todo carácter religioso. Por el contrario, las cuatro décadas de la dictadura franquista se apoyaron en la omnipresencia propagandística de toda una serie de símbolos y ceremonias que construyeron un entramado ritual basado en la unidad Iglesia-Estado.

La Constitución de 1978, y su espíritu de consenso, intentó dar solución a la cuestión religiosa y rehuyó del conflicto. Así, en el artículo 16 se recoge el derecho fundamental de la libertad ideológica, religiosa y de culto; se declara que «ninguna confesión tendrá carácter estatal»; y se enuncia un principio de cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas. A pesar de que en numerosa bibliografía se prefiere emplear los términos aconfesionalidad o no confesionalidad, se puede afirmar que el artículo 16.3 de la Constitución consagra el principio de laicidad del Estado. En este punto, hay que señalar que las resoluciones del Tribunal Constitucional no hicieron referencia, aunque tímidamente, a la laicidad del Estado español hasta 1985 (STC 19/1985, FJ4) y no fue hasta 2001 cuando se pasó a emplear el término «laicidad» con naturalidad e intercambiándolo con el, hasta ese momento más frecuente, de «no confesionalidad» (STC 46/2001, FJ 4). Como señala Bethencourt Rodríguez (2016: 8), los elementos definitorios de la laicidad son la neutralidad y la separación. En cuanto al primero, el Tribunal Constitucional ha declarado que todas las instituciones públicas han de ser ideológicamente neutrales (STC 5/1981, FJ 9) para asegurar la igualdad de todos los ciudadanos con independencia de sus creencias religiosas. En cuanto a la separación, la doctrina constitucional prohíbe cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales (STC 177/1996).

Centrándonos en la simbología religiosa, una de las clasificaciones más comunes en los textos jurídicos es la de la perspectiva dinámica y estática. La primera hace referencia a aquellos elementos religiosos de uso personal por parte de los ciudadanos, como por ejemplo un colgante con significación religiosa, y la perspectiva estática se refiere a símbolos más estables en lugares oficiales, como es el caso de un crucifijo ubicado en el salón de plenos de un ayuntamiento. En caso de colisión de derechos, la doctrina constitucional es primar el derecho de la libertad de conciencia y la libertad religiosa en el caso de la simbología dinámica y, por el contrario, prevalecer el principio de laicidad o neutralidad religiosa del Estado en cuanto a los símbolos estáticos.

A lo largo de los más de cuarenta años de democracia en España, la presencia de símbolos católicos en lugares públicos ha generado grandes debates a nivel social, jurídico y académico. En este sentido, uno de los actos oficiales en los que la presencia de simbología religiosa genera una mayor controversia es la ceremonia de toma de posesión de los cargos públicos. Por un lado, los defensores de su utilización argumentan que son necesarios por la connotación religiosa que tiene el juramento y defienden el derecho a la libertad de culto de la persona que asume el cargo. Frente a ello, los críticos abogan por la necesidad de suprimir la simbología religiosa en estos actos, entendiendo que el compromiso se hace ante la sociedad y defendiendo que los únicos símbolos que deben ser empleados son los institucionales.

En este punto, no hay que olvidar que España es un país de raíces claramente católicas, pero también lo es que dicha confesión ha ido perdiendo fuerza progresivamente entre la sociedad. En este sentido, en 1977 el Centro de Investigaciones Sociológicas preguntó, en un estudio preelectoral de las elecciones generales, por primera vez cuál era la religiosidad de los encuestados y el 71,6% se declaraba católico practicante, el 19,9% católico no practicante y el 7,1% correspondía a creyentes de otras confesiones, ateos o indiferentes ante la religión. Sin embargo, en el barómetro del CIS de abril de 2022 la cifra de católicos practicantes es del 17,3%, la de católicos no practicantes del 39,3% y la de creyentes de otras religiones, agnósticos o ateos es del 38,2%. Si comparamos ambas cifras, en estos 45 años el número de españoles que se definen como católicos, practicantes o no, ha pasado del 91,5% al 59,6%. Es decir, que la fortaleza social de la Iglesia Católica se ha reducido en más de una tercera parte.

Por otro lado, desde el punto de vista de la comunicación política, podemos afirmar que la presencia de simbología religiosa en los actos oficiales choca frontalmente con la definición de España como un Estado aconfesional, recogida en la Constitución de 1978. No se trata de eliminar el derecho de los individuos a tener una determinada creencia religiosa, sino la necesidad de visibilizar la neutralidad de las instituciones y prevenir la identificación de éstas con una confesión religiosa concreta. Así, es fundamental que en la puesta en escena del poder se omita la presencia de símbolos religiosos, con el objetivo de mostrar que la única legitimidad del Estado es la soberanía popular. Por el contrario, la utilización de símbolos religiosos favorece la identificación de las instituciones públicas con una determinada confesión, violando la libertad de creencia de quienes no la profesen.

 

4. La presencia de simbología religiosa en las ceremonias de Estado de España

 

En nuestro país la primera vez que se hace referencia oficial a las ceremonias de Estado, separándolas de las ceremonias religiosas, es en el Reglamento de Etiqueta de 1873. Este texto legal reservaba tal consideración a las recepciones en el Salón del Trono, la apertura de Cortes, la presentación de embajadores, la jura de la Constitución del monarca o el príncipe de Asturias, así como el matrimonio del jefe del Estado y el nacimiento y bautizo de príncipes e infantes (Sánchez González et al., 2015: 171).

Actualmente, el término ceremonia de Estado se emplea con frecuencia para hacer referencia a determinados actos oficiales de gran repercusión y solemnidad. De este modo, la página web de la Casa Real española señala que los Reales Sitios son utilizados para las ceremonias de Estado y actos oficiales más relevantes del Reino de España. En este sentido, es interesante el matiz que aporta al diferenciar las ceremonias de Estado de otros actos oficiales de gran relevancia. Sin embargo, no existe una apreciación clara sobre qué es lo que los distingue, lo que hace que profesionales como Carlos Fuente (2015) reclamen el desarrollo de una Ley de Protocolo del Estado, que entre otras cuestiones aborde la necesidad de definir en qué consisten las ceremonias de Estado.

Ante esta situación, es conveniente reseñar la aportación que hace André Wierdsma (1987) cuando las define como ceremonias en las que se expresa un consenso nacional que refuerza la unidad de la comunidad política y confirma, de manera directa o simbólica, los valores y normas compartidas por la sociedad. Siguiendo esta reflexión, una ceremonia de Estado sería un acto oficial, que cuenta con una gran trascendencia constitucional, desarrollado generalmente con gran solemnidad y en el que participa el jefe de Estado, así como las principales autoridades del país. Dentro de este tipo de ceremonias, podemos agrupar la proclamación del rey, la toma de posesión de los máximos representantes de los órganos constitucionales, los funerales de Estado, la Fiesta Nacional o la Apertura de la Legislatura.

No hay lugar a dudas de que la ceremonia de Estado por excelencia es la toma de posesión de la máxima autoridad del país que, en el caso de España, es la proclamación del rey. Así, en 1975, Juan Carlos I inició su reinado, jurando su cargo sobre un ejemplar de la Biblia, afirmando que lo hacía «por Dios y ante los Santos Evangelios» y ante un crucifijo de plata, colocado junto a la corona y el cetro, en un lugar preferente del estrado construido en el hemiciclo del Palacio de las Cortes. Además, cinco días más tarde, el monarca fue exaltado al trono con una ceremonia religiosa de unción, denominada misa del Espíritu Santo, celebrada en la Iglesia de San Jerónimo el Real. Casi cuatro décadas después, Felipe VI fue proclamado en 2014 rey de España, en una ceremonia en la que se prescindió de toda simbología o referencia religiosa. De este modo, el nuevo monarca juró «guardar y hacer guardar la Constitución», se eliminó la presencia del crucifijo en el acto de proclamación y se sustituyó la posterior misa por una recepción en el Palacio Real. Si observamos ambas ceremonias, podemos concluir que se ha ido abriendo paso la doctrina constitucional de la aconfesionalidad del Estado. En este sentido, hay que señalar que este precepto constitucional ya se había respetado cuando Felipe de Borbón, entonces príncipe de Asturias, juró la Constitución como heredero de la Corona en 1986.

En cuanto a la toma de posesión del resto de máximas autoridades del país, la implantación de la aconfesionalidad del Estado ha sido mucho más lenta. Empezando por el jefe del Gobierno, los presidentes españoles han jurado o prometido su cargo en presencia de un crucifijo y una Biblia hasta la toma de posesión de Pedro Sánchez en 2018. A este respecto, con la llegada de Felipe VI a la Jefatura del Estado en 2014 se estableció que la presencia, o no, del crucifijo y de la Biblia es decisión de la persona que asume el cargo. No obstante, en el mandato de Mariano Rajoy se siguió empleando la Biblia y el crucifijo por decisión del popular, y no fue hasta la llegada del socialista Sánchez cuando se suprimió dicha simbología religiosa (Domínguez García, 2020: 326). Esto mismo ocurrió con la toma de posesión de otras altas magistraturas del Estado, como los miembros del Consejo de Ministros, del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional. Es decir, que a pesar de la aconfesionalidad que proclama la Constitución, todas estas ceremonias de Estado fueron presididas por símbolos católicos hasta la llegada de Felipe VI a la Jefatura del Estado. La única excepción ha sido la toma de posesión de los presidentes del Congreso y del Senado, ya que siempre han jurado o prometido su cargo junto al resto de diputados y senadores en la sesión de constitución de ambas Cámaras y en las que nunca se ha empleado simbología religiosa alguna.

Otra de las ceremonias de Estado de mayor significación son los denominados funerales de Estado. Se trata de un acto oficial, de carácter público y solemne, convocado por la Jefatura de Estado o de Gobierno de un país con el objetivo de honrar al jefe de Estado, a un representante político o a personas de gran relevancia que hayan fallecido. En España, desde la aprobación de la Constitución de 1978, han tenido lugar numerosos funerales de carácter oficial que se pueden agrupar en tres tipos: reales, militares y civiles. Todos consistieron en una misa católica, a la que asistía algún miembro de la Familia Real, acompañado de las más altas autoridades del Estado. Entre las ceremonias de carácter civil, se debe destacar el funeral de Estado por las víctimas de los atentados del 11-M, celebrado el 24 de marzo de 2004 en la Catedral de la Almudena de Madrid y a la que asistieron más de 1.500 personas, entre ellas la Familia Real, el Consejo de Ministros al completo, las más altas magistraturas del Estado y numerosos mandatarios extranjeros.

No obstante, la aconfesionalidad que proclama la Constitución Española también se ha abierto paso en los funerales de Estado, ya que en julio de 2020 el Gobierno de España, formado entonces por PSOE y Podemos, desarrolló el primer homenaje de Estado de carácter laico. Con el objetivo de homenajear a las miles de víctimas de la pandemia de coronavirus, se elaboró un ceremonial nuevo de carácter sobrio, a partir de elementos solemnes que ya habían sido utilizados en otras ocasiones, como la interpretación de piezas musicales, la lectura de una poesía, la ofrenda floral o el encendido de un pebetero. Además, se combinó el uso de símbolos oficiales, como las banderas o el Himno Nacional, con elementos de carácter unitario, como el encendido de una llama votiva y la distribución circular de los invitados. El objetivo fue el de fortalecer la cohesión ciudadana en un momento de dolor, y por eso se otorgó un papel esencial a la sociedad civil.

Otra ceremonia importante en lo relativo a la conformación del sentimiento patrio es la Fiesta Nacional, una jornada que cada año se celebra el 12 de octubre y que es reconocida como tal desde la aprobación del Real Decreto 3217/1981, de 27 de noviembre. Esta jornada, a pesar de su importancia simbólica, se limita a una recepción en el Palacio Real y a un saludo de los reyes a los principales invitados, así como a un desfile militar, que incluye un homenaje a la bandera y a los caídos. Es en este último elemento ceremonial donde, a día de hoy, se sigue ofreciendo un responso que es pronunciado por el arzobispo castrense u otro alto representante de la Iglesia Católica en el país, lo que rompe la laicidad del acto. Este hecho también ocurre en la mayoría de las ceremonias militares de carácter solemne, empezando por el desfile del Día de las Fuerzas Armadas.

Por último, se debe destacar que otra de las ceremonias de Estado de gran trascendencia simbólica y solemnidad es la denominada Apertura de la Legislatura, un acto oficial presidido por el Jefe de Estado, que se celebra para escenificar el inicio de un nuevo mandato de las Cortes Generales y que tiene lugar una vez ha sido investido el nuevo presidente del Gobierno. En este sentido, hay que resaltar que en esta ceremonia nunca se ha empleado simbología religiosa. Sin embargo, en el caso de la Apertura del Año Judicial, un acto solemne de carácter anual, presidido por el rey y celebrado en el Palacio de Justicia de Madrid, sí existe un componente religioso, ya que antes del acto se celebra una misa católica en la Iglesia de Santa Bárbara. Sin embargo, también es cierto que con el tiempo ésta ha ido perdiendo relevancia, desvinculándose del acto oficial y siendo actualmente de asistencia voluntaria.

 

5. Conclusiones

 

El papel que debe tener la Iglesia Católica en la esfera pública ha generado históricamente fuertes debates en ámbitos políticos, sociales y académicos. Cuestiones como la educación concertada, el pago de impuestos por parte de la Iglesia y, también, la presencia de simbología religiosa en los actos oficiales ha formado parte de la discusión pública durante muchos años. Dicha confrontación ha ido acrecentándose con la pérdida de apoyo social que esta confesión religiosa ha experimentado con el paso de los años. Como se ha señalado, desde 1977 a 2022, el número de españoles que se definen como católicos, practicantes o no, ha pasado del 91,5% al 59,6% y, por tanto, la fortaleza social de la Iglesia Católica se ha reducido en más de una tercera parte. Y aún más drástica es la reducción del número de españoles que se declaran católicos practicantes: en estos 45 años ha pasado del 71,6% al 17,3%.

Como se ha referido, la llegada a la Jefatura del Estado de Felipe VI en 2014 ha supuesto un revulsivo en cuanto a la aplicación de la aconfesionalidad en los actos de Estado. Desde su proclamación, en la que se eliminaron tanto la Biblia como el crucifijo, la presencia de símbolos católicos en las tomas de posesión de los máximos representantes de los órganos constitucionales se ha convertido en una decisión de la persona que asume el cargo. No obstante, dicha aconfesionalidad no fue llevada a la práctica hasta 2018, con la llegada de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno. Y aún queda mucho por hacer: el primer funeral de Estado de carácter laico no se ha producido hasta 2020 y, por ejemplo, la Fiesta Nacional aún incluye un sermón católico en homenaje a los caídos. Caso aparte han sido las ceremonias relativas al Poder Legislativo, que desde un principio tuvieron un carácter netamente aconfesional.

Podemos concluir que durante los casi 40 años de reinado de Juan Carlos I hubo una fuerte presencia de símbolos católicos en las ceremonias de Estado y que, a pesar de que con Felipe VI se ha avanzado mucho en el cumplimiento de la laicidad que determina la Constitución, aún quedan otros debates abiertos como el reconocimiento de festividades de otras confesiones no católicas o la presencia de tradiciones religiosas en instituciones públicas.

En definitiva, no podemos olvidar la importancia de los símbolos y los ceremoniales que se emplean en los actos oficiales, puesto que sirven para conformar los valores comunes que la ciudadanía asocia con el Estado. Por tanto, la presencia, o no, de símbolos religiosos contribuye a construir una determinada identidad nacional. La disonancia entre la aconfesionalidad que proclama el artículo 16.3 de la Constitución Española de 1978 y la presencia real de símbolos religiosos en los actos oficiales es un claro ejemplo de que la «verdad» legal y la realidad no siempre coinciden.

 

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9.