Mediatización social. Poder, mercado y consumo simbólico

 

 

Título del Capítulo: «Epílogo: Audiencias, avalancha y atmósfera»

Autoría: Pablo Arredondo Rodríguez

Cómo citar este Capítulo: Arredondo Ramírez, P. (2016): «Epílogo: Audiencias, avalancha y atmósfera». En Arredondo Ramírez, P., Mediatización Social. Poder, mercado y consumo simbólico. Salamanca: Comunicación Social Ediciones

ISBN: 978-84-15544-91-3

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/epil.emcs.12.ei10

 

 

 

 

Epílogo: Audiencias, avalancha y atmósfera

 

 

El nuevo panorama de la comunicación está obligando a los académicos a repensar y rediseñar las estrategias teóricas y metodológicas para el estudio de las audiencias. El consumo, y seguramente la recepción/apropiación de los mensajes mediáticos en un entorno «saturado por los medios» exige contemplar fenómenos novedosos, en cierto sentido inéditos, de los procesos aludidos. Por ejemplo, el deslinde de los insumos que componen la «dieta mediática» entre los segmentos juveniles de la población que cuentan con acceso pleno a las nuevas tecnologías se torna bastante más intrincado que antaño. Las prácticas de consumo simultáneo o la tendencia «multitask» bajo la que operan, complejiza la forma de medir o sopesar la presencia de unos medios frente a otros.

El mismo concepto de consumo está cambiando. ¿Qué significa ver televisión en un mar de ofertas audiovisuales que lo mismo incluyen al videoclip, que al spot, que al documental, que a las series en capítulos o que a las películas, en un espacio único como YouTube, o en servicios bajo demanda como Netflix o Claro video? ¿En dónde comienza y en dónde termina el concepto de consumo noticioso cuando las fuentes de información del «acontecer» se multiplican a través del «periodismo ciudadano» de las redes sociales, o cuando los blogs de profesionales y de amateurs de la noticia y el análisis se cuentan por cientos o miles? ¿Cómo aquilatar el peso de los medios en nuestra vida cotidiana cuando los hemos integrado de tal forma que de momento es difícil diferenciarlos del paisaje individual que nos constituye? Piénsese por ejemplo en la vinculación que hemos establecido con el teléfono móvil. Ya forma parte del atuendo personal y a la menor provocación nos obliga a interactuar con y a través de tal tecnología con el resto del mundo. Como ha sugerido Villoro, constituye una prótesis para los humanos de este siglo. El teléfono, en su versión móvil, ha adquirido un nuevo significado en el territorio de las redes, la interacción y lo multimediático.

Los dilemas que surgen con los nuevos contextos mediáticos y su relación con las audiencias no son exclusivamente académicos. Seguramente para los estudiosos de los mercados y para las mismas empresas que operan en los sectores de telecomunicaciones y de radiodifusión, los retos que se levantan son considerables. El esfuerzo publicitario depende de una correcta apreciación del tamaño y de las formas de actuar de las audiencias. Los audímetros o people meters, sofisticados instrumentos para capturar las inclinaciones de las audiencias televisivas en los hogares, están resultando insuficientes. El nuevo escenario exige tecnologías más adecuadas y formas de aproximación a la audiencia adaptadas a la era multimedia que se está imponiendo (Buzeta y Moyano, 2013; Lacalle, 2011). La audiencia, como concepto y como realidad social se mueve, muta y abraza formas novedosas de existir.

 

La múltiple condición de las audiencias y la mediatización

 

Uno de los postulados de estos ensayos asume que la «audiencia» como fenómeno sociológico puede ser analizada desde, al menos, tres grandes lógicas: el poder, la economía (mercado) y la cultura (o mundo simbólico). Así lo planteamos en el trayecto de este trabajo. En los escenarios de la comunicación masiva tanto como en los de la interactiva, la audiencia constituye un objeto de interés para quienes participan en los juegos del poder.

Si la política ha sido capturada por la lógica mediática, la idea de una ciudadanía consumidora permanente de mensajes, agendas y símbolos relativos al poder es imprescindible para entender el modo de operación de los contextos democráticos y no tan democráticos. La llamada «opinión pública» se nutre de información que circula en el espacio tecno-mediático, y éste a su vez parece permear a toda actividad vinculada con la cosa pública. La audiencia, en el mejor de los casos, puede ser contemplada como expresión de ciudadanía; como parte de los activos de una sociedad participativa e informada. Aunque también, y por qué no decirlo, puede ser percibida como un objeto de deseo para quienes la ven como un «sujeto social manipulable», o al menos influenciable por la vía de la información y la propaganda. Esa dualidad es inherente a la condición de audiencia-ciudadanía.

Por su parte, en el trípode analítico aludido, la audiencia también es una moneda de cambio, una expresión de mercado. Tal y como lo sugirió en su momento Dallas W. Smythe, la audiencia es una «mercancía» supeditada a la lógica de la compra-venta y de la acumulación de capital. Los medios (al menos los que operan bajo el signo de la comercialización) congregan audiencias con una finalidad: intercambiarlas en el mercado de la publicidad. Las audiencias consumen mensajes informativos y de entretenimiento, pero también consumen todo tipo de mercancías. Son mercancías en, al menos, un doble sentido. Y lo son en un mundo en donde las tecnologías de información y de comunicación se multiplican y afianzan su centralidad en los procesos de generación de valor y de acumulación capitalista. Por eso, las implicaciones económicas de las comunicaciones (dentro de las cuales el papel de las audiencias es sumamente relevante) no pueden escindirse del estudio de la mediatización social. En la era del «capitalismo digital» (Schiller, 2000) la tecnología de la información está potenciando los flujos del capital, intensificando la globalización, e integrando las dinámicas propias de la acumulación a todo lo que encuentra a su paso.

No menos relevante es asumir que la sociedad-audiencia es receptora y recreadora de imaginarios, de símbolos, de valores «intangibles». En pocas palabras, es una fuente de creación y recreación de cultura en el sentido más amplio de la palabra. La centralidad de los medios es una centralidad cultural, en la que abrevan cotidianamente millones de individuos en busca de información y de entretenimiento. Nuestra interacción con el mundo físico y social atraviesa más que nunca por el mundo de la mediación tecnológica. Por eso, el análisis de los patrones y tendencias del consumo mediático es ahora una actividad estratégica para comprender el perfil cultural de la sociedad contemporánea.

 

Mediatización creciente y desigual

 

Operamos en el entorno de una sociedad que se amalgama a través de procesos de comunicación cada día más intensos e invasivos. Sin embargo, tales formas de operación no son homogéneas. Paradójicamente la «mediatización» no es un fenómeno que se presente de la misma manera en todos y cada uno de los contextos sociales; en buena medida depende o está condicionado por estructuras de distribución del poder y riqueza prevalecientes. En el «viejo» paradigma de la comunicación las brechas de conocimiento fueron asumidas como expresión de patrones de acceso diferenciados más allá de los gustos «populares» y de tal tipo de inclinaciones. Sociedades saturadas por la imagen y escasamente proclives a la cultura del papel. Segmentos de la población con patrones de consumo simbólico poco diversificados y escasamente sofisticados. En el «nuevo» modelo, las diferencias se extienden a los usos «superficiales» vis a vis los «más profundos» de las nuevas tecnologías. Y en el más agudo de los casos a la polarización social entendida bajo la dualidad de «inclusión» o «exclusión» del mundo digital. Así, por ejemplo, al iniciar 2016 un informe del Banco Mundial sostenía que los «dividendos» o ganancias de la digitalización y de la conectividad (uno de las expresiones de la sociedad mediatizada) estaban mal repartidas en el mundo. La explosión tecnológica de las comunicaciones poco estaba aportando para estrechar las diferencias existentes entre sociedades ricas y aquellas que sobreviven en la periferia del capitalismo. Lo mismo se podría decir sobre los impactos al interior de las sociedades, sobre las condiciones de los segmentos privilegiados frente a aquellos marginados del desarrollo. Los beneficios no están distribuidos de manera equitativa. El diagnóstico elaborado por el Banco Mundial (ibíd.: 4) sostiene que (al momento de su elaboración): «Por cada persona conectada a una banda ancha de alta velocidad, hay cinco que no lo están. A nivel mundial, 4 mil millones de personas no cuentan con acceso a Internet, cerca de 2 mil millones no utilizan la telefonía móvil, y casi 500 millones radican en zonas en donde se carece de señales para telefonía móvil.» En pocas palabras, la conectividad y el acceso a las tecnologías de la información y la comunicación son todavía una aspiración en muchas partes del mundo.

La desigualdad social está presente en el torrente de la mediatización: «Así, mientras la tecnología digital se ha expandido, los beneficios han quedado restringidos. ¿Por qué? Principalmente por dos razones. Ante todo porque cerca del 60 por ciento de la población mundial todavía no accede a la conectividad y no puede participar de la economía digital de manera significativa. Y en segundo lugar, porque muchos de los supuestos beneficios de las tecnologías digitales se ven opacados por los riesgos que conllevan… No es de sorprender que los segmentos más educados, mejor conectados, y mejor capacitados estén recibiendo los beneficios de la revolución digital» (ibíd.: 2-3). Existe una clara vinculación entre los indicadores de acceso al informacionalismo con aquellos que dibujan las condiciones de desarrollo económico y social. La intensidad de usos y la presencia de las TIC es explicable a partir de rasgos individuales, pero quizá mayormente por las características estructurales en las que cohabitan distintos segmentos poblacionales.

No obstante, las diferencias y las brechas prevalecientes, como bien apunta el informe del Banco Mundial, y como bien sostienen diversos análisis, se suceden en medio de una explosión de usos y apropiaciones de las novedosas tecnologías de la comunicación. Día tras día es posible encontrarse con información que nos habla de los territorios sociales «conquistados» por las TIC, de las novedosas aplicaciones de las mismas, de los escenarios plagados de innovación y cambio. La expansión mediática va configurando simultáneamente un entorno, un «medio ambiente», en el que subsistimos sin percatarnos de su determinante presencia. Fenómenos como el de las redes sociales son una clara manifestación de ello, aunque no sea ni de lejos la única. Sobrevivimos, por ejemplo, en un mundo plagado de pantallas que bombardean, intensa y continuamente, los espacios en los que trabajamos tanto como en los que nos divertimos. Suplantamos interacción personal por interacción tecnológica. Nos apropiamos del mundo gracias a las extensiones mediáticas que hemos integrado a la vida cotidiana. Tanto o más que hace décadas, las metáforas de McLuhan recobran su vigencia. Qué mejor ilustración de ello que el mundo de la telefonía móvil, un órgano vital del que dependemos sistemáticamente y sin el que ahora mismo es difícil cohabitar en el mundo que nos rodea.

La mediatización subordina paulatinamente a las lógicas de entretenimiento al igual que a las de participación ciudadana y a las del quehacer económico. El análisis detallado de cómo, específicamente, y con qué consecuencias esa dinámica mediatizadora marca los derroteros de cada contexto social es tarea de los científicos sociales contemporáneos. Exige ahondar en los detalles de la historia y de las condiciones estructurales que han facilitado el desarrollo de la centralidad mediática en cada uno de los rincones de un mundo tan globalizado como diferenciado. Un escenario que permite la cohabitación de tendencias generales con particulares. La mediatización en tanto fenómeno social, universal y multidimensional, plantea retos incuestionables para extraer de la entraña las condiciones que determinan a la sociedad en la que habitamos.