Mediatización social. Poder, mercado y consumo simbólico

 

 

Título del Capítulo: «Mediatización Social. Consideraciones conceptuales»

Autoría: Pablo Arredondo Rodríguez

Cómo citar este Capítulo: Arredondo Ramírez, P. (2016): «Mediatización Social. Consideraciones conceptuales». En Arredondo Ramírez, P., Mediatización Social. Poder, mercado y consumo simbólico. Salamanca: Comunicación Social Ediciones

ISBN: 978-84-15544-91-3

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c1.emcs.12.ei10

 

 

Mediatización Social. Consideraciones conceptuales

 

 

Un producto de la modernidad

 

La centralidad de la comunicación tecnológicamente mediada es quizá uno de los rasgos más distintivos de la sociedad contemporánea. Por decirlo de otra manera, resulta prácticamente imposible comprender a las sociedades actuales al margen de los procesos y prácticas de comunicación en que están sustentadas. Los fenómenos y las lógicas comunicativas se hacen presentes en las más diversas actividades. Entre otras tantas prácticas sociales, nuestras formas de producir, comerciar y consumir cualquier variedad de commodities, las maneras de aprender y enseñar, los procesos de obtención y mantenimiento del poder, y las modalidades para desarrollar el ocio están estrechamente relacionadas con la comunicación y en especial con sus manifestaciones tecnomediáticas.

Se trata de una impronta que distingue a las actuales formaciones sociales de aquellas que le precedieron en el tiempo. De hecho, la intensidad de los flujos de información y de los medios por los que se trasmiten no tiene precedentes. Es en tal sentido que se afirma que las sociedades actuales se encuentran fuertemente mediatizadas. Se trata de una mediatización que incluiría al papel que desempeñan en las dinámicas sociales los llamados medios tradicionales tanto como al que paulatinamente imponen las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, sin que, necesariamente, eso signifique la sustitución de unos por otros.

La mediatización es un concepto de relativo nuevo cuño utilizado para describir y analizar la centralidad de la comunicación, en particular, la referida al papel de los medios, en una amplia gama de procesos sociales. Sin embargo, el sentido del término está lejos de constituir una moda reciente. El papel nodal de la comunicación, y por tanto el concepto de mediatización social, puede rastrarse al menos desde los inicios del siglo pasado, con la irrupción de los medios electrónicos y la preocupación académica sobre su potencial impacto social. De esta forma, la mediatización está vinculada al estudio de las tecnologías de información y comunicación, su historia y sus formas de apropiación social, al igual que a las consecuencias de muy diversa índole que se derivan de un entorno crecientemente supeditado a las mismas.

La trascendencia histórica de las tecnologías de la comunicación ha sido interpretada por algunos autores como un producto distintivo de la modernidad. Es decir, de esa fase del desarrollo de la humanidad que, a partir del siglo xv, abrió la puerta a nuevas tendencias en la economía, la política y la sociedad; que liberó a las sociedades occidentales de las ataduras que amalgamaban el orden medieval prevaleciente hace aproximadamente cinco siglos (Thompson, 1998; Briggs y Burke, 2006). La modernidad en su aspecto mediático sería un proceso de «larga duración» —a la Braudel— que explicaría la gran «mutación comunicacional» de occidente; una transformación que arrancó con la invención de la imprenta y sus consecuencias para la producción y difusión de las ideas y el conocimiento, en el contexto de otros importantes cambios sociales, como la secularización de la vida pública, el surgimiento de los Estados-nación y el desarrollo de la ciencia.

En el mismo sentido, el llamado proceso de modernización podría interpretarse como la resultante de una serie de cambios económicos y sociales que se fueron cocinando desde la etapa renacentista y que derivaron en la revolución industrial del siglo xviii, con el fuerte impulso a la innovación tecnológica en todos los campos de la actividad humana. El paso de las sociedades tradicionales en occidente a las industrializadas supuso transformaciones en ejes fundamentales como la demografía, la movilidad física y social, la urbanización, la racionalización capitalista, la complejidad burocrática, la emergencia de la idea democrática, la transformación de los procesos de producción, la expansión de los mercados internos y externos, y la creciente mediación colectiva de la comunicación (Lucas Marín, 2009).

El desarrollo de una nueva institucionalidad mediática, como la que se constituyó originalmente alrededor de la imprenta, impactó a las formas prevalecientes de distribución de la información y el conocimiento y, en consecuencia, erosionó formas arcaicas de ejercicio del poder. Con el surgimiento de la imprenta en el siglo xv arranca un proceso de transformación social en el que los fenómenos comunicativos jugarían un papel de relevancia incuestionable al arribar a las sociedades industrializadas. En ese sentido, es posible afirmar que la más incipiente institucionalidad mediática —al menos como se le puede concebir actualmente— habría surgido a partir de esa modernidad lejana (Brigs y Burke, 2006).

Tal modernidad, de acuerdo con Thompson (1998), tuvo su base en lo que podría asumirse como una «transformación cultural sistemática»; es decir, un cambio sociocultural que recorrió el largo trecho de varios siglos y que se expresó en el surgimiento de nuevas instituciones políticas y culturales, entre las que sobresalió la industria de los medios. Según lo describe el propio Thompson, con el advenimiento de la modernidad, «las pautas de comunicación e interacción empezaron a cambiar de manera profunda e irreversible. Estos cambios que comprenden lo que en sentido amplio podría ser llamado ‘mediatización de la cultura’ tuvieron unas claras bases institucionales: es decir, el desarrollo de las organizaciones mediáticas que aparecieron en la segunda mitad del siglo xv y que desde entonces han expandido sus actividades» (1998: 72).

La implicación más evidente de estos desarrollos se manifestó en el cambio de las formas simbólicas del poder. Es cierto que de ninguna manera el poder simbólico arranca con la «mediatización de la cultura», pero sin duda, adquiere rasgos novedosos que lo potencian a partir del creciente papel asumido por los medios y las lógicas comunicativas. Es decir, que lo hacen desplazarse hacia la centralidad social. El paulatino declive del monopolio de la Iglesia católica, la multiplicación de los saberes gestado por el papel de la imprenta (incluyendo el proceso de la reforma protestante) y la intensificación de los intercambios «noticiosos» en tiempo y espacio fueron determinantes en la constitución de una esfera pública moderna, burguesa. Una esfera pública que, siguiendo las ideas de Habermas (1991), no solo articuló de manera diferente las relaciones entre el poder público y la sociedad, sino que alimentó el desarrollo de actitudes civiles de corte participativo. La mediatización social corrió, entonces, paralela a los cambios de la economía y de la política del orden medieval al de las sociedades del capitalismo mercantilista, inicialmente, e industrial posteriormente.

En consecuencia, no resulta exagerado afirmar que modernidad y mediatización social recorrieron un camino paralelo. Un proceso histórico que trastocó una multiplicidad de manifestaciones y dinámicas sociales, tal y como ya se mencionó. Entre estas tendencias y cambios que se expresaron en las sociedades industrializadas avanzadas (y de manera desigual entre las «periféricas») se pueden señalar: el comportamiento demográfico; la transformación de los conglomerados humanos —de la tradicionalidad aldeana a la urbanización exacerbada—; las mutaciones paulatinas silenciosas pero determinantes del papel de la mujer y el modelo familiar prevaleciente; la expansión de la educación; el sentido del tiempo (la aceleración de los procesos de cambio); la movilidad vertical de los segmentos sociales; la burocratización de las organizaciones; el desarrollo tecnológico; la «racionalidad» capitalista (del mercantilismo incipiente a la producción en serie y al comercio global); el consumo masivo y la masificación social en general, la degradación ambiental y, en particular, el crecimiento de los medios de comunicación y su impacto social (Mattelart, 1998; Lucas Marín, 2009).

Por eso, en su condición de fenómeno históricamente determinado, la mediatización, debería observarse como un proceso de más alto nivel o como un meta-proceso; es decir, como un «principio ordenador» (Krotz, 2009) de largo aliento por el cual la construcción social de la realidad se ha tornado crecientemente dependiente del papel jugado por los medios de comunicación. En el mismo sentido, puede suponerse que originalmente este proceso de cambio social —mediatizador de la sociedad—, se manifestó de manera incipiente, casi imperceptible, pero que con el paso del tiempo sus expresiones fueron asumiendo derroteros más determinantes y evidentes. A cinco siglos de la invención de la imprenta (un hecho que revolucionó las formas de transmisión del concocimiento en todo el orbe), los escenarios sociales dejan poca duda sobre el potencial y la centralidad de las instituciones y de los fenómenos comunicacionales. Éstos, manifestándose particularmente en el entramado mediático penetran las lógicas de la producción de sentido, de reproducción del capital y de estructuración de las relaciones de poder (Silverstone, 2004; Cardoso, 2008).

Este proceso transformacional de larga duración, como otros tantos, tuvo su origen en una miríada de innovaciones que terminaron por impactar áreas nodales del devenir social. Al decir de Thompson, en el caso particular de la comunicación el impacto en la sociedad se explica «en virtud de una serie de innovaciones técnicas asociadas con la impresión y, posteriormente, con la codificación electrónica de la información (que) se produjeron, reprodujeron y pusieron en circulación formas simbólicas sin precedentes. Las pautas de comunicación empezaron a cambiar de manera profunda e irreversible. Estos cambios, que comprenden lo que en sentido amplio podría ser llamado ‘mediatización de la cultura’, tuvieron unas claras bases institucionales: es decir el desarrollo de las organizaciones mediáticas que aparecieron en la segunda mitad del siglo xv y que desde entonces han expandido sus actividades» (1998: 71-72).

Sin embargo, tal y como lo propone Mattelart (1995), la «invención de la comunicación» y su «mundialización» (es decir, la irrupción social de las tecnologías de comunicación en el orbe) mucho le debe a otros procesos histórico-sociales. La comunicación estuvo fuertemente ligada a la expansión de las fuerzas productivas del capitalismo industrial de fines del siglo xviii y a las consecuentes lógicas de la Ilustración. La liberalización de las ideas políticas, el desarrollo de nuevas concepciones filosóficas y científicas, aunado al creciente impulso de las fuerzas de producción, a través de las innovaciones tecnológicas, habrían servido de base para un desarrollo sustantivo de las comunicaciones más allá de lo estrictamente mediático. La base infraestructural, la revolución de los transportes («la domesticación de los flujos y de la sociedad en movimiento», de acuerdo con Mattelart), la reconfiguración del tiempo y el espacio, el utilitarismo científico, y las nuevas concepciones sobre la sociedad (incluyendo la inclinación a «medir» y «gestionar» sus tendencias) jugaron un papel determinante para los ulteriores fenómenos de comunicación como hoy los conocemos.

El origen de la mediatización social tendría entonces que contemplarse como una manifestación histórica del desarrollo de la modernidad occidental. Una modernidad en la que el capitalismo ha jugado un papel central y determinante para los usos, aplicaciones y formas asumidas por las instituciones mediáticas y de comunicación en general hasta nuestros días. Actualmente, estos procesos de transformación han impactado de tal forma que el debate contemporáneo oscila entre la mejor forma de definir los rasgos dominantes de las sociedades avanzadas, como sociedades postindustriales, como sociedades del conocimiento, de la información o informacionales (Webster, 2006).

En la actualidad, la mediatización, como concepto, se asocia a una serie de fenómenos de muy diversa índole. Se trata de una idea que igual contempla la base tecnológica en que se sustentan los medios hasta las consecuencias sociales que se derivan de su abrumadora presencia en la vida cotidiana de millones de seres humanos. Recorre las nuevas formas de control político y «simbólico» que se han puesto en práctica, igual que el aporte de las instituciones dedicadas a la comunicación en los procesos de creación y acumulación de capital. De ahí, en buena medida, la revalorización del concepto mismo, de su complejidad, y de la realidad que pretende abarcar y explicar.

De acuerdo con Lundby (2009: 1-12), las sociedades modernas se distinguen de otras que les antecedieron o que subsisten en diferentes condiciones, porque son «sociedades mediáticamente saturadas» en las que la economía y el poder dependen sustancialmente de la comunicación mediada, o mejor dicho, de la tecnológicamente mediada. La «mediatización», sostiene Lundby, «remite a los cambios experimentados en las sociedades contemporáneas de alto desarrollo y al papel jugado por los medios y por la comunicación mediada en esas transformaciones. El proceso de mediatización afecta a casi todas las áreas de la vida social y cultural en la modernidad tardía.» Ello, sin ignorar que el ecosistema de la comunicación y la base tecnológica en que se sustenta atraviesa por cambios considerables que a su vez acarrean cambios sociales de otra naturaleza. Una dinámica de tendencias que se retroalimentan y se afectan mutuamente. La mediatización, pues, deviene en motor y en reflejo —simultáneo— del cambio. De ahí, por ejemplo, la preocupación por entender la llamada «revolución de las comunicaciones» y su impacto en la conformación de las llamadas «sociedades de la información» y del «conocimiento».

Diferentes perspectivas teóricas han pretendido, y pretenden, abordar la centralidad de la comunicación en la sociedad y en consecuencia la mediatización de la misma. Lundby identifica, por ejemplo, a la tradición adscrita a Harold Innis y a su seguidor Marshal McLuhan, también señalada como «teoría del medio», como una de las corrientes originales de este intento. Se trata de un esfuerzo intelectual que arrancó desde mediados del pasado siglo y que ha dejado su estela hasta nuestros días.

Harold Innis, en primer lugar, con la idea pionera de que el desarrollo de los grandes imperios de la historia guardaron una estrecha relación con ciertas formas predominantes de comunicación que, a su vez, terminaron caracterizándose como la impronta de tales civilizaciones. Lynn Schofiel Clark (2009: 89-90) describe la tesis de Innis de manera sucinta:

En su estudio sobre los imperios, —afirma esta autora— Innis estaba interesado en saber cómo los sistemas de medios en diferentes sociedades se prestaban para saber cómo ejercer y subvertir el poder. Sugirió que las culturas tienen un «sesgo» hacia el espacio o hacia el tiempo, buscando expandir el imperio (el espacio) o una preservación de la tradición cultural (el tiempo). De manera similar, argumentaba que los diferentes medios tenían un sesgo hacia el espacio o hacia el tiempo; las piedras que servían de soporte para la escritura, por ejemplo, podían durar mucho tiempo pero eran difíciles de transportar, mientras que el papiro y el papel hicieron posible que los líderes comunicaran sus órdenes en largas distancias (importante realidad para el mantenimiento del imperio romano) pero eran también más fáciles de modificar o subvertir; Innis sugería que cuando un particular sesgo de una cultura se alineaba con un desarrollo particular de comunicación, era posible para tal cultura conseguir exitosamente sus metas de expansión imperial a través del espacio o consolidar su singularidad y fuerza cultural a través del tiempo.

En un sentido similar, Stevenson sintetiza la postura de Innis afirmando que para el historiador y economista canadiense «las redes de comunicación son importantes… por la amplia influencia que ejercen en las formas sociales de organización» debido a que su propensión hacia el tiempo o hacia el espacio se torna clave para ciertas maneras de operación de las sociedades:

…los medios de propensión temporal pueden asociarse estrechamente a su presencia física en determinados lugares, son fenómenos sociales relativamente estables que vinculan presente, pasado y futuro… (en tanto que) los medios livianos y menos durables (como el papel impreso)… tienen una propensión espacial porque se les puede trasladar con más facilidad… (los medios de inclinación liviana) favorecieron el crecimiento de las relaciones administrativas a través del espacio, y así facilitaron el desarrollo descentralizado de la autoridad secular y política» (Stevenson, 1998: 183).

Por su parte McLuhan —tan citado como cuestionado— con sus reflexiones y metáforas provocadoras sobre los «medios como extensiones del ser humano», o debido a la taxonomía que estableció para diferenciar «medios fríos y medios calientes», o a su planteamiento sobre el verdadero significado social de la tecnología mediática («el medio es el mensaje»), fue —y es— identificado como uno de los referentes más significativos del debate sociocultural sobre los medios de comunicación y sus consecuencias sociológicas. Sin embargo, no puede olvidarse que las formas heterodoxas a las que recurrió para analizar a los medios y a la cultura contemporánea lo pusieron en el centro de la crítica de no pocos científicos sociales y críticos literarios, para quienes el profesor canadiense no solo abusaba de las metáforas y de la retórica en sus ensayos, sino que parecía asumir una postura apologética del statu quo de las organizaciones mediáticas (Czitrom, 1985).

No obstante, pocos autores como McLuhan —a pesar de las lecturas relativamente prejuiciadas de su obra— ayudaron a posicionar la preocupación sobre la centralidad de los medios en la sociedad contemporánea. Sobre todo, a través de la provocadora formulación que puso en el debate académico al sugerir que el «mensaje» de los medios —su verdadera importancia— radica en su forma tecnológica y que éstos deberían comprenderse como las extensiones del ser humano. Tales postulados acarrearon la creencia de que la posición de McLuhan se reducía a una defensa determinista de la tecnología mediática, sin que se comprendiera, quizá, el trasfondo epistemológico de sus tesis. Por ejemplo, la afirmación referida al «medio es el mensaje», obliga, ante todo, a reconocer que el desarrollo tecnológico —en este caso el relativo a las comunicaciones— afecta (condiciona, podría decirse) las maneras de apropiación y recreación de la realidad misma. No es la tecnología per se, sino el impacto que ésta ejerce sobre las formas de aprehensión y recreación de la realidad lo que está en juego. En tal sentido, la postura de McLuhan bien podría comprenderse como un postulado de carácter epistemológico. Para ilustrar el argumento, valga citar al autor canadiense con sus propias palabras:

En una cultura como la nuestra —dice McLuhan— muy acostumbrada a fraccionar y dividir para controlar, puede ser un choque que le recuerden a uno que, operativa y prácticamente, el medio es el mensaje. Esto significa simplemente que las consecuencias individuales y sociales de cualquier medio —es decir, de cualquiera de nuestras extensiones— resultan de la nueva escala que introduce en nuestros asuntos cualquier extensión o tecnología nueva… lo que estamos considerando aquí son las consecuencias mentales y sociales de los diseños o esquemas en tanto amplificadores o aceleradores de los procesos existentes. Porque el «mensaje» de cualquier medio o tecnología es el cambio de escala, ritmo o patrones que introduce en los asuntos humanos. El ferrocarril no introdujo en la sociedad humana el movimiento ni el transporte, ni la rueda, ni las carreteras, sino que aceleró y amplió la escala de las anteriores funciones humanas, creando tipos de ciudades, trabajo y ocio totalmente nuevos (citado en McLuhan y Zingrone, 1998: 186-187).

Como sea, desde las tesis de la llamada «teoría de los medios» (o del medio), adscrita a Innis y McLuhan, y aún antes que ellos, las implícitas en las indagaciones de Lazarsfeld y otros autores contemporáneos al pensador austriaco, pasando por las reflexiones críticas sobre la cultura de masas surgidas en la escuela de Frankfurt y apropiadas por sus seguidores, así como las corrientes del llamado funcionalismo anglosajón, las reflexiones de las teorías semióticas, y el culturalismo de muy diverso cuño (anglosajón o latinoamericano), la idea de la mediatización social —asumiendo términos diversos— campea por las preocupaciones conceptuales de tan diversas tradiciones (Stevenson, 1998). La mediatización no es una ideología, sino un fenómeno social que desde muy disímiles y en ocasiones contradictorios paradigmas del pensamiento sociológico pretende ser interpretado.

No hay duda de que las formas de apropiación de la idea «mediatizadora» de la sociedad a través de estas corrientes científico-académicas no son homogéneas, en sentido alguno. Pero a su vez difícilmente podría negarse la presencia de un común denominador que las atraviesa y que consiste en aceptar la centralidad del fenómeno, su impacto en la vida cotidiana de hombres y mujeres, y sobre todo su influencia en el mundo simbólico de la sociedad, al margen de las formas en que tan diversas corrientes del pensamiento lo interpretan.

 

Mediatización: preocupaciones en boga

 

Tal y como se sugirió líneas atrás, en la literatura contemporánea, el concepto de «mediatización» es mucho más explícito y ha sido abordado en particular por la escuela escandinava y alemana de la comunicación, aunque cierta perspectiva desarrollada en Inglaterra también ha aportado elementos para el análisis. Estas corrientes de pensamiento han buscado caracterizar y analizar las dinámicas, las causas y las potenciales consecuencias de la permeabilidad mediática en las actividades rutinarias (culturales, económicas y políticas) de las sociedades modernas (Lunby et al., 2009; Silverstone, 2004). No obstante, el concepto mismo, y sus derivados o próximos —como mediación, media saturación, ecosistema mediático— está lejos de ser un término claramente definido y definitivo (Lundby, 2009: 1-15).

La «mediatización» es, por decirlo de otra manera, un concepto polisémico, que se interpreta y se apropia de acuerdo con las muy diversas tradiciones y enfoques académicos que buscan explicar la relevancia de la comunicación en los procesos socioculturales contemporáneos. Es de llamar la atención que al abordar la definición del concepto y sus implicaciones, la controversia se manifiesta muy acentuadamente cuando se pretende diferenciar la idea de la «mediación» con la de «mediatización» propiamente dicha. Es decir, el conflicto emerge a partir de la manera en que debe diferenciarse el papel de los procesos sociales de mediación (de muy diversa índole) con aquellos específicamente vinculados con la intervención de los medios.

Quizás, uno de los alegatos más provocadores en relación con el sentido polisémico del término en cuestión, y de la tensión conceptual entre «mediación» y «mediatización», haya sido el expresado por Sonia Livingstone (2009), en la cátedra inaugural de la International Communication Association, en el año 2008. Un recorrido por las transformaciones contempráneas del campo académico de la comunicación y una reflexión sobre las dificultades de «homologar» los muy diferentes modos y términos de referirse al fenómeno de la «mediación», «mediatización», «medialización», etc., llevaron a la autora —quien entonces se desempeñaba como presidenta de la distinguida asociación— a concluir críticamente que, no solo parecería exagerarse el papel de la centralidad mediática en la sociedad, sino que además era palpable un conflicto poco conciliable entre quienes parten del concepto de «mediación» como eje clave de análisis en la comunicación (término de uso común en el mundo anglosajón) y quienes —desde otras tradiciones lingüísticas y culturales— asumen la idea de «mediatización», como el punto de partida para escudriñar y describir el fenómeno.

Desde la perspectiva de Livingstone, la acepción más amplia de «mediación» encerraría una diversidad de procesos dentro de los que pueden considerarse los relacionados con la «mediatización» o la «medialización». Por lo tanto, de acuerdo con esta autora, la mediación como concepto analítico, resultaría más útil a la hora de describir la intervención de los medios en los procesos de cambio social. Con todo y ello, afrimaba Livingstone, resulta imposible negar que a pesar de las diferencias connotativas de estos y otros conceptos, «nuevos términos están emergiendo debido a que los estudios de comunicación están crecientemente involucrados en un diálogo global y por lo tanto multilingüe». Es decir, el fenómeno, global en su expresión, ha convocado a conceptos y expresiones culturales de muy diversa índole para capturar sus elementos escenciales.

De hecho, Hepp (2013) interpreta la postura de Livingstone como una manifestación de la necesidad de contextualizar la investigación de la mediatización a la luz de las transgresiones que los medios digitales llevan a cabo sobre la sociedad y la cultura, lo que finalmente se refleja en el hecho de que «todo se torna mediado».

En uno de sus textos más citados, Roger Silverstone (2004) sostiene, apoyado en un postulado de Isaiah Berlin, que el estudio de los medios es ineludible porque ellos constituyen una parte imprescindible de «la textura general de la experiencia». En tal sentido, la textura de nuestras experiencias cotidianas, individuales y sociales, atraviesa por el mundo de la mediación tecno-comunicativa. Los medios filtran y modelan las realidades cotidianas a través de sus representaciones —nos dice Silverstone. Proporcionan referencias para la conducción de la vida diaria y la producción y mantenimiento del sentido común. Los medios proponen un camino hacia los terrirorios ocultos de la mente y el significado. Por eso, afirma Silverstone, es menester «examinar los medios como un proceso, como algo que actúa y sobre lo que se actúa en todos los niveles, allí donde los seres humanos se congreguen, tanto en el espacio real como virtual, donde se comuniquen, donde procuren convencer, informar, entretener, educar, donde busquen de muchas maneras y con diversos grados de éxito conectarse unos con otros» (Silverstone, 2004.: 17-18). Y además, añade que el interés en la mediatización como proceso ocupa un lugar central porque responde a la necesidad de prestar atención al movimiento de los significados a través de los umbrales de la representación. Al reflexionar sobre la base tecnológica de la mediatización, Silverstone nos recuerda que «las tecnologías mediáticas e informacionales son ubicuas e invisibles». Están en todas partes aunque sea difícil percatarnos de tal realidad. Así pues, el entorno social está mediatizado en la medida en que no podemos prescindir de la interacción con y entre los medios.

Una de las tesis más arriesgadas de los tiempos recientes, vinculadas con la mediatización de la sociedad ha sido expuesta por Mark Deuze (2011; 2012) en sus conocidos textos sobre la «vida en medios» (media life). De acuerdo con este autor la inmersión creciente de las sociedades en el mundo de los medios ha llegado a invertir los términos de nuestra relación con tales tecnologías. Por una parte se encuentra el hecho, empíricamente constatado, de la cantidad de tiempo que los sujetos canalizan en los usos mediáticos, y por la otra en el hecho de que esas tecnologías han penetrado todos los rincones de la vida social. Así pues, las formas de interacción social tecnológicamente mediadas son ahora de tal magnitud e intensidad que deberíamos reconocer que «ya no vivivimos en compañía de los medios, sino inmersos en los medios» (Deuze, et al., 2012: 1). Y por si no bastara, este fenómeno se expresa de tal forma que el entorno mediático ha desaparecido, se ha tornado invisible:

En la medida en que los medios se tornan penetrantes y ubicuos, y forman los bloques con los que construimos las categorías de nuestra vida cotidiana (pública y privada, local y global, individual y colectiva) se vuelven invisibles de forma tal que, como sugiere Friedrich Kittler, nos cegamos frente a eso que le da forma principalmente a nuestras vidas… (Deuze, 2011: 137).

Así pues, los medios de comunicación no son entidades externas a nuestra experiencia, operan en la paradoja de estar tan presentes en nuestra cotidianidad que perdemos el rastro de los mismos, se invisibilizan. En la medida en que están en todas partes, están en ninguna parte. Además, las tecnologías mediáticas conforman el entorno referido por De Jong y Schullenburg, y por Silverstone, como «mediopolis»; es decir, una esfera pública mediatizada en la que los medios penetran y soportan las experiencias y las expresiones de la vida cotidiana (Deuze, 2012).

Partiendo de preocupaciones similares, otras aproximaciones académicas de la investigación de la comunicación, se han inclinado por asumir el concepto de «mediatización» como eje nodal de análisis. El punto de partida de estas posturas es relativamente sencillo; se trata de describir y analizar «los cambios sociales en las sociedades contemporáneas altamente modernizadas y el papel que los medios y la comunicación mediada juegan en esas transformaciones» (Lundby et al., 2009: 1). Se trata, de acuerdo con Krotz (2009: 23), de entender que el término «mediatización» describe un proceso de largo plazo, histórico, en movimiento, en el que emergen más y más instituciones mediáticas. Esta postura contempla los cambios, en todo tipo de instituciones, articulados por la comunicación mediada; desde las económicas y políticas, pasando por las culturales, científicas y religiosas. Ello incluye, de igual manera, a los propios medios de comunicación, puesto que estos «también están cambiando... (es decir) la tecnología, las organizaciones mediáticas y su producción, y el consumo mediático».

Pero, ¿cómo definir entonces el fenómeno llamado mediatización? Comencemos por reconocer que los abordajes son diversos aunque todos parecen apuntar en una dirección. O mejor dicho, en un par de direcciones que reflejan el mismo fenómeno. Así pues, la influencia ejercida por los medios sobre la sociedad y la cultura se manifiesta en dos vertientes; por una parte, en la creciente autonomía institucional de los medios vis a vis otras instituciones sociales (partidos políticos, gobierno, iglesias, aparato educativo, etcétera) y, por la otra, a través de la creciente permeabilidad de estas instituciones (y de los sujetos) ante la acción de los medios. Tal y como lo sugiere Hjarvard (2008), en el escenario contemporáneo los medios emergen como instituciones independientes, por derecho propio, con una lógica particular a la que las otras instituciones sociales deben acomodarse, al tiempo que los medios se vuelven parte integral de las prácticas de otras instituciones.

Estamos, entonces, ante un panorama que reconoce la influencia mediática por la vía de la adecuación que una gran cantidad de instituciones políticas, económicas y culturales deben realizar a la «lógica de los medios», a sus formas de operación, en tanto que al mismo tiempo se desvela la autonomía institucional de los medios vis a vis el entramado institucional de la sociedad.

La autonomía institucional de los medios se traduce, entre otras cosas, en una relativa subordinación de otras instituciones sociales a la lógica mediática. Por ello, Hjarvard se pregunta: «¿cuáles son las consecuencias de la adaptación gradual y creciente de las instituciones centrales de la sociedad y de la cultura en que vivimos a la presencia de medios interventores?» La respuesta no es sencilla, pero exige reconocer en principio que la sociedad y la cultura no pueden ser escindidas —analíticamente— de los fenómenos mediáticos. Mismos que al decir de Mazzoleni (2008) tienen que ver con una combinación de lógicas comerciales, tecnológicas y culturales: «el concepto de mediatización de la sociedad indica el grado de influencia de los medios en todas las esferas sociales. Por tanto, es importante observar cuáles son los (principales) espacios que son influenciados por el sistema de medios (sin olvidar que el sistema de medios es tanto una tecnología cultural como una organización económica). En términos amplios y generales —afirma el mismo autor— todas las principales áreas de la sociedad resultan impactadas por la vinculación entre medios y sociedad; las relaciones de género y generacionales; las desviaciones, el control y la supervisión, la religión y las dimensiones rituales, las relaciones de poder, el entorno urbano y la vida en las ciudades, los procesos de globalización y locales, etcétera» (citado en Stombäk y Esser, 2009: 208).

Por su parte, la independencia institucional de los medios implica, de acuerdo con Hjarvard, que otras instituciones se vuelven dependientes de los recursos que los medios controlan y supone, también, el sometimiento a las reglas de operación de los medios para acceder a esos recursos (por ejemplo, al poder simbólico al que aspira toda fuerza dominante). Por eso la mediatización debe entenderse como un «proceso en donde la sociedad, cada vez más, se somete o se vuelve dependiente de los medios y sus lógicas. Este proceso se caracteriza por una dualidad en la que los medios se integran a las operaciones de otras instituciones sociales mientras que también adquieren el estatus de instituciones sociales por derecho propio.»

Por tanto, en juego está una subordinación que supone la adaptación del modo de operación de las «instituciones centrales» (familia, trabajo, política, religión, etc.) a lo que se refiere como «lógica de los medios» (Altheide y Snow, 1991) ¿Y de qué manera debería entenderse esta lógica de funcionamiento mediático? Todo apunta a que la lógica que impera en los medios atraviesa por formatos y agendas de representación y/o construcción de realidades sociales en el entorno simbólico. Es decir, se relaciona con el cómo y el qué de los mensajes informativos y de entretenimiento que a final de cuentas encuadran, enfatizan y le dan forma a las representaciones sociales de la realidad construida por los medios. La textura de nuestras experiencias.

Siguiendo a Altheide y Snow (1991), se puede decir que tal lógica debería entenderse como «el proceso a través del cual los medios presentan y transmiten la información». Así, entonces, los «elementos de esta forma de transmisión y de representación incluyen los diversos formatos y medios utilizados por las instituciones mediáticas… Los formatos remiten, en parte, a la manera en cómo el material (informativo o de entretenimiento) se organiza; al estilo en que es presentado, a los énfasis de características específicas, y a la gramática de la comunicación. El formato se convierte en un marco o perspectiva que es utilizado para presentar y para interpretar los fenómenos» (citado en Stömback y Esser, 2009:10).

No se trata, desde luego, de pensar en el fenómeno de la mediatización de una manera causalmente simple. No es una influencia unidireccional ni absoluta la que ejercen los medios sobre la sociedad, como tampoco se trata de una forma homogénea de representación de la realidad la que prevalece en los medios. De igual manera, al decir de la mayoría de los autores que suscriben la idea de la mediatización, no se trata de asumir un determinismo tecnológico emanado de los medios como manifestación del impacto que ejercen sobre la sociedad. La idea direccional de causa y efecto, no resulta útil para aproximarse a la mediatización social. La clave radica en aceptar que los medios no existen como entes «externos» al devenir social, ejerciendo una inflencia o efecto específico, ni en el hecho de que forman parte de la fábrica cultural, sino en el hecho de que constituyen el mismísimo «aire cultural que respiramos» (Hoggart dixit) en este entorno saturado mediáticamente (Hepp, 2013). Es menester, pues, considerar la mediatización bajo el principio de que ésta remite a un ambiente social complejo en el que la interacción y la influencia de los medios no es causal sino medioambiental (Clark, 2009).

La «mediatización», afirma Schulz (2004), al igual que otros conceptos de uso generalizado como la globalización, la comercialización y la individualización, conlleva una función crítica y expresiva. Una función generalmente utilizada para evaluar críticamente el cambio social desde posturas y actitudes políticas. Pero su valor científico y heurístico solo puede sostenerse en la medida en que el significado quede claramente establecido. Para este autor, la mediatización remite a los cambios asociados con los medios y su desarrollo. Más específicamente con los procesos de cambio social en los que los medios juegan un papel clave como instrumentos de extensión, sustitución, amalgamamiento y acomodo social.

¿Cómo entender estas «funciones», o tal tipo de intervenciones mediáticas en la sociedad? Siguiendo a McLuhan, Winfried Schulz afirma que «en la medida en que (los medios) extienden las capacidades naturales de comunicación de los seres humanos, son expresión de la cultura tecnológica en un sentido antropológico» (los medios son las extensiones del hombre, en palabras de McLuhan). Su papel se vuelve determinante para modificar las condiciones espacio temporales de la comunicación humana. Trastocan y amplían la capacidad humana de estar en contacto con otros.

En el mismo sentido, Schulz plantea que los medios sustituyen parcial o totalmente, actividades sociales y dinámicas institucionales, y modifican su carácter particular. De acuerdo con ello, la tecnología de comunicación suple funciones anteriormente adscritas a sujetos o instituciones e incide en nuevas formas de interacción social (por ejemplo, la banca en línea hace prescindir de los cajeros humanos tanto como mirar televisión reemplaza la interacción/convivencia familiar). Por otra parte, el mismo autor afirma que los medios amalgaman actividades de muy diversa naturaleza: «el uso de los medios está entretejido con la vida cotidiana; permea la esfera profesional, la economía, la política y la esfera pública.» Actividades no mediáticas se amalgaman con actividades mediáticas en la rutina de los sujetos. Comemos mientras observamos la televisión, escuchamos la radio mientras manejamos y quizá lo más importante, las definiciones de la realidad emanadas de los medios se unen a las definiciones sociales de la realidad.

Por último, la importancia de los medios de comunicación, sostiene Schulz, no solo se manifiesta por el impacto que provocan en otras esferas de la vida social (por ejemplo, en la economía), sino por la manera creciente en que están obligando a una diversidad de actores e instituciones sociales a acomodar su forma de operación a la lógica de los medios. La política, el deporte, el entretenimiento, por mencionar algunas actividades sociales, se ven crecientemente obligadas a adecuar sus dinámicas a los formatos y tiempos de los medios; es decir, a ajustarse a la «lógica mediática», para su desarrollo tal y como lo señalamos con anterioridad. O como sostiene Livingstone (2009: 6) «en la actualidad, los medios no sólo intervienen entre quienes formamos parte de la sociedad, sino más crucialmente, anexan una gran parte de poder al mediatizar —subordinar— la autoridad previa de gobiernos, sistemas educativos, iglesias, la familia y demás.»

La mediatización, entonces, se convierte en un concepto que refleja y ayuda a interpretar los cambios sociales vinculados con las tecnologías de comunicación, muy particularmente con los medios. Un concepto asociado, además, con las funciones centrales de los medios: con su función de mediación/distribución de información; con su función semiótica, de codificación y decodificación de mensajes, de construcción social de significados; y con su función como resorte de la economía (incluyendo su predominante forma de empresa comercial). Ese es el aporte heurístico de un concepto que debe ser revisado a la luz de la creciente transformación del entorno mediático.

En suma, para los fines de esta reflexión es menester considerar diversas aristas contenidas en el término en cuestión: en primera instancia, la dinámica de creciente subordinación de las lógicas de otras instituciones y procesos sociales a las de los sistemas de comunicación mediada; en segundo lugar, las manifestaciones del peso mediatizador en la economía, una variable sin la cual es imposible delinear parte del informacionalismo global vigente; y en tercera instancia, la saturación mediática de las sociedades contemporáneas expresada a través del intenso consumo de mensajes provenientes del ecosistema mediático, una realidad que parecería desvanecerse, por cotidiana, ante nuestro ojos. La mediatización de las instituciones y de los más diversos procesos sociales, la relevancia incuestionable de la economía mediática y la paulatina conformación de una «sociedad audiencia» que se debate entre la pasividad y la interactividad son los puntos que sostiene los argumentos aquí esgrimidos. Por ello, es necesario tener en cuenta que la idea de mediatización social adquiere relevancia como marco conceptual de referencia cuya finalidad consiste en abordar el estudio y el análisis del modo de operación de las sociedades contemporáneas. Sociedades que tienen en la comunicación tecnológicamente mediada un eje incuestionable.