Mediatización social. Poder, mercado y consumo simbólico

 

 

Título del Capítulo: «Reflexiones en torno a la sociedad audiencia»

Autoría: Pablo Arredondo Rodríguez

Cómo citar este Capítulo: Arredondo Ramírez, P. (2016): «Reflexiones en torno a la sociedad audiencia». En Arredondo Ramírez, P., Mediatización Social. Poder, mercado y consumo simbólico. Salamanca: Comunicación Social Ediciones

ISBN: 978-84-15544-91-3

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c4.emcs.12.ei10

 

 

 

Reflexiones en torno a la sociedad audiencia

 

 

Comunicarse es y ha sido una función inherente a nuestra condición de especie: somos seres de intercambio simbólico, de signos y significados. Pero si algo nos distingue en la actualidad de etapas anteriores, es la creciente naturaleza de sociedad-audiencia en la que nos hemos transformado. Es decir, nos distinguimos por ser una sociedad expuesta a gran cantidad de mensajes surgidos de un ecosistema mediático que parece permear cada vez más todas y cada una de nuestras actividades cotidianas, al grado de que en momentos resulta complejo distinguir la fusión de nuestras actividades rutinarias con las tecnologías de la comunicación. En otras palabras, la sociedad contemporánea no se explica al margen del ascendente consumo e intercambio de datos y representaciones mediadas por las tecnologías de la información y la comunicación.

La idea de la sociedad audiencia, si bien resulta más pertinente que nunca antes, no es en modo alguno novedosa. Está vinculada a los procesos que históricamente alimentaron la incipiente mediatización de la cultura (lo que aquí hemos llamado «modernidad lejana») y que derivaron en lo que ahora se refiere como la «sociedad de la información», «sociedad informacional» o «sociedad mediatizada», solo por mencionar tres de las acepciones utilizadas en el argot académico. La sociedad audiencia se alimentó, originalmente, por su propensión a consumir relatos de toda naturaleza en contextos interpersonales y evolucionó hacia el consumo permanente y ascendente de signos y significados en un entorno mediado por una gran cantidad de tecnologías aplicadas a la comunicación.

 

En busca de la audiencia mediática y mediatizada

 

Tal y como se sugirió en los capítulos anteriores, la mediatización social se aceleró con la llegada de la modernidad más próxima, la del capitalismo industrial en su fase monopólica. El siglo xx fue determinante en este sentido. La irrupción y descubrimiento de la sociedad de masas en los albores del siglo pasado, estuvieron marcados por el desarrollo de los medios «masivos» de comunicación. De esta manera, en los medios de comunicación se manifestó el «signo de los nuevos tiempos», y la correspondencia entre desarrollo tecnológico y sociedad. Así fue como se plasmaron nuevos desarrollos en el mundo de la comunicación; la prensa que rebasaba el ámbito de las élites para convertirse en un medio popular (penny press), el cine que convocaba multitudes y fantasías aglutinadas, y la radio que penetraba la intimidad de millones de hogares y de conciencias. Poco después, prácticamente en la mitad de la centuria, arrancaría la hegemonía de la televisión, su majestad la pantalla «chica». El medio que hasta nuestros días involucra la mayoría de los procesos de consumo simbólico a los que estamos expuestos. Tales procesos sociales y desarrollos tecnológicos fueron igualmente acompañados por una preocupación natural acerca del impacto de los medios masivos en la conformación cultural, simbólica, de la sociedad y en el comportamiento de los individuos.

Mucho terreno se ha recorrido, e igual tinta se ha vertido, desde los primeros intentos de explorar la influencia de los medios en el entorno social e individual. La vasta literatura al respecto esboza cómo a partir de principios teóricos y metodológicos muy diversos (algunos de ellos incompatibles), surgieron y se desarrollaron estudios sobre la gestación de la sociedad audiencia, sociedad mediatizada, sus características y sus dilemas.

El impacto de los medios masivos sobre el comportamiento y sobre la mente de los individuos fue, desde muy temprano, un tema recurrente para académicos, filósofos y, porque no decirlo, para los actores del poder político. Se trata de un tema central que ha concitado en el último siglo debates, encuentros, desencuentros, hipótesis y contra-hipótesis (conjeturas y refutaciones) en el mundo de quienes analizan a estas instituciones generadas por la modernidad tardía (Jensen y Rosengren, 1990; McQuail, 1997). En su momento, Wolf (1992: 9) sintetizó este vaivén en los siguientes términos: «El problema del grado de influencia de los media en el individuo y en su comportamiento, en la sociedad y en sus tendencias, ha recibido en varias épocas muchas y diferentes respuestas… Toda la historia de la investigación comunicativa se ha visto determinada de varias maneras por la oscilación entre la actitud que detecta en los media una fuente de peligrosa influencia social, y la actitud que mitiga este poder, reconstruyendo la complejidad de las relaciones en las que los media actúan.» Un vaivén conceptual alimentado por contextos específicos. Una historia que no debería interpretarse de manera lineal aun cuando responde a fluctuaciones cíclicas.

Son ya clásicas las referencias a los momentos que marcaron cierta visión sociológica de los medios y de su influencia en la todavía breve historia de la comunicación masificada. Cómo ignorar, por ejemplo, la genialidad de Orson Wells y las consecuencias no buscadas de la adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, obra de ciencia ficción de H.G. Wells que recrea la invasión de seres extraterrestres, y cuya transmisión el 30 de octubre de 1938 generó un revuelo de mayúsculas proporciones entre las audiencias del programa patrocinado por la cbs en Estados Unidos. ¿Cómo no concebir a los medios como poderosos agentes de control y manipulación frente a las manifestaciones de histeria colectiva que se sucedieron aquella noche en ciertas zonas del territorio estadounidense?

No hay que obviar que esos eran los tiempos, además, en los que se erguía la sombra del totalitarismo fascista en Europa, marcado por la movilización de las masas y la creciente propaganda que fluía por los medios, en particular a través de la radio y el cine. Goebbels y la propaganda como estrategia para cooptar a las mentes. A ello se sumaba la «utopía revolucionaria» de los años veinte y treinta que giraba en torno de la dictadura del proletariado, inspirada en los postulados originales de Lenin, y que terminaría consolidándose —gracias a Stalin— como la dictadura del partido y de la burocracia sobre masas atemorizadas. ¿Cuánto del apoyo de los conglomerados humanos a los líderes de tendencia autoritaria era explicable a partir de las intensas campañas propagandísticas? La apreciación de los «todopoderosos medios» compaginaban con tendencias observables en la cotidianidad de sociedades crecientemente urbanas, segmentadas y diferenciadas por una parte, pero homogéneas y masificadas, por la otra.

Ahora sabemos que más allá del espacio estrictamente académico, pensadores de la talla y la profundidad de Antonio Gramsci reflexionaban, desde la reclusión de las cárceles fascistas de Mussolini, en torno al complejo fenómeno de la dominación, de la hegemonía de la clase dominante; de la dependencia ideológica y emocional de las clases subordinadas, en donde la comunicación y sus medios, al igual que la educación y la cultura en general, tendrían un papel fundamental que jugar. Dominar era algo más que un intento por atemorizar (aunque seguramente estaba implicado); suponía un proceso de apropiación por la sociedad subordinada de visiones y valores que respondían a los intereses de la clase hegemónica a través de procesos complejos de culturización. Años antes, en un escenario muy diferente y con otros propósitos, el connotado pensador estadounidense Walter Lippmann (1922) se había cuestionado en Public Opinion sobre la intrincada construcción de representaciones sociales en la mente de los individuos en su clásica formulación: «the world outside and the pictures in our heads». Eran los prolegómenos de las reflexiones modernas sobre la opinión pública, su formación y desarrollo. Y ahí los medios también tenían algo que decir. ¿Cómo se construían esas representaciones del mundo? ¿Cuánto de ello era responsabilidad de la comunicación?

A partir de muy distintos ejes axiomáticos, en el primer tercio del siglo xx un cierto tipo de pensamiento teórico y de sentido común pretendía responder a inquietudes equivalentes (de profundidad muy contrastante): ¿era posible manipular las mentes y las emociones a través de mensajes diseñados ex profeso?, ¿qué tan vulnerables podrían ser los individuos y las masas frente al martilleo de los mensajes de la propaganda? Las inquietudes no eran novedosas, pero sí el contexto en que se planteaban. Si en su momento el ideal revolucionario de Lenin, durante los años previos y posteriores a la revolución de octubre de 1917, lo llevó a concebir a la prensa como un «instrumento» para la organización (léase adoctrinamiento) del proletariado, en la antesala de la segunda guerra mundial los entonces nuevos medios, ya consolidados, como la radio y el cine, se presentaban como estratégicos aparatos de movilización y apoyo de las masas a sus líderes.

Sin que necesariamente existiera una formalización de lo que popularmente se conoce como «la teoría hipodérmica» de la influencia de los medios, parece haber un consenso en relación con el punto de partida de lo que hoy se considera la génesis del estudio de las audiencias mediáticas (Wolf, 1992). Ese punto de partida tuvo que ver con la visión de un poder exacerbado, o si se quiere simplemente exagerado, de los medios sobre los individuos. Un poder en el que las mediaciones de otra naturaleza no parecían intervenir entre los mensajes emitidos por los medios —y sus intenciones— con el proceso de apropiación de los mismos por las audiencias.

La literatura que aborda comprensivamente el estudio de las audiencias (De Fleur y Ball-Rokeach, 1982; Wolf, 1987; 1992; McQuail, 1997; Jensen y Rosengren, 1990; Nigntingale, 1996; Livingstone, 2003, 2004 y 2005; Schroder, 1987; Ruddock, 2001; Huertas Bailén, 2002, Callejo, 2001; Dayan, 1997, entre muchos más) refleja y localiza esta tendencia a partir de concepciones sociológicas más amplias, como las que abordan los efectos sociales de la modernidad y la industrialización. La hipótesis de la «sociedad de masas», sus implicaciones filosóficas, sociológicas y políticas, es, como ya señalamos, particularmente ilustrativa al respecto. Tal y como lo expresara en su momento McQuail (1997: 6-7):

La primera formulación teórica del concepto de audiencia de los medios brota de las consideraciones más amplias relativas a la cambiante naturaleza de la vida social en la sociedad moderna… La masa era vista como un producto de las nuevas condiciones de la sociedad moderna, urbana e industrial, especialmente considerando su escala, su anonimato y su carencia de raíces. Es típicamente una amplia agregación de individuos sin vínculos, desconocidos entre ellos mismos, pero con una atención convergente en algún factor externo que se localiza fuera de su entorno personal y de su control… la masa carece de organización, de estructura estable, reglas y liderazgo… no cuenta con una localización fija.

Remitiéndose a una considerable cantidad de pensadores y académicos que van desde Eric Fromm y Hanna Arendt hasta Melvin de Fleur y Ball-Rokeach, el investigador estadounidense W. Russell Neuman (1991: 105-109) sostiene que «la sociedad de masas se caracteriza por la homogeneidad de la población masiva y por la debilidad de las relaciones interpersonales y grupales». En ese sentido, la sociedad de masas sería la consecuencia de los intensos procesos de industrialización y urbanización implantados en los albores de siglo pasado, o tal vez desde finales del siglo xix, y en las que se observaban las siguientes tendencias sociales: 1) la declinación de la vida familiar, 2) el desarrollo de lugares de trabajo alienantes, 3) la declinación de la comunidad local, 4) el debilitamiento de los lazos religiosos, 5) y su equivalencia con relación a los lazos étnicos y, finalmente, 6) la disminución de la participación en asociaciones voluntarias. En otras palabras, un caldo de cultivo presumiblemente ideal para el aislamiento social y por tanto para el control y la manipulación de los individuos. Ello abonaría, entre otras cuestiones, la comprensión del surgimiento de identidades e ideologías como las profesadas por las fuerzas que encarnaban los movimientos de corte nacionalista y totalitario.

Como sugiere McQuail (1997: 7): «referirse a la audiencia como masa reflejaba temores hacia la despersonalización, la irracionalidad, la manipulación, y en general hacia la degradación de los estándares morales y culturales. Pero como han apuntado críticos posteriores, el verdadero problema no radicaba en la existencia de ‘las masas’, sino en la tendencia a tratar a la gente como si fuera masa.» Las pulsiones iniciales con las que se buscó interpretar la naturaleza de la audiencia en un mundo cambiante que incluía, necesariamente, la irrupción de las tecnologías de la comunicación con capacidad de llegar a amplios conglomerados, fue paulatinamente problematizado desde el mundo de la academia. Los procesos de control y manipulación social no podían ser considerados tan elementales.

 

Audiencia, tradiciones y mediaciones

 

Con toda pertinencia, Huertas Bailén (2002) ha afirmado que «la audiencia es un concepto flexible y cambiante». Así parece corroborarlo los estudios diacrónicos del fenómeno. Por ejemplo, la visión original de una audiencia supeditada/acrítica, o indefensa frente a la avalancha de los mensajes emanados de los medios, cada día más ubicuos y populares, fue mutando paulatinamente con el tiempo. El concepto de audiencia fue asumiendo una naturaleza más sofisticada con el devenir de nuevas incursiones desde el mundo de la investigación sociológica. De forma tal que hacia la cuarta década del siglo pasado las contribuciones elaboradas por investigadores como Harold Lasswell y Paul Lazarsfeld, en el terreno de la propaganda bélica y de la incipiente comunicación política, respectivamente, dieron por resultado una concepción más elaborada de la audiencia y de los potenciales «efectos» de la comunicación masiva.

La idea de audiencia masiva, homogénea e inerte, dio paso a la percepción de la audiencia constituida por una diversidad de rasgos, características, y circunstancias que determinaban el comportamiento de los individuos frente a los medios y, por ende, la potencialidad de estos últimos frente a la audiencia. Como ya lo señalamos, buena parte del concepto de audiencia como un ente «relativamente activo» y diversificado se derivó de las indagaciones que dieron origen a la llamada Communication Research y/o Administrative Research estadounidense en la que fue clave el trabajo del austriaco Paul Lazarsfeld, en los años previos y posteriores a la segunda guerra mundial (Livingstone, 2006).

Fenómenos como el derivado del «pánico colectivo» que se manifestó con la transmisión radiofónica de La guerra de los mundos, llevaron a indagar con mayor cuidado las consecuencias de tal suceso. El estudio de Cantril (1940) fue particularmente relevante para establecer un principio de mediación en aras de explicar las diferencias en la reacción de la audiencia frente al programa de marras. Cantril acuñó entonces el concepto de «habilidad crítica» como una forma de explicar la diferencia entre quienes se inclinaron con mayor facilidad a creer en la fantasía adaptado por el joven director de teatro. Como bien afirma Wolf (1994: 4), Hadley Cantril desarrolló el término critical ability «para poner de manifiesto una serie de factores (vinculados a la personalidad de los radioyentes, a las condiciones en los escuchas que han seguido las transmisión, al clima general que caracterizaba en aquel momento histórico la sociedad americana) que explican por qué algunos reaccionaron con manifestaciones de pánico y otros reconocieron en seguida la naturaleza de la ficción del programa de Wells.» Las audiencias no eran, por consecuencia, ni pasivas en su totalidad ni reaccionaban homogéneamente.

Estudios posteriores, llevados a cabo en circunstancias distintas, reforzaron la idea de que entre el medio, el mensaje y los receptores operaban otros factores de mediación. Tal fue el caso de los estudios de finalidad electoral realizados por Lazarsfeld, Katz y Berelson, entre otros, que durante la década de los cuarenta y cincuenta permitieron desarrollar modelos más complejos de la interacción de los procesos comunicativos (cfr. capítulo 2 de este trabajo). La pertenencia a grupos «primarios» de referencia, las características sociodemográficas de los sujetos y los modos de interacción con el entorno inmediato explicaban, en cierta medida, la variabilidad del poder de persuasión mediática. Se percibía, entonces, un cierto grado de autonomía de las audiencias en el proceso comunicativo a partir de la introducción de los múltiples elementos intervinientes.

Sin duda, uno de los elementos que surgieron a partir de la problematización de la audiencia y el análisis empírico de sus comportamientos tuvo que ver con la aparición del «grupo» como el elemento de pertenencia más significativo de los sujetos-receptores, con lo cual la idea de «masa» fue, al menos en esta tradición de investigación, diluyéndose paulatinamente. El «grupo» (primario o de referencia) se constituyó en un factor de mediación importante para comprender los procesos de apropiación de los mensajes por parte de los individuos que ya no se concebían como entes aislados e indefensos.

Aunque, como bien sostiene McQuail perspectivas teóricas de otra naturaleza, entre las que se distingue la sociología crítica, mantuvieron hasta muy entrado el siglo pasado una concepción implícita de la sociedad audiencia inerte y masificada. Es decir, una concepción de audiencia pasiva. Pensadores de la talla de C. Wright Mills, Adorno y Marcuse encarnaron las posturas menos optimistas de las potencialidades de las audiencias frente la avalancha mediática que por entonces comenzaba a intensificarse:

La generación de críticos de los medios surgidos en el periodo inmediato posterior a la Segunda Guerra Mundial mostraba intereses populares a favor de la democracia, pero eran pesimistas acerca de la capacidad de la audiencia de medios para resistir la explotación de la sofisticada «industria de las conciencias» (McQuail, 1997: 12-15).

Sin embargo, el desarrollo posterior de aproximaciones críticas como las impulsadas por la llamada corriente de «estudios culturales», en sus muy diversas acepciones, asumieron la visión de un polo receptor con capacidades no solo para resistir sino para re-significar el torrente de mensajes mediáticos. En ese sentido, la postura de académicos críticos como Raymond Williams y Stuart Hall, en Inglaterra, Umberto Eco, en Italia o Todd Gitlin, en Estados Unidos, vinieron a modificar, en parte, la visión «apocalíptica» (Eco, 1965) de la sociedad audiencia. En América Latina, la escuela de los llamados «estudios de recepción» alimentaría, durante los años ochenta y posteriores, una concepción endógena de la resistencia de las audiencias frente a los medios. Sin duda, el pensamiento teórico de Jesús Martín Barbero, con su énfasis en la idea de las mediaciones sociales, resultaría en fuente de inspiración de la escuela aludida en nuestro subcontinente.

Sea como fuere, el vaivén conceptual relativo a la capacidad de influencia de los medios sobre los individuos recorrió durante prácticamente todo el siglo xx muy diversos territorios que mantienen, en la actualidad, cierta vigencia. La taxonomía de tradiciones de investigación que buscaron comprender por un lado el verdadero poder de los medios, en su dimensión simbólica y, por otro, la capacidad de la sociedad-audiencia para procesar (crítica y/o acríticamente) los mensajes emanados de la industria cultural, ha sido dibujada múltiples veces sin seguir un patrón homogéneo aunque con relativos puntos convergentes. Por ejemplo, ha sido común agrupar cierto tipo de aproximaciones empíricas al estudio de la influencia mediática considerándolos como parte de la escuela de «los efectos». A su vez, el estudio de los «efectos» ha sido sinónimo de «empirismo» y de «cuantificación», aunque en honor a la verdad de ella han emanado hipótesis teóricas de indiscutible relevancia. Se trata de una corriente profundamente arraigada en la academia anglosajona, particularmente estadounidense, que aun cuando ha arrojado luces intermitentes sobre el fenómeno no ha sido capaz de cerrar el complejo proceso de la recepción-consumo-apropiación de mensajes masivos.

A la idea de los «efectos» se han opuesto tradiciones que parten de la visión empíricamente dura pero invertida de la misma lógica (en lugar de preguntar «qué le hacen los medios a las audiencias», se cuestionan «qué hacen las audiencias con los medios»). Corrientes opuestas también son y han sido aquellas identificadas con la idea de la resistencia de los receptores frente a la imposición mediática. De acuerdo con ello, los medios tienen influencia relativa, mediada por múltiples factores estructurales, que rebasan la simple caracterización de los sujetos-receptores en variables medibles y cuantificables.

Los intentos de clasificar, agrupar y analizar las diversas corrientes teóricas y metodológicas han permitido dibujar una historia de lo que todavía se considera un fenómeno de reciente aparición sociológica; el estudio de la sociedad-audiencia. En ese sentido Jensen y Rosengren (1990) refieren a cinco diferentes «tradiciones de investigación de las audiencias», cuyos postulados teóricos y metodologías de abordaje han marcado la indagación del fenómeno aludido al menos hasta hace pocos años. De acuerdo con ellos, el análisis de las audiencias se puede agrupar en un puñado de tradiciones de investigación referidas, genéricamente, de la siguiente manera: 1) la investigación de los efectos, 2) la investigación de usos y gratificaciones, 3) la crítica literaria, 4) los estudios culturales y 5) los análisis de recepción. Y al decir de estos autores, «aun en los casos en que ciertas similitudes de estas tradiciones puedan ser obvias, sus representantes no siempre parecen ser conscientes de la existencia de los otros».

Por su parte, McQuail (1997) se inclina por modificar la propuesta de Jensen y Rosengren, tomando en cuenta tres grandes tradiciones o corrientes de investigación de las audiencias, excluyendo a la escuela de la crítica literaria como fuente de explicación pertinente. Así, McQuail propone que el fenómeno indagatorio en cuestión pueda abordarse desde la corriente «estructural», la «conductual» y la «sociocultural». Con excepción de la llamada tradición «estructural», que pretende analizar «la relación entre el sistema mediático y el uso que los individuos le dan a los medios» (1997.: 17), McQuail trata de agrupar bajo otra denominación, y con observaciones más precisas, las tendencias descritas por Jensen y Rosengren, en particular la de los llamados «efectos» (con sus diversas aproximaciones) y dos tendencias convergentes como las de los estudios culturales y de recepción.

La tradición del análisis de los «efectos» habría recorrido un extenso trecho que arranca básicamente con los estudios de la propaganda bélica y de la influencia política en coyunturas electorales, hacia el tercer y cuarto decenio del pasado siglo, y se extiende hasta el desarrollo de hipótesis y modelos de muy diversa naturaleza en los años setenta y ochenta. Entre las propuestas más notables, al decir de Jensen y Rosengren, se encuentran por ejemplo los estudios de «establecimiento de agenda», los enfocados al análisis de las «brechas de conocimiento», el estudio de la «espiral del silencio» y la aproximación conocida como el «análisis del cultivo». Todas ellas, de una u otra forma, partiendo de la idea de una sociedad (grupos e individuos) expuesta a los estímulos sistemáticos emanados de los medios (mensajes cotidianos-avasalladores) y afectada (fuerte o débilmente) por los mismos (a corto o mediano plazo). Muchas de ellas, también, asociadas al nombre de connotados investigadores de la comunicación como Paul Lazersfeld, Elihu Katz, Maxwell McCombs y Donald Shaw, Elizabeth Noelle-Neumann, Philipe Tichenor, George Donohue, Clarice Olien, y George Gerbner, entre otros.

Las conjeturas desarrolladas por estas aproximaciones se desplazan desde los aspectos conductuales (originalmente asumidos por los propagandistas) hasta los cognitivos, pasando por los actitudinales. Tomemos para ilustrar el caso de la agenda-setting, o hipótesis del establecimiento de agendas. El planteamiento original de los estudios de agenda sugirió que la verdadera influencia de los medios sobre los individuos no radicaba en fijar los contenidos mediáticos en la mente de los receptores sino en establecer las prioridades informativas y cognitivas de los mismos. Ahí se localizaría la influencia social de los medios y los efectos de los mismos. Uno de los propulsores originales de esta conjetura lo expuso en los siguientes términos: «La gente tiende a incluir o excluir de sus propios conocimientos lo que los media incluyen o excluyen de su propio contenido. El público además tiende a asignar a lo que incluye una importancia que refleja el énfasis atribuido por los mass media a los acontecimientos, a los problemas, a las personas» (Shaw, 1979, citado en Wolf, 1987: 163).

Los efectos cognitivos implícitos en la hipótesis del establecimiento de agendas han derivado en subsecuentes hipótesis como la que se refiere al desarrollo de marcos de interpretación (framing) asumidos por los sujetos-receptores, marcos que se desprenden de las ponderaciones que los medios realizan en su labor informativa, de tal forma que:

…la noticiabilidad de los acontecimientos, la constante enfatización de algunos temas, aspectos y problemas forma un marco interpretativo, un esquema de conocimientos, un frame, que se aplica (más o menos concientemente) para dar sentido a lo que observamos (ibíd.:165).

Agenda informativa, priorización (priming) y enmarcado (framing) son conceptos fuertemente vinculados a lo que podría considerarse una corriente de «efectos cognitivos» de la comunicación, en la que las neurociencias tienen mucho que aportar (Castells, 2009: 214-227). La priorización se entiende como una extensión natural del establecimiento de agendas, en la medida en que se refiere a la manera en que los medios no solo incluyen, jerarquizan o excluyen determinados temas (agendas), sino que al hacerlo pueden moldear los criterios de interpretación que operan en la mente de los sujetos. Se trata, desde luego, de un complejo proceso de apropiación de mensajes que derivan en la forma en que damos sentido a la realidad social y política.

La corriente de los estudios de «efectos» ha desarrollado otras teorías de mediano rango que pretenden explicar la acción de los medios sobre las audiencias. Más allá del empirismo abstracto en que han sido encajonadas algunas de estas aproximaciones, algunas de ellas han resultado fuentes de análisis crítico del estado que guarda la vinculación entre sociedad, medios y audiencias. Sus conjeturas han puesto en tela de juicio las bondades del estado dominante de las cosas. Así, por ejemplo, la hipótesis de las «brechas de conocimiento» establece que la posición de los sujetos en la estructura social guarda una estrecha relación (estadísticamente probada y probable) con la capacidad de los sujetos de adquirir información y desarrollar conocimiento sobre ciertos asuntos de relevancia. De tal forma que el posicionamiento social de los individuos determina el grado y la calidad de la información obtenida, y los medios, como principales fuentes de emisión informativa juegan un papel determinante en este fenómeno, de tal forma que:

En la medida en que aumenta la información de los medios que penetra al sistema social, los segmentos socioeconómicos de mayor estatus tienden a adquirir esa información más rápidamente que los segmentos de estatus socioeconómicos inferiores, de tal manera que la brecha de conocimiento entre ambos tiende a incrementarse en vez de decrecer (Tichenor, Donohue y Olien, 1970: 159-160).

La hipótesis aludida modifica el centro de atención de los efectos mediáticos al considerar la variable socioeconómica, el estatus de los sujetos, y no a los medios, como la fuente de una diferenciación en la capacidad de apropiación del conocimiento. El factor de mediación radicaría, entonces, en variables de tipo estructural.

Desarrollada a principios de los años setenta, por los estadounidenses Tichenor, Donohue y Olien, la hipótesis de las «brechas de conocimiento» planteaba no solo un «efecto diferencial» de los mensajes entre las audiencias sino la idea de que la brecha de conocimiento entre los segmentos mejor ubicados (económica y educativamente) en la sociedad y aquellos en situación desventajosa tendía a aumentar con el tiempo como resultado de las dinámicas informativas predominantes. No era solo una diferencia, sino una diferencia creciente, con las consecuencias previsibles. Las desigualdades se reproducirían y ensancharían por la intervención de los medios. O como sostiene Wolf (1994: 78) al exponer la conjetura en la que se basa esta corriente de investigación: los medios «reproducen y acentúan desigualdades sociales, son instrumentos del incremento de las diferencias, no de una atenuación de ellas, y hacen surgir nuevas formas de desigualdad y de desarrollo desigual.»

Podría decirse que se trató de una hipótesis arriesgada pensando en el contexto académico predominante en la llamada Communication Research de entonces. Una hipótesis que, sin embargo, retomó un ímpetu renovado con el desarrollo y la difusión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y con las genuinas preocupaciones del impacto que las mismas tendrían en la construcción de una sociedad sustentada en la riqueza de la información y el conocimiento. Eso que ahora se conoce como «las brechas digitales».

Una más de las apuestas originales y críticas de investigación en la línea de los «efectos» es la que se desprende de los trabajos desarrollados por el estadounidense George Gerbner, desde la Annemberg School of Communication en Pennsylvania. El planteamiento de Gerbner fue conocido como el «análisis de cultivo» o «teoría de los indicadores culturales», y refiere a la capacidad de los medios, en particular de la televisión en tanto medio hegemónico, de alimentar paulatina y permanentemente una serie de representaciones de la realidad social que terminan germinando con el tiempo en la mente y las actitudes de los sujetos: «La televisión cultiva, así, imágenes de la realidad, produce aculturación y sedimenta sistemas de creencia, representaciones, mentales y actitudes» (Wolf, 1994: 97).

Se trata de un proceso complejo y lento, pero constatable, que varía en su efecto dependiendo de la intensidad de exposición de los individuos al medio. Este efecto diferencial sugiere que son los consumidores/televidentes más asiduos (los llamados heavy viewers) quienes resultan más proclives a asumir visiones de la realidad cercanas a las representaciones proyectadas por los medios. Además, —sostiene esta hipótesis— los contenidos de ficción resultan más pertinentes que los informativos para desarrollar el «cultivo» de visiones distorsionadas (aunque no necesariamente falsas) de la realidad social.

Estas variables dan cuenta de una propensión entre los televidentes/receptores a considerar como válidas (podría decirse a apropiarse) las concepciones que se proyectan rutinariamente en el medio con respecto a ciertas realidades clave o críticas de la sociedad. En el caso de los estudios de Gerbner y asociados, aspectos como el de la «violencia proyectada» sistemáticamente en la ficción televisiva, pero también en la información, termina por traducirse en actitudes de aislamiento social y desconfianza entre los consumidores intensos de esos contenidos. En otras palabras, de acuerdo con la «teoría del cultivo» la adicción al medio se manifiesta en una actitud construida a lo largo del tiempo frente al mundo que rodea al telespectador; por ello, un mundo mediático en el que abunda la violencia terminará por impactar las actitudes del telespectador convirtiéndolo en un sujeto proclive a la desconfianza social y al temor.

En su momento, los trabajos coordinados e inspirados en la hipótesis de Gerbner, motivaron más de un debate extraacadémico en torno a la aportación de la televisión y de sus contenidos a la edificación de una sociedad en la que las actitudes violentas se multiplican, y en la que su contraparte significa una erosión del tejido social por el desarrollo del «síndrome del mundo malvado» (Stossel, 1997). El síndrome aludido implicaba una tendencia al desarrollo de sujetos más vulnerables al control de otros y más inclinados a apoyar medidas represivas en la sociedad. Tendencias, éstas, que contradicen el espíritu de la democracia. Una de las premisas básicas del «análisis de cultivo» desarrollado por Gerbner era que la violencia televisiva no consistía en simples actos sino en un «complejo escenario de poder y de victimización» (citado en Stossel, 1997). De acuerdo con ello, lo que importa no es el simple acto de violencia, sino quién lo ejerce sobre quién. Los resultados apuntaban, entre otras cuestiones, a las siguientes tendencias: por cada hombre blanco víctima de violencia en televisión hay 17 víctimas del sexo femenino (de condición no minoritaria); por cada hombre blanco víctima de violencia se muestran 22 mujeres de los sectores minoritarios (no blancos); por cada diez mujeres agresoras hay 16 mujeres víctimas; las mujeres pertenecientes a minorías raciales tienen dos veces más probabilidades de ser víctimas en la televisión que de actuar como agresoras; los villanos son de manera desproporcionada hombres jóvenes de clase baja, de preferencia latinos o extranjeros (Stossel, 1997). La violencia, sus representaciones y sus consecuencias, como el «cultivo» de versiones y realidades televisadas, fueron los objetos de estudio de Gerbner durante muchas décadas.

En su testimonio frente al subcomité de comunicaciones del Congreso estadounidense, en 1981, Gerbner sentenció: «La gente temerosa es más dependiente y más fácilmente manipulable y controlable, más susceptible de aceptar engaños, medidas y posturas de línea dura. Podrían aceptar y hasta dar la bienvenida a la represión si se les promete aliviar sus inseguridades. Ese es el problema de fondo de la televisión manejada bajo el criterio de la violencia» (The New York Times, 3 de enero de 2006).

Ciertas críticas al trabajo de Gerbner surgieron, por razones evidentes, de los círculos empresariales vinculados con las corporaciones televisivas, pero también de algunos ámbitos académicos que llegaron a considerar que las conclusiones del proyecto de «indicadores culturales» iban más allá de lo sensatamente sostenible. El proyecto de «indicadores culturales» fue a la par del «análisis del cultivo», una de las iniciativas de investigación sobre medios más ambiciosa en los Estados Unidos; generó una base de datos con más de 3 mil programas y alrededor de 35 mil personajes que fueron codificados y analizados tomando en cuenta una gran diversidad de características: sexo, raza, ciertos rasgos físicos, nivel de agresividad, consumo de drogas, alcohol y tabaco. En función de ello, por cada conflicto codificado el analista evaluaba el comportamiento del personaje: ¿pierde el control? ¿cómo resuelve el conflicto? ¿en caso de violencia, el personaje genera el conflicto o lo resuelve? Los resultados se analizaban estadísticamente para tratar de dar cuenta de patrones de comportamiento en los personajes. ¿Existía una diferencia estadísticamente significativa en el promedio de, digamos, victimización o consumo de alcohol de acuerdo con el género, o al nivel de educación o al estatus social? Esas eran las interrogantes bajo estudio (Stossel, 1997).

Para los críticos, el «análisis del cultivo» y el proyecto de «indicadores culturales», otorgaban a la televisión un excesivo poder, con escasa mediación, y por tanto remitían a los tiempos en que se consideraba a la audiencia fácilmente susceptible a la manipulación. Esa fue, quizá, la crítica surgida de los círculos académicos más ortodoxos. Con todo, el legado de Gerbner y de sus conjeturas se mantiene como una de las hipótesis que suscitan una apuesta intelectual atrevida y de fondo: ¿en qué medida la violencia proyectada —de forma intensa y sistemática— por los medios, ha contribuido a generar una sociedad proclive al miedo y a la desconfianza? ¿Una sociedad conformada con sujetos mediatizados a través de contenidos violentos, una sociedad temerosa, desconfiada y, al mismo tiempo, manipulable?

Como ya se mencionó, junto a la tradición del estudio de los «efectos», Jensen y Rosengren (1990) identifican otras cuatro tendencias abocadas a desentrañar los enigmas de las audiencias. Una de ellas sustentada en lo que podría considerarse el otro lado de la moneda de los estudios inspirados en los efectos; es decir, invirtiendo el cuestionamiento original de las teorías o hipótesis que han guiado el análisis de la influencia mediática en los individuos al sugerir que el estudio de la audiencia debería partir del polo receptor más que del emisor del proceso comunicativo. Esa es la clave de lectura de lo que se conoce como la corriente de los «usos y gratificaciones», según la cual es menester preguntarse por las motivaciones que empujan a las audiencias a exponerse y consumir cierto tipo de contenidos y medios, en vez de poner el énfasis en los «efectos» que genera tal exposición. De acuerdo con ello, el conocimiento de la audiencia requiere explorar las razones por las cuales los individuos prefieren cierto tipo de contenidos sobre otros, o cierto tipo de medios sobre otros y las «gratificaciones» que se derivan de estas inclinaciones. Se parte de la idea de que el receptor es un sujeto activo, capaz de intervenir en el proceso comunicativo a través de sus decisiones y motivado por sus deseos.

Esta corriente de investigación le otorga a la audiencia una «relativa autonomía» frente a la acción de los medios, al mismo tiempo que reconoce que los factores contextuales (sociales) pueden ser considerados como fuente de explicación de los patrones de consumo mediático y de gratificación del público receptor. Al describir la relevancia de esta tendencia en la investigación de medios, McQuail citando a Blumler (1985) sostiene que ésta,

…ha arrojado luz sobre la naturaleza de las demandas implícitas de la audiencia y sobre la forma en la cual se estructuran… La experiencia social juega una parte al estimular las exigencias desde los medios. Por ejemplo, situaciones de incertidumbre pueden llevar a buscar en los medios consejos o modelos de comportamiento; el aislamiento social puede motivar el uso de los medios con fines de compañía o de adecuación con la cultura del grupo; la curiosidad sobre lo que sucede en el mundo y el lugar que uno ocupa en ello acarrea sobre las noticias y la información (McQuail, 1997: 32).

Al invertir la lógica de la pregunta original (¿qué le hacen los medios a la audiencia? por la alternativa ¿qué hace la audiencia con los medios?), la corriente de los «usos y gratificaciones» le confería a los individuos, a partir de sus necesidades reales o sentidas, una capacidad de influir en el proceso de la comunicación al margen de las intenciones de los emisores. De acuerdo con McQuail, este paradigma de investigación establece que las audiencias se forman generalmente sobre la base de necesidades, intereses y gustos individuales similares, muchos de los cuales parecerían tener un origen sociopsicológico: «esas necesidades típicamente son aquellas de información, diversión, compañía, relajación, o escape.» Además, «las audiencias de cierto medio o de cierto contenido mediático pueden ser tipificadas de acuerdo con esa tipificación motivacional general… La relativa afinidad con los diferentes medios está asociada con diferencias en las expectativas y gratificaciones deseadas» (McQuail, 1997: 70).

Por tanto, como afirma Katz: «La inversión de la perspectiva se basa en la afirmación de que ni siquiera el mensaje del más potente de los media puede normalmente influenciar a un individuo que no se sirva de él en el contexto socio-psicológico en el que vive» (citado en Wolf, 1987: 78). Así pues, las consecuencias o efectos de la comunicación serían el resultado de las gratificaciones y necesidades que experimentan los receptores al exponerse selectivamente a los medios.

No son pocas las críticas que en su momento surgieron frente a la tradición de los «usos y gratificaciones». Entre ellas, algunas de las más evidentes se relacionaron con el fuerte peso de los factores psicológicos-individuales que la teoría asumía como fuente de explicación de las inclinaciones al consumo mediático de los receptores. O como sugiere Huertas Bailén (2002: 104), en el centro de la crítica a esta corriente de investigación se trasluce la idea de que hay «demasiada psicología» para explicar las motivaciones que llevan a la exposición frente a los medios, y los usos establecidos de los mismos. Quizá en detrimento de un factor contextual innegable: la estructura de la oferta puede ser un condicionante de la estructura de la demanda, para decirlo metafóricamente. El consumo —y en consecuencia la apropiación de los mensajes— depende en buena medida de la disponibilidad de medios y mensajes que prevalece en el entorno, de la manera en que estén organizados y de los intereses de toda índole que condicionan el funcionamiento del sistema de medios. Se trata de factores de índole estructural que rebasan el ámbito de las inclinaciones meramente individuales.

Se podría afirmar que el factor de mediación clave, según esta hipótesis, se localiza precisamente en la psique del individuo en detrimento de otras variables y de otras realidades. De tal forma que como sostiene Peimme (1980) «en esta teoría todo ocurre como si éstos (los medios) no tuvieran nada que ver con las relaciones de poder que le dan a la formación social su configuración. Parece como si esta teoría ignorara que los medios son parte de las contradicciones sociales…» (citado por Mattelart y Neveu, 2004: 103).

Como quiera que sea, la tradición en cuestión tuvo el mérito de poner en el centro de la atención la idea de una audiencia «activa», capaz de tomar decisiones frente a los medios, respondiendo a intereses y necesidades personales. Se trata de una corriente de estudios que «profundiza… en su propia noción de lectura negociada: el sentido y los efectos nacen de la interacción de los textos y las funciones asumidas por la audiencia» (Mattelart y Mattelart, 2005: 106).

Es menester señalar que la imagen de una audiencia «activa» se localiza también en el núcleo de preocupaciones de otras tradiciones o escuelas de investigación de la comunicación aparentemente ajenas a las llamadas tendencias empiristas/funcionalistas de los estudios de «efectos» y de los «usos y gratificaciones». Las tradiciones aludidas, y a las que ya nos hemos referido páginas atrás, son aquellas relacionadas con los estudios culturales y la conocida como estudios de recepción. Ambas, de acuerdo con la apreciación de Jensen y Rosengren (1990), inspiradas más en la metodología humanista, etnográfica, que en la de las ciencias sociales; ambas proclives a la interpretación de contenidos y del comportamiento de las audiencias más que a la identificación y análisis de tendencias estadísticas. Ambas, sin embargo, vinculadas de manera paradójica con la tradición de los «usos y gratificaciones» de las audiencias (Mattelart y Neveu, 2004; Huertas Bailén, 2002).

La escuela de los estudios culturales surgió en los momentos posteriores a la segunda guerra mundial, en Inglaterra. Sus preocupaciones originales excedían el ámbito netamente comunicativo para tocar aspectos relacionados con la vida cotidiana y las condiciones de reproducción social de los sujetos, particularmente entre aquellos pertenecientes a la clase trabajadora; buscaba indagar las formas de construcción de significado y de sentido de los individuos, sus prácticas culturales y las relaciones con el poder, y por lo tanto, explicar el devenir cultural de la sociedad inglesa de la posguerra.

El mayor impulso de esta escuela se relaciona con la creación del Center for Contemporary Cultural Studies de la Universidad de Birmingham, en los años sesenta. Y entre los nombres más connotados de la misma se encuentra el propio fundador del Centro, Richard Hoggart, junto con Raymond Williams, Paul Gilroy, E.P. Thompson y Stuart Hall, entre otros. Se trata de una tradición multidisciplinar «capaz de responder a todo lo relacionado con la cultura, su formación, su extensión y su mantenimiento» (Huertas Bailén, 2002: 124). Pero ello en el contexto de una sociedad atravesada por los intereses y conflictos de clase:

La idea de resistencia al orden cultural industrial es consustancial a la multiplicidad de objetos de investigación que caracterizarán los ámbitos explorados por los estudios culturales durante más de dos décadas. Hace referencia a la convicción de que es imposible abstraer la «cultura» de las relaciones de poder y de las estrategias de cambio social (Mattelart y Neveu, 2004: 38).

Al margen de otras consideraciones, los estudios culturales asumieron que el papel de los medios era determinante para la creación y reproducción de significados, y en esa medida para la creación reproducción de una cultura, de un orden social clasista ( Huertas Bailén, 2002). Como afirma Wolf: «el interés de los Cultural Studies se centra sobre todo en analizar una forma específica de proceso social, correspondiente a la atribución de sentido a la realidad, al desarrollo de una cultura, de prácticas sociales compartidas, de un área común de significados» (1987: 120). El empeño de esta corriente por estudiar los procesos de recepción estuvo, pues, ligado a ese principio general, y ello alimentó los análisis y discusiones respecto a la capacidad de resistencia y negociación de las «audiencias» en los procesos de decodificación de los mensajes mediáticos. De acuerdo con Lozano (1991: 88): «Una de las aportaciones más importantes del Centro de Birmingham fue reemplazar las concepciones tradicionales sobre las audiencias como entidades pasivas e indiferenciadas, con nociones más ‘activas’ del público, de sus ‘lecturas’ de los mensajes, y de la relación entre la encodificación de los mensajes, el ‘momento’ del texto encodificado y la variación en la ‘decodificación’ de las audiencias.»

El estudio etnográfico de Richard Hoggart, publicado en 1957, sobre los usos de la alfabetización en la clase trabajadora de Inglaterra (The uses of literacy: aspects of working-class life with special references to publications and entertainments) ha sido considerado el trabajo seminal, fundacional, de esta corriente de investigación. Y en él, Hoggart sugiere la existencia de mecanismos de resistencia entre las clases populares de cara a los mensajes contenidos en ciertos productos culturales.

La idea de una recepción activa está implícita en esta tradición y se aborda con diferentes enfoques y matices (Dayan, 1997). No obstante, algunos críticos de esta aproximación teórica enfatizan la preeminencia de la interpretación de textos y la inferencia de sus posibles apropiaciones por parte de la audiencia como una de las características cuestionables de los estudios realizados dentro de este marco conceptual: «Con la excepción de algunos trabajos recientes, los estudios culturales no han examinado empíricamente a las audiencias, en lugar de ello las han deducido a partir del discurso y de sus construcciones analíticas» (Jensen y Rosengren, 1990: 217). Al respecto, Lozano (1991: 90) ejemplifica y apunta, refiriéndose a Fiske y Hartley, dos emblemáticos autores de esta tradición, que «aunque sus análisis semióticos se centran más en la pluralidad de significados en los mensajes que en las audiencias, ambos han clarificado significativamente la relación entre unos y otras.» O como sugiere Morley (1997: 30) al hablar del desarrollo de ciertas visiones de los estudios culturales: «los efectos ideológicos de los medios, pueden, de hecho, deducirse del análisis de la estructura textual de los mensajes que ellos emiten.»

Sin embargo, trabajos elaborados por académicos de la llamada segunda generación de esta escuela de pensamiento (siguiendo en buena medida el espíritu indagatorio y metodológico de Hoggart), tienden a cuestionar tales postulados. Así, por ejemplo, el estudio del mismo David Morley en los años ochenta sobre el popular informativo inglés, Nationwide, constituyó uno de los ejemplares más acabados de la investigación de audiencias desde la perspectiva culturalista (Morley, 1997). La aproximación etnometodológica utilizada por el autor de marras generó luces sobre los procesos de «decodificación» operados por las audiencias y contemplados en un sentido abstracto en el trabajo de Stuart Hall (Encoding and decoding in the television discourse). En este sentido, no está de más citar in extenso al mismo Morley, quien explica la pertinencia de su trabajo en los siguientes términos:

Mi estudio sobre el Público de Nationwide publicado en Inglaterra en 1980… analiza las variaciones de la decodificación manifestadas en las reacciones de 29 grupos de espectadores… Cada uno de esos 29 grupos representaba un medio socioeconómico diferente (en un abanico que incluye empleados de banco, militantes sindicales, técnicos en aprendizaje, estudiantes). A mi entender, el interés principal de ese estudio reside en que traduce, bajo una forma operativa, el modelo de «codificación-decodificación» de la comunicación propuesto por Hall. En particular, planteo allí la pregunta de saber si las variaciones en la decodificación de los programas de televisión (al menos las que no son variaciones individuales, idiosincrásicas) pueden explicarse por una diferencia en el acceso por parte de los miembros de los diversos grupos a códigos y competencias culturales específicas… y si la accesibilidad o disponibilidad de los códigos y de las competencias remite o no a las diversas posiciones socioeconómicas de los espectadores intérpretes (Morley, 1997: 30-31).

Junto a Morley, los estudios del estadounidense James Lull (1997) sobre la audiencia de la televisión en diversas latitudes, publicados a partir de la década de los ochenta, se tornaron en modelos de la aproximación culturalista. Lull, quien por cierto se desmarca de la ortodoxia de esta tradición, ha sido considerado, junto con David Morley, John Fiske, John Hartley y Martin Allor, uno de los referentes imprescindibles de los estudios inspirados en la idea culturalista y guiados por la etnometodología (Lozano, 1991). Sin embargo, como bien sostiene Lozano, James Lull no solo «se aleja de los postulados neomarxistas de la Escuela de Birmingham y de culturalistas posteriores…» sino que elabora una fuerte crítica a sus postulados y formas de aproximación al fenómeno de la recepción activa (Lull, 1997).

De hecho, las observaciones críticas de James Lull a la corriente de Estudios Culturales ponen un fuerte énfasis en las trampas teórico-metodológicas en las que incurren algunos de los connotados estudiosos de los medios que abrazan dicha corriente de pensamiento. No en vano llegaría a declarar: «Si bien la investigación cualitativa ha sido una vía de gran oportunidad para investigadores reflexivos, bien preparados y bien entrenados, también ha sido un oasis para los desencantados, los confundidos, y los combativamente autocomplacientes» (1997.: 63) Al hablar de los «confundidos» y «autocomplacientes», Lull se refiere a aquellos investigadores que, una vez construido el marco teórico obligan a la realidad a adecuarse a sus predeterminaciones, tal y como él mismo lo manifiesta: «la evidencia reunida en el campo de trabajo se convierte en un sitio sobre el cual un argumento teórico predeterminado es construido y racionalizado. Veo esto como una gran falla en el trabajo sobre audiencias en los Estudios Culturales» (Lull, 1997: 58). En ese sentido, Lull afirma que más que una «etnografía crítica» muchos de los académicos que se asumen como estudiosos de la cultura terminan practicando una «etnografía inducida». Y por si ello no fuera suficiente, Lull confiesa su desencanto ante quienes bajo el escudo del culturalismo y de los métodos etnográficos pretenden llevar a cabo una tarea «políticamente correcta», alejada del rigor científico e inclinada a otro tipo de finalidades: «…como ha sido el caso en la mayoría de los trabajos de los Estudios Culturales, la subjetividad de la investigación etnográfica puede ser usada como licencia y platafoma para hacer proselitismo» (1997: 59).

A pesar de todo, el estadounidense habría reconocido en su momento el importante aporte recibido por aquellos intelectuales que dieron origen a esta corriente de investigación, y que sirvieron de fuente de inspiración para emprender la tarea de indagación conceptual y práctica que le dio el reconocimiento general. Así lo reconoció en uno de los ensayos contenidos en su obra Inside family viewing: ethnografic research on televisión’s audiences:

Estoy comprometido con el empirismo riguroso (consistente con las ideas metodológicas de la ciencia), pero me han impresionado las visiones teóricas de muchos investigadores de estudios culturales y creo que buena parte de ese trabajo está en la vanguardia de la comunicación (citado en McLoone, 1991).

Así pues, podría decirse que Lull ha sido un académico abiertamente heterodoxo, alejado del empirismo abstracto que practica la corriente mayoritaria de la Communication Research estadounidense y crítico ante cierta ortodoxia radical muy propia de los Estudios Culturales de inspiración británica. Sus «hallazgos» a través de la etnografía de las unidades familiares, en relación con la televisión, sirvieron en su momento para afianzar el concepto de «audiencia activa» y para problematizar las interacciones entre el medio, el entorno social y el acto del consumo televisivo. Todo ello con un espíritu abierto a las contradicciones e inconsistencias entre lo esperado y lo observado, que pudieran derivarse del acto mismo de indagación.

Como ya señalamos, la aproximación de los estudios culturales al estudio de los medios parte de la idea de que la cultura se concibe como «una red de significación que teje nuestra realidad, y la comunicación sirve para reproducir, interpretar y mantener los ‘significados’ que la conforman… [y por tanto] la comunicación mediática no es una simple transmisora de mensajes, sino que crea ‘significados sociales’» (Huertas Bailén, 2002: 128). Y si bien el razonamiento parece impecable, la misma autora se cuestiona si la visión culturalista no resulta, en esencia demasiado ambiciosa, si acaso no se trata de una forma «desbordada y desbordante» de observar el proceso de comunicación.

De cualquier forma, es menester recordar que en el paradigma culturalista se asume que el acto-proceso de comunicación implica una postura activa por parte de los sujetos-consumidores de mensajes; no es un proceso ni unilateral, ni determinante. Entre el medio-emisor y el sujeto-receptor (individual o grupal) se establece una dinámica de negociación de significados, de resistencias y construcciones. Tal y como lo expresa Callejo (2001: 83):

…las audiencias tienen sus hábitos y prácticas a las que adaptan la relación con los medios y, sobre todo, la comprensión de los contenidos… la concepción de negociación cabe interpretarla como una ampliación de la concepción de la construcción de significado: las audiencias construyen el significado de los mensajes mediáticos a partir de la estructura de sus relaciones y prácticas sociales inmediatas.

La visión equivalente a los Estudios Culturales anglosajones, con su apreciación «desbordada y desbordante», tiene en los llamados Estudios de Recepción, la manifestación más acabada en América Latina. Autores como el español Jesús Martín Barbero (De los medios a las mediaciones), el argentino Néstor García Canclini (Culturas híbridas) y el mexicano Jorge González (Frentes culturales), están asociados a esta corriente de investigación que surgió durante la década de los ochenta en nuestra parte del continente. Se trató, de acuerdo con Lozano (1991), de una respuesta a las visiones deterministas derivadas de las teorías del «imperialismo cultural» que tan en boga estuvieron durante los años sesenta y setenta. Aunque, al decir de Cogo (2011) también se distinguió por tratar de superar los marcos del funcionalismo sociológico que por entonces marcaban los derroteros de la investigación de la comunicación en algunas esferas del entorno latinoamericano.

Los procesos de dominación cultural y de construcción de sentido social debían ser, entonces, observados desde un ángulo más complejo que tomara como punto de partida los significados implícitos en la cultura popular, en sus prácticas y sus discursos. Para ello, el foco de atención teórico invirtió los flujos del proceso de comunicación. Y así, el axioma que popularizó la figura y las concepciones de Martín Barbero (1987), irrumpió en los círculos académicos de la comunicación latinoamericana: había que observar los procesos de mediación sociocultural antes que observar a los propios medios, para entender la lógica imperante en la producción de significados, de sentido y, consecuentemente la recepción de los mensajes mediáticos. En las propias palabras de Martín Barbero (2006: 47-48):

La figura en que emerge el estudio comunicacional de los procesos de recepción en América Latina marca el lugar del receptor en el proceso sociológicamente central, el de dominación. Una inflexión-inversión del enunciado posibilita introducir el desplazamiento que la hace visible: de la comunicación como proceso de dominación a la dominación como proceso de comunicación… Apenas estamos comenzando a sentir la necesidad del desplazamiento metodológico que nos dé acceso a la lectura que los diferentes grupos sociales llevan a cabo… Desembocamos así en la necesidad de investigar los usos populares de lo masivo: ¿Qué hacen las clases populares con lo que ven, con lo que creen, con lo que compran o lo que leen? —el revoltijo de los verbos indica la necesaria ruptura con la inmanencia de lo comunicativo, y con su reducción a los medios.

De acuerdo con Cogo (2011), los autores identificados con esta corriente de pensamiento asumieron el concepto de cultura como un proceso plural, inestable, ambiguo, conflictivo y complejo que se desarrolla en la cotidianidad. Comunicación y cotidianidad son expresiones que convergen. Una es mediación de la otra; una es lugar de propuesta y otra de negociación. Comprender la cultura popular, entonces, es prioritario para comprender los procesos de comunicación en la construcción de imaginarios colectivos, los procesos de dominación hegemónica y, a la par, de resistencia social. Entre este tipo de culturalistas, el problema de «clase» se complejiza con el de cultura popular, y lo popular se antepone a la idea de la masa.

El concepto de mediación es clave para abordar la esencia de los estudios culturales latinoamericanos. En un tono que no abandona cierta orientación intelectual barroca, Martín Barbero se refiere a las mediaciones como «los lugares de los que provenían las constricciones que delimitan y configuran la materialidad social y la expresividad cultural de la televisión» (1987: 233, citado en Cogo, 2011). De manera menos abigarrada Lozano (1991: 97) sugiere que: «…esas mediaciones implican un proceso en el que el discurso narrativo de los medios se adapta a la tradición narrativa tradicional del mito y el melodrama y en el que las audiencias aprenden a reconocer su identidad cultural colectiva en el discurso de la comunicación de masas». A una cultura melodramática corresponden expresiones melodramáticas de naturaleza mediático-cultural, y la identificación con ellas por parte de los sujetos (audiencia) resulta comprensible.

En su intento por delinear y establecer los procesos de cultura y recepción, Martín Barbero identificó tres tipos de mediación: una anclada a la cotidianidad familiar (lugar primordial de reconocimiento); otra vinculada a la idea de la temporalidad social («el tiempo ritual y rutinario en que la televisión forma parte y se inserta en el cotidiano… de los receptores», al decir de Cogo), y por último, una mediación reflejada en la noción de competencia cultural (entendida como parte de una estandarización de los géneros) (Martín Barbero, 2006; Lozano, 1991; Cogo, 2011).

Por su parte, un esfuerzo por traducir, o quizá por «aterrizar», la idea de la multiplicidad de mediaciones que intervienen en los procesos de recepción comunicativa (en particular de la televisión) fue desarrollado por Orozco (1993) quien «entendió la mediación como una instancia cultural desde donde los receptores producen y se apropian del significado y sentido, acuñando el término de televidencia para referirse al complejo proceso de interacción entre la audiencia y la televisión» (Cogo, 2011: 4). De esta manera, Orozco planteó cuatro tipos de mediaciones intervinientes; a) la individual, que remite al sujeto cognitivo y afectivo, b) la situacional que implica las circunstancias imperantes en el momento de la recepción, c) la institucional, que se manifiesta en los vínculos del sujeto y su entorno institucional (familia, trabajo, barrio, filiación política, etc.), y d) la video-tecnológica (que tiene que ver con los mecanismos de construcción textual y discursiva utilizados por los medios.) El culturalismo latinoamericano plantea, pues, que el estudio de los medios per se debe supeditarse a un plano secundario en beneficio de la comprensión de las mediaciones socioculturales en operación en los procesos de consumo y recepción mediáticos.

Sin embargo, es necesario señalar que el concepto de mediación comunicativa no es un término exclusivo de los estudios culturales aludidos. El concepto ha sido un referente central para otro tipo de aproximaciones teóricas. Por ejemplo, autores como el español Manuel Martín Serrano (1985) —a quien no puede identificarse con la corriente de los estudios culturales— asumieron en su momento el concepto de mediación social para elaborar un modelo comprensivo de la comunicación desde una óptica neo-marxista.

Para Martín Serrano (1985: 142-162), el análisis de la mediación social relacionado con el estudio de los medios tiene que ver con el entendimiento de los procesos de construcción identitaria y de control social. Su foco de atención se centra en el papel que como instituciones mediadoras desempeñan los medios para producir representaciones del acontecer adecuados a la función de control y cambio social. En sus propias palabras: «la tarea de los medios consiste en establecer (con acierto o con error) los marcos de referencia adecuados para que los agentes sociales, incluidos ellos mismos, se sitúen en el cambio.» El cambio y el acontecer cotidiano, podría añadirse.

Martín Serrano no solo contempla la idea de la mediación, sino que la presupone como un fenómeno de naturaleza múltiple. Distingue entre dos tipos de mediación: la cognitiva y la estructural. La primera es explicada en los siguientes términos:

El conflicto entre el cambio del acontecer y la reproducción de las normas sociales reclama una mediación cognitiva. La mediación cognitiva está orientada a lograr que aquello que cambia tenga un lugar en la concepción del mundo de las audiencias, aunque para proporcionarle ese lugar sea preciso intentar la transformación de esa concepción del mundo (Martín Serrano, 1985: 146-146).

Mientras la mediación cognitiva opera sobre los relatos que se ofrecen a las audiencias para facilitar que lo que cambia tenga un lugar en el mundo establecido de las mismas audiencias, la mediación estructural opera sobre la base de la conciliación entre lo imprevisible (el acontecer) y la representación del mismo en el medio (el acontecer noticioso). Así, señala Martín Serrano: «en los medios de comunicación la mediación cognitiva produce mitos y la mediación estructural rituales» (ibíd.: 147).

Como quiera que sea, es menester reconocer que la propuesta teórica de Martín Serrano, compleja y ambiciosa como la de su paisano Martín Barbero, está más encaminada a la comprensión de las dinámicas que operan en los procesos de control social, desde la institucionalidad mediática, tomando como referente principal la elaboración de los textos-relatos (informativos) y las rutinas de producción, e infiriendo a partir de ahí sus posibles consecuencias en la audiencia. La mediación se trasluce en los procesos de construcción de la realidad mediada. En tal sentido, si bien la postura del autor aludido poco tiene que ver con el concepto de una «audiencia activa», debe aceptarse que mucho de la misma se relaciona con el de mediación en su calidad de variable imprescindible para entender la razón de ser de las instituciones mediáticas (como instituciones interventoras), y en consecuencia con el potencial impacto de la construcción rutinaria de representaciones del acontecer en las audiencias.

En América Latina, el espíritu de los estudios culturales inspirados en los postulados teóricos de autores como Jesús Martín Barbero, García Canclini y otros, se popularizaron a partir de los años noventa hasta nuestros días. Se convirtieron en el «paradigma dominante» del estudio de las audiencias en nuestras sociedades. Sin embargo, al parecer, muchos de esos intentos por desentrañar las realidades específicas y diversas de las mediaciones culturales, como las del continente, carecieron del rigor metodológico necesario, y en algunos casos omitieron la congruencia conceptual con la idea original del paradigma; es decir, con la idea de la dominación, con la resistencia «ideológica» y con la negociación de «sentido» en las audiencias (Lozano, 2008). No obstante, el culturalismo latinoamericano, y el concepto de mediación, han sido reconocidos como una corriente de indagación de las audiencias con rasgos de identidad propios, con el sello de las condiciones sociales y las herencias históricas de un continente plagado no solo de contrastes sociales, sino de expresiones culturales generadas por el mestizaje, por el encuentro entre variadas cosmovisiones y por una consecuente apropiación de los significados mediáticos desde la condición «híbrida» en la que perviven los habitantes de toda esta gran región (García Canclini, 1990; 1995).

 

Interactividad, el nuevo escenario

 

Desentrañar los motivos y las dinámicas que guían a las audiencias en sus patrones de consumo de mensajes emanados de los medios, y en las consecuencias que de ello se derivan, ha sido y sigue siendo el objetivo de múltiples corrientes y paradigmas de investigación, que transitan desde la psicología social y la sociología hasta la antropología y la literatura. Objeto de discusiones y confrontaciones en el mundo de la academia. Las aproximaciones «antagónicas» al fenómeno tienen que ver tanto con los axiomas y postulados teóricos como con los métodos y técnicas para capturar ese intrincado objeto de estudio (Schroder, 1987; Jensen y Rosengren, 1990; Lozano y Frankenberg, 2008). La inclinación hacia visiones críticas del fenómeno mediático (observando los procesos de comunicación, por ejemplo, como constituyentes de los procesos de dominación) se contrapone a quienes abogan por visiones políticamente más «neutrales» o administrativas. Metodológicamente hablando, las estrategias cualitativas en ocasiones niegan la relevancia de las estrategias cuantitativas, y viceversa. La visión de los contextos del «norte desarrollado», se opone a la del «sur emancipado». Esta tensión entre aproximaciones se cuenta ya por décadas, y no parece, a pesar de ciertos intentos de hacer converger las tendencias, resolverse a favor de un consenso.

Sin embargo, es innegable que independientemente del modelo teórico y metodológico asumido, la presunción de la audiencia o las audiencias «activas», capaces de ejercer cierto derecho a la opción y de procesar los mensajes al margen de la inmutabilidad ha tendido a generalizarse con el paso del tiempo (Butsch, 2003). Difícilmente desde la academia, en cualquiera de sus versiones, se sostendría actualmente el postulado de la manipulación de las audiencias, al margen de procesos psico-sociales, culturales y políticos de mediación. En otras palabras, si bien los temores fundados sobre la influencia de los medios en las audiencias prevalecen, estos se encuentran matizados por todo el bagaje conceptual producido tras décadas de investigación que sostienen la visión de audiencias activas y de procesos de apropiación de mensajes altamente complejos. Como bien sostiene Livingstone (2003: 4): «esto no quiere decir que los medios no ejerzan influencia sobre la sociedad, sino que tales procesos de influencia son más complejos e indirectos de lo que popularmente se pensó.»

Por otra parte, es indiscutible que con el desarrollo y creciente difusión de las nuevas tecnologías de información, y las subsecuentes mutaciones del «ecosistema mediático» en las sociedades contemporáneas, ha surgido el concepto de «interactividad» como parte central del estudio y comprensión de los procesos de comunicación y, por ende, de las audiencias (Neuman, 2002; Livingstone, 2003). Interactividad, nos dice Neuman, «es aquella propiedad de la comunicación mediada electrónicamente que se caracteriza por el creciente control sobre el proceso de comunicación tanto del emisor como del receptor» (2002: 249). La popularización y difusión de Internet en todos los rincones del orbe, ha abierto cauces para interpretar el papel de las audiencias desde una perspectiva que rebasa la idea de la simple «pro-actividad». Si la relativa liberación de las audiencias de la radiodifusión había dado un paso adelante gracias a la multiplicación de canales y el desarrollo de tecnologías como el cable y el satélite, y hasta por las facilidades implícitas en instrumentos como el «control a distancia», o los servicios sobre demanda, con Internet, y con la comunicación móvil, esas posibilidades no solo se potencian, sino que abren un panorama hasta hace poco inédito: la audiencia «interactiva» supera la simple condición de consumidora para volverse, potencialmente, productora de contenidos que circulan a gran escala. En un sentido general, Cardoso (2011) ha descrito el fenómeno en los siguientes términos: «Durante los últimos 15 años presenciamos un fuerte cambio en el paisaje de los medios. Cambio que se debe, no solamente, a la innovación tecnológica en los propios instrumentos de mediación, pero también en la manera con que los usuarios eligieron apropiarse socialmente de los mismos y, por consecuencia, como construyeron nuevos procesos de mediación.»

La interactividad de las audiencias se prefiguraba en los textos e imaginarios de hace más de tres o cuatro décadas, pero no es sino con el advenimiento de la red de redes cuando se materializan las potencialidades del concepto. En su análisis sobre El futuro de la audiencia masiva, publicado originalmente en 1991, Neuman dibujaba con muy acertada claridad la transformación comunicacional en marcha, y su impacto sobre las tendencias interactivas en las audiencias. Esta interactividad, estaba (y está) acompañada de un proceso acelerado de «convergencia tecnológica» y de dilemas relativos a la calidad de la democracia y de las libertades cívicas. En otras palabras, en su texto, Neuman se cuestionaba sin con el relativo declive de la «sociedad de masas» y del aparato de comunicación unidireccional y vertical que le ha acompañado (radiodifusión tradicional), se abrirían escenarios novedosos para la participación ciudadana y para la gestación de medios de información horizontal, al margen de las lógicas impuestas por los factores corporativos propios del sistema mediático centralizado. Su postura se aproximó a un optimismo moderado, tras un recorrido analítico de lo que él llamó las «diez preguntas fundamentales sobre política pública» en el contexto de la comunicación emergente. A saber: 1) la equidad informacional, 2) los niveles de interés político, 3) los niveles de conocimiento político, 4) la diversidad política, 5) la participación política, 6) la libertad de expresión, 7) el lugar de atención, 8) el lugar del control, 9) la integridad política, y 10) la economía del periodismo. Tales eran las variables clave que marcarían el derrotero de la interacción y participación social en los contextos emergentes de la comunicación en los albores del nuevo siglo. Y concluía: «nuestra revisión actualizada de los cambios tecnológicos y las dinámicas de la audiencia masiva revelan una mezcla de avances positivos y negativos, aunque el balance, a mi juicio, es en su mayor parte positivo» (Neuman, 1991: 46).

En un tenor similar, Manuel Castells en La Era de la Información (1999) señaló que las transformaciones tecnológicas y sociales de las décadas finales del siglo xx tenían su referente en un relativo declive del modelo de comunicación de masas desarrollado a lo largo de la centuria. La centralidad de los medios en la sociedad estaba siendo afectada por la emergencia de la organización reticular y su reflejo en el terreno de las comunicaciones, es decir con el advenimiento de las tecnologías interactivas y descentralizadas de comunicación (Cardoso, 2006). Habló del «fin de la audiencia masiva», y proclamó el surgimiento de un sistema de comunicación interactivo que con el tiempo se impondría sobre el viejo paradigma de comunicación de una sola vía. Castells (1999) se refirió a tal fenómeno como la «auto-comunicación masiva»: un esquema que se escapaba de la lógica vertical de la comunicación de masas, y que abría sus puertas a la participación individual en esquemas ampliados. Es decir, una multitud de voces expresándose ante otra multitud de voces de manera horizontal y reticular, lo que el mismo autor ha referido como «la multi-direccionalidad» de la comunicación. Por ello, Internet, la red de redes de información, emergía como el medio de comunicación que facilitaba esta dinámica social en ascenso.

Pero este proceso, como bien lo señaló el mismo Castells en su obra posterior, Comunicación y Poder (2009) debería comprenderse en el marco más amplio de las condiciones imperantes en el sector de la comunicación en la coyuntura de la sociedad informacional. Al respecto, Castells apuntó tres ejes estratégicos sobre los cuales sería menester contemplar el desarrollo de la «auto comunicación de masas», y sus conexiones con el statu quo imperante en las industrias dedicadas a las telecomunicaciones y a la radiodifusión. En primera instancia, se debería reconocer que las actuales dinámicas de comunicación social tienen un referente ineludible en las «transformaciones tecnológicas» que están impactando a todo el mundo de la información y la comunicación; entre ellas, la digitalización, la interconexión de computadoras, la transmisión en banda ancha y el desarrollo de las redes inalámbricas. Un segundo elemento a observar se refiere a las transformaciones en el campo de las estructuras institucionales y organizativas de la comunicación. Y ahí, Castells apunta varios cambios de suma importancia en el escenario de la comunicación: a) la comercialización generalizada de los medios (el relativo declive de los medios de servicio público); b) la globalización y concentración de la propiedad y la consolidación de grandes conglomerados; c) la segmentación y diversificación de los mercados con énfasis en la identificación cultural de la audiencia; d) la formación de grupos empresariales multimedia (dueños y operadores de diversas plataformas de comunicación); y, e) la creciente convergencia entre empresarios dedicados a los medios, los fabricantes de equipos de cómputo, los operadores de empresas de telecomunicaciones y los proveedores de Internet. Por último, Castells señaló a la «dimensión cultural», como una de las áreas en donde estaría en marcha una gran transformación. Específicamente, consideró dos tendencias globales en operación, presuntamente contradictorias pero en cohabitación constante: «…el desarrollo paralelo de una cultura global y de múltiples culturas identitarias; y el ascenso simultáneo del individualismo y el comunalismo como modelos culturales opuestos, aunque igualmente poderosos, que caracterizan nuestro mundo» (Castells, 2009: 90-91).

Estos cambios tecnológicos, institucionales y culturales enmarcan, pues, el surgimiento y desarrollo de nuevas dinámicas de comunicación, entre las cuales cabe señalar, particularmente, las relativas a la construcción y funcionamiento de redes sociales de intercambio gracias a Internet: «…actores sociales y ciudadanos de todo el mundo están usando esta nueva capacidad de las redes de comunicación para hacer avanzar sus proyectos, defender sus intereses y reafirmar sus valores» (ibíd.: 91). Y en consecuencia, ello se traduce en un modelo que «multiplica y diversifica los puntos de entrada en el proceso de comunicación» (ibíd.: 188). La «auto-comunicación de masas» deviene, pues, en una manifestación de la liberalización de las audiencias frente al esquema vertical y unidireccional hegemónico que todavía mantiene su vigencia y tiene en la televisión a su mejor ejemplar, aunque tal modelo también esté en proceso de transformación (Cardoso, 2013). El fenómeno de la interactividad comunicacional puede considerarse, todavía, como emergente y plagado de dilemas y desequilibrios. Como el mismo Castells lo reconoce, la «auto-comunicación de masas» funciona en un esquema de desarrollo desigual que de momento incide en el ahondamiento de las inequidades sociales, por la vía del acceso diferenciado a la red de redes y el crecimiento de las brechas educativas exigidas por la cultura digital. Todo lo cual se traduce, a la vez, en la «reproducción y ampliación de las estructuras de dominación social por clase, etnia, raza, edad y sexo entre países y dentro de cada país» (ibíd.: 91). No obstante, representa un espacio de oportunidad nuevo de participación y expresión comunicativa con potencialidades para fortalecer las redes horizontales de integración ciudadana y gobernanza.

Por otra parte, Internet se estaría configurando no solo como un medio de medios (debido a las tendencias convergentes de la tecnología), sino como el medio interactivo por excelencia. Es decir, como el espacio de expresión de las audiencias, el de intercambios horizontales entre ciudadanos con preocupaciones equivalentes, o el de segmentos y grupos de la población con identidades compartidas. No hay que olvidar que la Galaxia Internet (Castells, 2003), o la «alfombra mágica» como la bautizó Trejo Delarbre (2012), se desarrolló originalmente como un arma estratégica militar estadounidense, pero terminó siendo apropiada por las voces libertarias de un sector de académicos que observaron las bondades de un medio de comunicación horizontal, carente de mediadores institucionales proclives al control y la censura. Se trataba de un medio interactivo por excelencia, facilitador del diálogo entre todos los miembros involucrados en la red.

El ascenso de Internet ha sido vertiginoso desde que surgieron los primeros sistemas de navegación «amigables», a principios de los años noventa. Al arrancar el presente siglo, Castells dibujaba el escenario de la nueva galaxia de la comunicación en los siguientes términos:

El uso de Internet… hizo eclosión en los postreros años del segundo milenio. A finales de 1995, el primer año de uso generalizado del world wide web, había unos 16 millones de usuarios de las redes de comunicación informática en todo el mundo. A principios de 2001, había más de 400 millones, las predicciones más fiables apuntan a 1,000 millones de usuarios para 2005 y es probable que, hacia el año 2010, rondemos la cifra de 2,000 millones… (2003: 17).

Hoy sabemos que esas proyecciones fueron bastante acertadas. De acuerdo con los datos de la Unión Internacional para las Telecomunicaciones (uit) (2013), hacia la mitad de la primera década del presente siglo, aproximadamente el 16% de la población mundial (poco más de mil millones de habitantes) era usuario de Internet, y en apenas un quinquenio, en 2010, el número de usuarios se duplicó. Al concluir 2013, el porcentaje de la población mundial identificada como usuaria de la red se aproximaba al 40%. En el mismo sentido se podría hablar de otro indicador significativo, el número de «anfitriones», o Internet hosts, en el mundo se multiplicó por diez en apenas una década; pasó de 72 millones en el año 2000 a 730 millones en el año 2010 (OCDE, 2012: 172). Una expansión y difusión tecnológica sin precedente.

No obstante, también sabemos que el desarrollo de la red de redes ha seguido una trayectoria desigual, inequitativa. En el mundo desarrollado se concentra la mayor cantidad de usuarios y la mejor infraestructura, en contraste con el llamado mundo «en desarrollo». Hace prácticamente dos décadas, en 1995, el número de internautas por cada 100 habitantes en el mundo rondaba la cifra de dos, aunque en los países desarrollados esa cifra se establecía en once de cada cien. El paso del tiempo no mitigó la diferencia. Hacia el final de 2013, en los territorios de alto desarrollo, 77 de cada cien habitantes tiene acceso a la red, en tanto que en los países de bajo desarrollo la proporción ronda el 31 por ciento. Al arrancar 2016, un informe del Banco Mundial sobre los «dividendos» de la riqueza digital sostenía que «las vidas de la mayor parte de las personas en el mundo permanecen por lo general al margen de la revolución digital… sólo un 15 por ciento de la población puede acceder a la banda ancha en Internet… cerca de dos mil millones de habitantes en el mundo no poseen un teléfono móvil y un 60 por ciento no cuenta con acceso a Internet» (World Bank, 2016: 6).

Las diferencias de acceso a la galaxia en cuestión, lo que se ha dado en llamar la «brecha digital», lo mismo se manifiestan en la escena internacional que al interior de los países. México es un ejemplo que refleja claramente las desigualdades digitales internas. Los usuarios de la red y de las nuevas tecnologías de la información en general, se concentran en las entidades con mayor nivel de riqueza, tales como el Distrito Federal, Sonora, Quintana Roo, Baja California, Baja California Sur, Nuevo León, Colima y Jalisco, frente a los estados cuyas condiciones de desarrollo son menores (Guerrero, Chiapas, Oaxaca, Zacatecas, Tlaxcala, etc.). Veamos algunos datos ilustrativos: según información publicada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) (2015), el porcentaje de los hogares con que contaban con ordenador o computadora en el estado de Sonora triplicaba al porcentaje de los hogares en similar situación en el estado de Oaxaca; mientras en Baja California 9 de cada diez hogares disponía de telefonía móvil, en Guerrero la proporción se reducía a seis de cada diez; y mientras en Nuevo León el 50 por ciento de los hogares contaba con acceso a Internet, en Tlaxcala tal proporción disminuía hasta el 20 por ciento.

Entonces, aun cuando la expansión global de Internet y otras tecnologías asociadas resulta impresionante —por ejemplo, en México el porcentaje de hogares con acceso a la red casi se cuadruplicó en una década; y en el mundo el crecimiento experimentado entre 2003 y 2013 fue de más del cien por ciento— lo cierto es que la marginalidad de grandes sectores de la población sigue siendo evidente. La posibilidad de formar parte de la interactividad mediática es todavía un privilegio de segmentos/audiencias minoritarias. Seguramente con el paso del tiempo, y no de mucho tiempo, tal tipo de diferencias tenderán a diluirse gracias a la velocidad con la que se difunde la innovación de la red y, para entonces, habrá que considerar otro tipo de «brechas» en el uso de las tecnologías interactivas. Se trata de las diferencias «más sutiles» pero, a la vez, más significativas, que plantea el acceso a la red y su aprovechamiento, tanto con fines lúdicos como informativos y de conocimiento (Van Djik, 2005).

Mientras tanto, es importante reconocer que en el escenario mediático contemporáneo, y a pesar de la irrupción de Internet, la televisión (con sus viejas y nuevas modalidades) mantiene una centralidad indiscutible en el mundo. Esa presencia dominante se agudiza en las regiones y países de menor desarrollo en donde la hegemonía del medio suele ser abrumadora en comparación con otros medios y tecnologías de la comunicación. Se estima que en 2012, el 80 por ciento de los hogares en el mundo tenía acceso a la televisión, contra el 41 por ciento que poseía computador y un 37 por ciento con acceso a Internet. Sin embargo, se calcula que en los países de menor desarrollo hay casi tres veces más hogares con televisor que hogares con computador o Internet. La diferencia en estos es de 67 por ciento mientras que en los países de alto desarrollo es del 25 por ciento (UIT, 2013).

Nuevamente, México es un caso que sirve para ilustrar tal situación. De acuerdo con las estadísticas sobre la disponibilidad y uso de tecnologías de la información y comunicación, elaboradas por el inegi, en 2015 más del 92 por ciento de los hogares tenía acceso a la televisión (un tercio de estos con televisión por cable), en tanto solo un 32 por ciento poseía un ordenador y una proporción similar declaraba tener acceso a Internet. De hecho, según las estadísticas censales, el número de hogares con televisión en el país supera a aquellos que cuentan con refrigerador y casi triplica a aquellos que cuentan con acceso a la telefonía fija.

Por ello, la «auto-comunicación de masas» como un fenómeno de interactividad entre las audiencias de diversas latitudes permanece como una asignatura pendiente. Aun en contextos de alto nivel de desarrollo social y económico la televisión mantiene una fuerza evidente como fuente de información política y de entretenimiento. Por ejemplo, en su estudio sobre la situación de los medios de comunicación en la «sociedad red» europea, Cardoso (2008) demuestra, sustentado en estadísticas abundantes, la centralidad de la televisión como medio de comunicación en el viejo continente (al menos durante la primera década de este siglo). No obstante, el autor percibe una evidente mutación de todo el contexto mediático con el avance de Internet; el medio que atrae no solo a un número creciente de audiencia sino a los otros medios de comunicación. Un espacio en el que se experimentan nuevos formatos y maneras de comunicar de los medios tradicionales, frente al inminente reto de la sobrevivencia en un entorno en el que las opciones informativas y de entretenimiento se multiplican.

De cualquier forma, televisión e Internet son los dos troncales de una red que se yergue como el símbolo de la comunicación multimediática e interactiva del presente. Su relación fluctúa entre la rivalidad y la convergencia. La televisión con su presencia apabullante en todos los segmentos de la población, su arraigo como fuente privilegiada de entretenimiento y de información, frente a Internet con su atractivo formato multimedia, su flexibilidad y, sobre todo, su diseño para todo tipo de uso interactivo. Las manifestaciones y usos de ambos medios se entrelazan; cada vez es más evidente la presencia de la televisión «convencional» en la red, al tiempo que los navegantes de la «alfombra mágica» aprovechan las bondades de la red para producir y difundir sus propios productos audiovisuales.

Las audiencias tradicionales poco a poco se desdibujan, o mejor dicho se re-dibujan, a partir de la irrupción de la galaxia multimedia e interactiva. Este fenómeno es particularmente evidente entre los segmentos más jóvenes de la población. Sus patrones de uso, sus «dietas mediáticas», sus «matrices mediáticas» al decir de Cardoso (2008), se modifican en la medida en que se abren posibilidades para producir mensajes y hacerlos circular por los cuatro puntos cardinales. El fenómeno de las llamadas «redes sociales» es quizá la expresión más acabada, hasta el momento, del nuevo contexto en el que perviven las audiencias. Las más populares de estas redes, organizadas desde los nuevos esquemas corporativos de la economía digital, no cuentan ni tan solo con una década de existencia y ahora campean en el escenario de las grandes empresas globales. Fueron desarrolladas por jóvenes universitarios que se empeñaron en innovar y ajustar la tecnología de la red a sus necesidades, que eran, por obvias razones, las necesidades de millones de jóvenes en el mundo.

Twitter, Facebook, YouTube, Instagram, LinkedIn, WhatsApp son, de momento, las empresas que operan las redes más populares. Sus números impresionan, considerando los pocos años que tienen de existir y de funcionar. Twitter, por ejemplo, nació en el año 2006, en San Francisco, California, por iniciativa de un grupo de jóvenes trabajadores de una empresa informática. Arrancó emitiendo aproximadamente 20 mil tweets (mensajes cortos de no más de 140 caracteres); en apenas 24 horas el número de tweets se había triplicado. A mediados de 2013, Twitter contaba con 255 millones de usuarios, remitía 500 millones de tweets diariamente y estaba soportado en 35 idiomas. El 77% de las cuentas se encontraban fuera de Estados Unidos y el 78% de sus usuarios activos lo hacían por medio del teléfono móvil. Era, hasta esa fecha, una empresa con más de tres mil empleados en todo el mundo, la mitad de ellos ingenieros.

La empresa de Mark Zuckerberg y asociados, Facebook, quizá la más emblemática de las redes sociales de comunicación, nació en 2004, en la Universidad de Harvard, como parte de un experimento para comunicar entre sí a los estudiantes de esa casa de estudios. Actualmente está ubicada en el exclusivo entorno del Silicon Valley, en Palo Alto, California. Un año después de constituirse, en 2005, Facebook ya contaba con más de medio millón de usuarios. No mucho tiempo después, además de obtener financiamientos extraordinarios, la red logró sumar a 25 mil escuelas secundarias y dos mil universidades estadounidenses. Poco a poco fue innovando y añadiendo características a su sistema. Para 2008 ya sumaba 100 millones de usuarios en todo el mundo y contaba con versiones en francés, alemán y español. Su sistema permite la interacción con otras redes como YouTube e Instagram. Se estima que a mediados de 2013 esta red social contaba con más de 1,100 millones de usuarios en todo el globo y estaba disponible en 110 idiomas. Para dar cuenta de su fortaleza corporativa, al iniciar 2014, la empresa adquirió el servicio de mensajería móvil WhatsApp, por 19,000 millones de dólares.

YouTube representa una alternativa audiovisual única. Es la red que permite a los usuarios subir, bajar, ver y compartir videos. Fue fundada en 2005, como parte de una ocurrencia; el deseo de compartir el video de una fiesta que no podía ser soportado por el correo electrónico. Se estima que en el año 2014 se «colgaban» en esta red alrededor de 65 mil videos nuevos diariamente. En más de un sentido, YouTube constituye una nueva forma de ver televisión y cine. La red es, además, utilizada por la televisión convencional como un vehículo para promocionar y difundir sus productos. Recibe, aproximadamente, 100 millones de visitas al mes. Se trata de una empresa que fue adquirida en 2006 por otro de los gigantes corporativos de la era digital, el motor de búsqueda Google, que desembolsó, entonces, 1,650 millones de dólares por esta red social de videos.

Complementan el exclusivo grupo de empresas que operan redes sociales de alcance global, iniciativas como LinkedIn, enfocada a la integración de redes de académicos y profesionistas, e Instagram, abocada a la distribución y almacenamiento de fotografías. Por su parte el fenómeno WhatsApp, un espacio para la «conversación» fundado apenas en 2009 y adquirido por Facebook en 2014 por la suma de 19 mil millones dólares, declaró a principios de 2016 haber alcanzado la cifra de mil millones de usuarios mensualmente. Una cantidad superior a los usuarios declarados por su «compañía madre». Entre otras estadísticas notables WhatsApp declaró ser el canal de emisión diaria de 42 mil millones de mensajes y 250 millones de videos.

Desde luego, estas no son, ni de lejos, las únicas redes sociales que actualmente operan en el mundo, pero en vista de su magnitud y peso económico bien pueden ser consideradas como los «buques emblemas» de la comunicación interactiva y de la «auto-comunicación masiva» en emergencia. Esa dinámica de comunicación que está en continua edificación y que día tras día dibuja el rostro de una sociedad-audiencia menos proclive a la pasividad y más inclinada a la participación en los procesos de emisión y recepción comunicativa. Un rostro que plasma el sentido pluricultural de la globalidad, en el que en teoría todos cabemos pero de manera diferenciada. Un rostro, sin embargo, atravesado por las diferencias y las desigualdades. No somos en manera alguna aquella sociedad receptora, pasiva, que hace apenas un siglo se imaginaban ciertas corrientes del pensamiento sociológico y filosófico, pero tampoco acabamos de ser el conglomerado creativo, consciente y altamente proactivo recreado por ciertas visiones de inclinación naif (o voluntarista. Todo indica que nos desplazamos en una dinámica de flujos intensos de interacción en donde una de las pocas certezas consiste en reconocer la centralidad de la comunicación en escenarios sociales diversos, desiguales y contrastantes.

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