Periodismo en red: acción y reflexión

 

 

Título del Capítulo «Secretos y mentiras. Apuntessobre la regulación del periodismo y de las plataformas digitales»

Autoría: Héctor Fouce; Juana Escabia; Pablo Mazo

Cómo citar este Capítulo: Fouce, H.; Escabias, J.; Mazo, P. (2022): «Secretos y mentiras. Apuntes sobre la regulación del periodismo y de las plataformas digitales». En Castellet, A.; Pedro-Carañana, J. (editores), Periodismo en red: acción y reflexión. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.

ISBN: 978-84-17600-67-9

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c1.emcs.13.p99

 

 

 

Secretos y mentiras. Apuntessobre la regulación del periodismo y de las plataformas digitales

 

Héctor Fouce

 

Juana Escabias

 

Pablo Mazo

 

 

 

 

1. Presentación. Internet, las redes sociales y la explosión del big data

 

En las últimas décadas, en paralelo a la expansión del capitalismo digital, el concepto de información ha visto alterada su naturaleza para adecuarse a la necesidad expansiva de unos mercados en constante búsqueda de nuevos espacios de producción. Reducida a datos, la información se ha convertido en una materia prima al servicio de un puñado de grandes empresas globales que requieren de escasa mano de obra, cuyos clientes proporcionan la fuerza de trabajo fundamental, generando tanto los contenidos como los datos asociados a su historial de navegación y consumo que las empresas digitales venden a publicistas y otras empresas de naturaleza similar (Srnicek, 2018). La información ya no es presentada como nutriente del conocimiento o de la democracia, sino como un mero activo que, bajo el pretexto de la conexión, ha permitido el nacimiento de un nuevo modelo económico (Castells, 2010; Chiapello; Boltanski, 2002) que, en el camino, ha alterado radicalmente nuestra percepción del espacio y del tiempo y nuestra subjetividad (Turkle, 2012; Carr, 2010).

Cada vez son más los autores que llaman la atención sobre las disfunciones y riesgos de esta forma de tratar la información (Morozov, 2011; Rendueles, 2013; Pariser, 2017; Zuboff, 2019; Moreno, 2022). Hubo un tiempo, no obstante, en que estas transformaciones fueron vistas con esperanza e incluso con entusiasmo utópico. Un texto paradigmático en este sentido podría ser ¿Qué es lo virtual? de Pierre Lévy (1999), que sintetiza la clase de discurso hegemónico de finales de los noventa en torno a las transformaciones sociales vinculadas a lo virtual: un proceso que era poco menos que un paso más en el proceso de hominización, respecto al cual no había mucho que temer —y en cualquier caso nada que hacer—:

El ciberespacio (...) manifiesta propiedades nuevas que hacen de él un importante instrumento de coordinación no jerárquica, de puesta en marcha de una sinergia rápida de las inteligencias, de intercambio de conocimientos, de navegación en los saberes y de autocreación deliberada de colectivos inteligentes (Lévy, 1999: 104-105).

Su desarrollo aparecería como la realización de un proyecto así formulado: «el de la constitución deliberada de nuevas formas de inteligencia colectiva más flexibles, más democráticas, fundadas sobre la base de la reciprocidad y del respeto a las singularidades. En este sentido, la inteligencia colectiva se podría definir como una inteligencia distribuida por todos lados, continuamente valorizada y puesta en sinergia en tiempo real» (Ibíd. 1999: 88). Inteligencia colectiva, desintermediación y natural democratización por contagio del «mundo real» vendrían de la mano del cibermercado, «más transparente que el mercado clásico» (1999: 58). «Quizás haya que considerar las acciones de la economía virtual como acontecimientos en el seno de una especie de mega-psiquismo social para el sujeto de una naciente inteligencia colectiva» (1999: 63). La utopía tecnopolítica de la inteligencia colectiva podía enmascarar entonces la última transformación del capital y permitir afirmaciones como aquella según la cual «lo virtual, en un sentido estricto, tiene poca afinidad con lo falso, lo ilusorio o lo imaginario» (Lévy, 1999: 14). El cambio de ciclo y la quiebra de legitimidad de este discurso, que podemos cifrar entre la caída de Lehman Brothers (2008) y las elecciones del Brexit y la victoria de Trump sobre Clinton (2016) (Mason, 2017) desautorizan hoy un tecnoentusiasmo calificable, como poco, de ingenuo.

En el paradigma dataísta detrás de los principales modelos de negocio actuales en las redes, somos interfaz y prosumidor (productor y consumidor a un tiempo). Los datos son hoy el combustible del cibercapitalismo como en su momento lo fueron el carbón o el petróleo. Los datos representan «la concreción en forma de información de nuestros actos y deseos, la materia prima de la que se abastece el tecnocapital. (...) Los datos están vinculados en esencia a motivaciones y emociones que brotan de la parte más primitiva de nuestro cerebro: el sistema límbico. Debemos asumir en adelante que la fuente de energía del tecnocapital no se encuentra bajo la corteza terrestre sino bajo la corteza cerebral» (Moreno, 2022: 15-16).

Es difícil resistir la tentación de conectar esta forma de tratar la información con el cuestionamiento de la «comunidad basada en la realidad» (Reese, 2019: 202) sobre la que se construyó la institución periodística. La academia tiene una cierta responsabilidad en esa creciente erosión de la legitimidad de los medios de comunicación; no solo se aceptó la mencionada visión tecnoutópica de autores como Lévy sino que se celebró, incluso desde los estudios de periodismo, el fin de los medios y del periodismo para abrazar una supuesta comunidad informativa horizontal, no jerárquica y liberada de intermediaciones. Como señala el mismo autor, los estudios académicos se han centrado en señalar los puntos ciegos de los medios —«demasiado blandos con el poder, demasiado miopes en la cobertura de voces no elitistas y minoritarias» (Reese, 2019: 203)—, obviando que, a pesar de sus flaquezas, el periodismo forma parte de un ecosistema informativo diverso imprescindible para construir una esfera pública democrática abierta a la participación ciudadana (Peñamarín, 2014). Pero la información tal y como era entendida en la práctica periodística y en el ámbito de los estudios de comunicación fue una de las primeras víctimas de esta hiperinflación de datos monetizables. Los modelos de negocio de los medios de comunicación han tenido que reinventarse y adaptarse, en procesos a menudo traumáticos, hasta que en la era de la postverdad (Rodríguez Ferrándiz, 2018) hemos intuido que quizás los medios no eran el enemigo; que su papel como filtro (gatekeepers) y sus operaciones de establecimiento de agenda y enmarcado de los acontecimientos podían ser tan problemáticas como necesarias; y que se necesitaba ahondar en los procedimientos periodísticos como el fact checking, en lugar de dejar de lado una institución centenaria nacida con la Ilustración al tiempo que el método científico y la democracia representativa.

La reivindicación del papel del periodismo en una sociedad de la información ha de ser uno de los elementos para construir una crítica del actual sistema informativo y del papel de las redes. Esta crítica requiere de la reflexión sobre, al menos, dos ejes: la propia concepción de lo verdadero y lo falso sobre la que construir las reflexiones sobre fake news y desinformación y, ligada a esta, la existencia de mecanismos de control sobre las propias redes sociales, necesarios para establecer, precisamente, la adecuación de la actividad de las plataformas a los valores democráticos de veracidad, exactitud, transparencia y participación.

 

2. Hechos y opiniones

 

La apertura a los puntos de vista de los otros, imprescindible para la existencia de la democracia (Arendt, 2002) es cada vez más difícil en una esfera pública digital fragmentada y gobernada por dinámicas empresariales que fomentan los filtros burbuja (Pariser, 2017) y las cámaras de eco (Sunstein, 2003). La opacidad de estas operaciones de segmentación de las audiencias, ajenas al control de los usuarios, pero también de cualquier organismo regulador, no puede separarse de la creciente circulación de informaciones falsas que se adaptan selectivamente en función de los universos de sentido de los diferentes grupos sociales, siendo el escándalo de Cambridge Analytica uno de los ejemplos más notables (Cadwallard, 2018).

En el fondo de este problema tan contemporáneo resuenan los ecos de discusiones antiguas: la distinción entre verdad y opinión, la relación entre los hechos y sus representaciones, el papel de la interpretación en la descripción de la realidad… Para filósofos como Popper (cit. en Parra Pujante, 2014: 19) «solo hay una teoría de la verdad que pueda ser realmente tomada en serio: la teoría de la verdad como adecuación, la teoría que afirma que un enunciado es verdadero si coincide con los hechos, con la realidad». Hannah Arendt (2017: 35), sin embargo, señala una distinción entre verdad racional (la que emana de las matemáticas, por ejemplo) y verdad factual: esta última es política por naturaleza, ya que «se refiere a acontecimientos y circunstancias en las que son muchos los implicados; se establece al ser presenciada y son muchos los testimonios». Se combina con la opinión en tanto los hechos dan forma a las opiniones, aunque estas pueden diferir en función de los diversos intereses de los participantes en la discusión. Las opiniones serán legítimas siempre que respeten la verdad factual. «La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos» (Ibíd.).

Arendt introduce en la relación entre hechos y opiniones el concepto de información, central en nuestra contemporaneidad (Castells, 1998). Muchas voces, impulsadas por la desconfianza hacia la acción humana, de cuya tendenciosidad seríamos liberados por la supuesta imparcialidad de las máquinas (Carr, 2010), han reivindicado la información «como algo objetivo, natural, cuya existencia, generación o transmisión, no depende de la interpretación cognitiva de un posible agente» (Drestske, cit. en Parra Pujante, 2014: 32), Pero la propia Arendt (2017: 35) desmonta esta pretensión objetivista, puesto que los hechos nunca son independientes de la opinión y la interpretación.

En primer lugar, hay que rescatar [los hechos] del caos de los meros acontecimientos (y los principios para llevar a cabo la elección no se basan en los datos objetivos) y después hay que ordenarlos en un relato que solo se puede transmitir desde una determinada perspectiva, la cual no tiene nada que ver con los hechos originales.

No existen hechos puros, en tanto todo proceso cognitivo es un proceso de interpretación que genera un signo más desarrollado (un interpretante, en la concepción del signo de Peirce). Pero sin duda los hechos son un elemento central en el trabajo periodístico, y están en la base de la pretensión de los medios de crear el presente de referencia (Gomis, 1991). La constante apelación a la objetividad es la manifestación más evidente de esta centralidad de los hechos, pero es necesario señalar que la lógica del discurso informativo tiene una complejidad añadida que nace de la posición central de las fuentes en este modelo discursivo.

Como señala Parra Pujante (2014: 22), un enunciado como «en tres meses se acabará el paro» solo adquiere condición de verdad, en los citados términos de Popper, si en ese tiempo el fin del desempleo puede ser verificado. Pero si esa frase es pronunciada por el presidente del gobierno en una rueda de prensa, el propio enunciado se convierte en hecho. Un titular como «El presidente afirma que en tres meses se acabará el paro» es objetivo en términos periodísticos, independientemente de lo que suceda con el desempleo en ese periodo.

Escolar (2015) señala que esta centralidad de las declaraciones «pudo tener algún sentido cuando estaba considerado como el súmmum del objetivismo —contábamos lo que oíamos, tal cual; eran aquellos tiempos en que nos llamábamos a nosotros mismos ‘notarios de la actualidad’»—. Es un modelo de periodismo «vinculado a la tradición objetivista del modelo liberal propio de los países anglosajones... Sin embargo, su práctica en España obvia uno de los elementos básicos de este patrón: el ejercicio del escrutinio público del poder… conectado a la función de perro guardián» que nunca ha sido dominante en nuestro país. La centralidad de este tipo de hechos «fabricados» en los medios sustenta numerosas críticas a un modelo de periodismo declarativo demasiado aferrado a las notas de prensa y los eventos promocionales de partidos políticos y compañías comerciales (Casero-Ripollés, 2012).

Este complejo juego de combinaciones entre hechos y enunciados está en la base de las teorías de la enunciación; forma parte de una estrategia textual propia del lenguaje periodístico que reclama para sí el dominio de la verdad. Como señalan Greimas y Courtés, (1982: 433).

El enunciador ya no es considerado productor de discursos verdaderos, sino de discursos que producen un efecto de sentido «verdad»: desde este punto de vista, la producción de la verdad corresponde al ejercicio de un hacer cognoscitivo particular, el hacer parecer verdad, que puede ser denominado, sin ningún matiz peyorativo, hacer persuasivo.

La verdad, para Greimas, se define por el entrecruzamiento de dos ejes semánticos, el del ser y el del parecer, que denomina inmanencia y manifestación. La verdad sería lo que, en términos discursivos, es y parece lo que es, mientras que su opuesto (lo que no parece y no es) es la falsedad. La mentira añade complejidad y fascinación en tanto que refiere a lo que no es pero parece ser: su opuesto es el secreto (algo que es pero no se aparece).

Este entrecruzamiento de conceptos nos da un punto de arranque para analizar la problemática relación de nuestra sociedad mediatizada con la verdad, un campo tensionado por la competencia entre los viejos medios de comunicación y las redes sociales. El cuestionamiento de la realidad que mencionaba Reese al inicio de estas páginas se relaciona tanto con la preeminencia de la mentira como con el poder del secreto. Si bien la relación de los medios con la verdad y con la transparencia siempre ha sido mejorable, en la actualidad en las redes sociales se produce una retroalimentación entre la circulación de mentiras, espoleadas por la avidez humana de intercambiar mensajes alimentados por las peores motivaciones, y el secreto en el que operan estas compañías, cuyas dinámicas de control de la circulación de mensajes están mediadas no solo por algoritmos, sino también por decisiones sobre cómo estos deben funcionar, realizadas por personas y entidades ajenas a cualquier obligación de transparencia y control. La ligereza con la que nuestra sociedad ha asumido esta opacidad contrasta con la constante demanda de transparencia, control y rendimiento de cuentas que se exige a los medios de comunicación periodísticos.

 

3. Control y transparencia

 

La desconfianza hacia los medios y su pretensión de ser el cuarto poder siempre ha estado presente en las democracias liberales. Pero, como ha señalado Rosanvallon (2008), el sistema de reparto de poderes de la democracia emana precisamente de la desconfianza y está establecido para evitar la aparición de un poder despótico. En paralelo a la demanda de legitimidad de los medios para vigilar al poder político, aparece un conjunto de normas que configuran al periodismo como un campo con identidad propia, separado de los actores políticos a los que inicialmente daba voz de forma explícita (Chalaby, 1998). En el plano discursivo, estas normas están encaminadas a separar los hechos de las emociones: neutralidad, objetividad, equilibrio y exactitud, así como veracidad, facticidad, exactitud y completud (Chalaby, 1998: 130).

Es cierto que los propios estudios sobre la práctica profesional de los periodistas han cuestionado extensamente la idea de objetividad como fuente de legitimación del periodismo (Deuze, 2005), llegando a calificarla de «ritual estratégico» (Tuchman, 1998). Pero, en un contexto en el que la producción de información se ha descentralizado y ha dejado de ser un monopolio de los periodistas y los medios profesionales, evocar la objetividad como un valor de la información es una manera de defender los valores democráticos. «Seguimos necesitando un sistema de reglas perdurables, funciones, procedimientos y normas, es decir, una institución, donde los valores pueden ser articulados públicamente y las cuestiones éticas debatidas» (Reese, 2019: 203).

La objetividad no es un atributo del periodista sino del método periodístico que señala Chalaby (1998). Ese método contribuye a apuntalar una ideología profesional, un sistema de creencias característico de un grupo particular y que incluye el proceso de producción de sentido y de ideas (Deuze, 2005). La institución periodística descansa además en un conjunto de normativas legales particulares (como la cláusula de conciencia o el secreto profesional) y unos mecanismos de control de la labor informativa, altamente polémicos. Si bien la mayoría de los medios de referencia cuentan con defensores del lector o del espectador, su capacidad de reorientar el trabajo de sus compañeros, al no tener capacidad sancionadora, es limitada. Y desde la profesión se ha argumentado históricamente que la mejor ley de prensa es la que no existe, discutiéndose extensamente la labor de instituciones de control como el Consejo Audiovisual de Cataluña. En cualquier caso, a pesar de las limitaciones de estos mecanismos de control, la propia discusión sobre sus funciones y capacidades evidencia que la ideología profesional del periodismo no es ajena a la necesidad de dar respuesta a las demandas ciudadanas de las que emana su legitimidad.

Es ingenuo esperar que este conjunto de normas, ideologías, prácticas e instituciones garantice automáticamente el acceso a la verdad. Pero reconocer sus limitaciones no implica renunciar a la verdad factual que, como recordaba Arendt, es un elemento central sobre el que descansa la libertad de expresión. Como ha señalado Sartori (cit. en Parra Pujante, 2014: 133) «podemos reconocer que la Verdad (en mayúsculas) es inalcanzable y, no obstante, perseguir el ideal de la verdad». La imposibilidad de demostrar de manera factual indiscutible buena parte de la experiencia que articula el discurso público no invalida que exista una experiencia compartida y la posibilidad de un acuerdo sobre el mundo. «Entre el todo vale y la demostración irrefutable está el amplio aspecto de lo verosímil y lo probable» (Castañares, 2019: 242). Cuando la razón demostrativa, apoyada en la lógica, ya no es posible, «aún queda otra posibilidad: la argumentación» (Ibíd.).

 

4. Redes sin institución

 

Frente a esta apelación de los medios periodísticos a normas e instituciones que garanticen el mantenimiento de su legitimidad como cuarto poder, uno de los requisitos fundamentales del moderno capitalismo informacional es la inexistencia de regulaciones. El utopismo tecnológico de autores como Lévy conectó con la desconfianza hacia la burocracia y el gobierno que Silicon Valley heredó de la contracultura de los años 60 (Castells, 2010), configurando lo que se ha dado en llamar ideología californiana (Barbrook; Cameron, 1995), que se ha convertido en el paradigma dominante en nuestros tiempos. En este contexto, no es sorprendente el rechazo de la cultura digital hacia una institución como el periodismo, con más de un siglo de antigüedad, marcada por la jerarquización y la autonomía profesional: el fin del periodismo vendría a ser una consecuencia más del nacimiento de un nuevo orden cultural más horizontal y desintermediado en el que también habrían desaparecido las discográficas, los estudios de cine y las bibliotecas, cuyas actividades y objetivos habrían sido apropiados por las masas de prosumidores y las tecnologías y empresas de las web (Levine, 2011).

En este marco ideológico y práctico, los medios de comunicación periodísticos son solo un actor más del panorama informativo; buena parte de las noticias que producen circulan en las redes sociales como Facebook, compitiendo por la atención de los usuarios con muchos otros tipos de contenidos producidos por una amplia diversidad de actores. Esta pretendida democratización de la información, loable a priori, obvia una diferencia fundamental en torno al origen de la información: mientras que los medios son instituciones construidas en torno al objetivo de producir noticias que permitan a los ciudadanos tomar sus propias decisiones en una sociedad democrática (Kovach; Rosenstiel, 2014), las redes sociales como Facebook o Twitter no producen contenido, son simples entornos en los que los usuarios comparten información, chismorreos, bromas o cualquier tipo de material expresivo.

No debería extrañarnos, por tanto, que la principal ambición de las redes sociales sea generar la mayor cantidad posible de tráfico: cuanto más tiempo pasemos en una red social, cuantas más interacciones generemos, más datos sobre nosotros mismos vamos dejando (Carr, 2008). El negocio de las redes sociales es convertir todos estos datos banales en información valiosa para aquellos que quieren vendernos sus productos, pero también sus opciones políticas. Como señala Vaidyanathan (2018: 18), «Facebook está explícitamente organizado para promover asuntos que generen fuertes reacciones» porque esta apelación emocional es buena para su negocio. «Facebook es bueno para generar motivación. Es terrible para la deliberación» (Ibíd., 20).

Sin embargo, el discurso de empresas como Google o Facebook elude explicitar su naturaleza extractiva; en ningún momento el usuario es informado de que ese servicio que supuestamente disfruta de forma gratuita está cobrando un peaje en forma de datos, la materia prima sobre la que las redes sociales y los buscadores construyen su negocio. La misión de Facebook, según su fundador Mark Zuckerberg, es hacer que el mundo sea más abierto y conectado (cit. en Vaidhyanathan, 2018: 17). Es difícil que surjan voces que se opongan a un fin tan loable y tan consonante con los valores de la democracia liberal. Pero lo cierto es que, tras las recientes revelaciones de Frances Haugen sobre la organización interna de Facebook (Wall Street Journal, 2021), sus líneas de actuación y sus decisiones muestran que estos valores enunciados pasan a un segundo plano cuando se trata de garantizar la maximización del beneficio.

En 2018 Facebook cambió el algoritmo que favorece que ciertos contenidos sean más visibles, penalizando las noticias de los medios y favoreciendo las interacciones con amigos y familiares, con la explícita ambición de ampliar el tiempo que los usuarios dedican a Facebook. Este cambio afectó severamente a la economía de los medios periodísticos, puesto que parte de su tráfico llega directamente desde las redes sociales.

Muy rápidamente, los técnicos de la empresa se dieron cuenta de que este cambio estaba generando más crispación en buena medida debido a que los actores institucionales, como partidos políticos y movimientos sociales, estaban intensificando el nivel provocativo de sus mensajes para compensar el orillamiento generado por el algoritmo (Keach; Horwitz, 2021). Facebook, según las filtraciones publicadas por el Wall Street Journal, era consciente del efecto que su nueva política generaba; y de que era posible reducir la información falsa que circula en su red si se alteraba el parámetro que favorece, de forma predictiva, los contenidos que se identifican como potencialmente capaces de generar más respuestas.

Aun así, los informes internos dejan claro que la empresa no tiene un modelo de inteligencia artificial capaz de identificar los discursos de odio y frenar su influencia en la esfera pública. Sin embargo, Facebook insistió, incluso en las audiencias de Zuckerberg ante el Congreso de EEUU, en que la inteligencia artificial que su empresa desarrollaba era capaz de cambiar el tono de la discusión pública. Fadi Quran, un investigador del grupo de defensa de los derechos humanos Avaaz, entrevistó a empleados de Facebook que reconocieron no ser capaces de detectar el contenido negativo en su red ni de actuar por tanto en su limitación. «Al ocultar el problema y dar la impresión opuesta, de que el problema está bajo control, Facebook está siendo cómplice de permitir que esas violaciones de derechos sigan adelante» (Seetharaman; Horwitz; Scheck, 2021).

La apuesta por que sea la inteligencia artificial quien controle el contenido que circula en Facebook nace de la negativa de Zuckerberg a admitir responsabilidades editoriales sobre el contenido, comunes a todas las redes sociales y en la base de su regulación, como veremos más adelante. «No queremos ser los árbitros de la verdad», dijo en el Congreso (Horwitz, 2021). Pero lo cierto es que, a pesar de la «falta crónica de inversión en los esfuerzos de moderación» (Ibíd.) que describen los documentos internos filtrados, Facebook no se ha mantenido neutral ante sus usuarios.

Una de las revelaciones más sorprendentes de Haugen mostró la existencia de un programa (XCheck) que «ha eximido a los usuarios de alto perfil de cumplir con algunas o todas sus reglas», eliminando la supuesta neutralidad de la red. Por ejemplo, mientras que las normas de publicación prohíben el uso de imágenes personales de contenido erótico, el futbolista Neymar pudo publicar fotografías comprometedoras de una mujer que le acusaba de violación con el objetivo de deslegitimar sus acusaciones. En estos casos, el contenido no era eliminado, sino que las quejas eran dirigidas a empleados con más capacitación y discreción para ignorar las normas de publicación cuando ello favorece la interacción y el tráfico de la red (Horwitz, 2021).

En contraste, Facebook ha sido capaz de eliminar las publicaciones de ciertos movimientos políticos percibidos como peligrosos, estableciendo una censura preventiva. Por ejemplo, eliminó las publicaciones de cientos de usuarios que pretendían organizar el American Patriot Party en apoyo de Trump y de sus reclamaciones de fraude electoral a pesar de que no se habían violado las reglas de publicación. Por mucho que consideremos que la extrema derecha es un peligro para la democracia, no podemos ignorar que estas decisiones de Facebook «sobre a quién silenciar, sin discusión pública ni derecho de apelación, pueden tener un gran impacto» sobre nuestras sociedades (Marantz, 2021).

En resumen, Facebook ha hecho de la mentira y del secreto dos estrategias de supervivencia. «Cuando Facebook habla sobre estos temas públicamente, frente a los legisladores, los reguladores y (…) su propia Junta de Supervisión, a menudo proporciona respuestas engañosas o parciales, enmascarando cuánto sabe» (Horwitz, 2021).

Las sucesivas filtraciones han puesto en una delicada situación a la empresa, laminando su legitimidad, incluso entre sus propios empleados. Samidh Chakrabarti, un ejecutivo que encabezó el Equipo de Integridad Cívica, explicó en un documento interno: «una de las razones fundamentales por las que me uní a Facebook es que creo en su potencial para ser una fuerza profundamente democratizadora. Eso permite que todos tengan voz por igual. Así que tener diferentes reglas sobre lo que se puede decir para diferentes personas es muy preocupante para mí» (Horwitz, 2021).

 

5. En busca de un marco regulatorio

 

La alergia de los magnates de internet a las regulaciones —tan vinculada como se ha dicho a la ideología californiana en la que nacieron sus empresas— considera que la red es la obra de un grupo de visionarios emprendedores capaces de crear de la nada un mundo paralelo ajeno a las reglas y regulaciones del viejo mundo analógico. Pero, como ha explicado Levine (2011), el gobierno de Estados Unidos proporcionó buena parte de la ciencia, la financiación y la visión que impulsaron Internet. La falta de reglas que ha permitido la creación de inmensos monopolios como Google o Facebook fue el precio a pagar para lograr el acuerdo entre las entonces nacientes industrias digitales y los gigantes del entretenimiento que dieron lugar a las autopistas de la información. La Digital Millenium Copyright Act firmada por Bill Clinton en 1998 creó una figura legal que eximía a las empresas de internet de las infracciones que sus usuarios pudiesen cometer al subir contenidos. La figura legal del puerto seguro (safe harbour) permitió la aparición de lo que ahora llamamos «contenidos generados por el usuario» al cambiar los términos de la responsabilidad del contenedor. Pensado inicialmente para garantizar la protección del copyright, se ha ido aplicando a otros ámbitos ligados a la libertad de expresión. Mientras que las industrias culturales y los medios de comunicación tienen responsabilidad legal por los contenidos que publican, las redes sociales tienen esa responsabilidad limitada. Los usuarios pueden publicar sin ningún tipo de control, pero una vez que el «proveedor de servicios de internet» tiene noticia de que una infracción ha sido cometida, tiene la obligación de retirar ese contenido.

En la práctica, la política de puerto seguro ha permitido que los empresarios de las redes sociales mantengan un discurso que niega la naturaleza comunicativa de sus empresas. «Considero que somos una empresa de tecnología porque nuestra actividad se basa en ingenieros que escriben código y crean productos y servicios para otras personas», explicó Zuckerberg ante el Congreso tras el escándalo de Cambridge Analytica (Castillo, 2018). Ha permitido también la creación de gigantes del entretenimiento como YouTube a costa de la inversión y el esfuerzo de las compañías discográficas, que han denunciado sistemáticamente la «brecha de valor» (value gap) que permite que YouTube se lleve buena parte de los ingresos por publicidad que los vídeos musicales generan en internet (Levine, 2011; Fouce, 2017).

Este principio de puerto seguro está ahora bajo escrutinio en la Unión Europea, afectando a la relación entre las empresas de internet, los medios de comunicación y las industrias culturales. Una vez más, los cambios normativos arrancan de la regulación del copyright: la nueva directiva de la UE de 2019 establece que las grandes empresas como YouTube no podrán acogerse al puerto seguro y están ahora obligadas a llegar a acuerdos con sus proveedores de contenidos para fijar tarifas que satisfagan a ambas partes. Esta misma directiva obliga a retribuir a los medios de comunicación por el uso de sus contenidos en los buscadores como Google.1

Al mismo tiempo, el inmenso tamaño de las plataformas digitales comienza a generar conflictos internos. Una plataforma que en principio parecía liberada de estos dilemas sobre la responsabilidad editorial como Spotify comienza a darse cuenta de la necesidad de definirse cuando estalla un conflicto como el que ha enfrentado a Neil Young con el podcaster Joe Rogan: cuando el veterano músico canadiense amenazó con retirar su música de la plataforma de streaming por considerar que no podía compartir espacio de difusión con un racista, la compañía optó por mantener el activo que generaba más tráfico (Mulligan, 2022). Al incorporar pódcasts a su oferta sonora, Spotify ha dejado de ser una biblioteca y se ha acercado más a ser una radio, descubriendo que las opiniones y las informaciones requieren de una gestión editorial como la que Zuckerberg rechaza sistemáticamente para Facebook.

La Unión Europea es sin duda el actor internacional más decidido a poner límites a las mentiras y los secretos que articulan la acción de las grandes plataformas. Los comisarios de Competencia y Mercado Interior (Vestager; Breton, 2020) explicitaron estas intenciones en una tribuna titulada Poner los servicios digitales al servicio de los europeos:

Hemos escuchado el llamamiento de ciudadanos y empresas. El mensaje es claro: los intereses comerciales y políticos de un puñado de empresas no deben dictar nuestro futuro. Europa tiene que establecer sus propios términos y condiciones.

La Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales permitirán definir las obligaciones de estas compañías y evitar que se comporten de forma injusta, imponiendo normas al tráfico de contenidos que garanticen «un viaje más seguro para todos». Ya con anterioridad, el Reglamento Europeo de Protección de Datos sirvió para castigar a Fecebook por almacenar los datos de los ciudadanos europeos en un país como EEUU, que no garantiza la adecuada protección a la privacidad, tras las denuncias de Max Schrems (Kuchler, 2018).

 

6. Conclusión

 

Las constantes revelaciones sobre las conductas irregulares de las plataformas de internet y las regulaciones que comienzan a limitar sus campos de actuación parecen estar alimentando un clima de opinión que deja atrás el ingenuo utopismo que vio nacer el internet 2.0. Cada vez son más los autores y autoridades que reivindican que los valores democráticos, basados fundamentalmente en el imperio de la ley, la transparencia, la responsabilidad y el respeto a la verdad no pueden ser dominio exclusivo del mundo analógico, permitiendo un mundo digital darwinista regido por la ley del más fuerte.

En estas páginas hemos argumentado que la mentira y el secreto son elementos consustanciales al éxito de las plataformas, y que ambos están ligados a la falta de regulación que ha impulsado su crecimiento oligopólico. La mentira y el secreto difícilmente encontrarán acogida en un mundo regido por la verdad, una condición necesaria para la vida democrática. En este mundo común compartido (Arendt, 2002) los medios de comunicación periodísticos han creado un modelo de obligaciones, controles y contrapesos que han servido para modelar su relación con la verdad. Este es sin duda un concepto esquivo y altamente problemático, pero precisamente por esa razón se hace necesario que aquellos actores sociales que se pretenden manejadores de la verdad y la información estén sujetos a la obligación de transparencia y al control institucional. Frente a la mentira y el secreto que impulsa el negocio de las plataformas, reivindicamos la necesidad de regulaciones que necesariamente nacen de definir a las plataformas como Facebook como medios de comunicación sujetos a responsabilidades editoriales. Esta tarea no requiere de inventar nuevos mecanismos o instituciones, sino de mejorar e implementar algunas ya existentes testadas durante décadas en los medios de comunicación periodísticos.

 

Referencias

 

Arendt, H. (2002). La condición humana. Barcelona: Paidós.

Arendt, H. (2017).Verdad y mentira en la política. Barcelona: Página indómita

Barbrook, R.; Cameron, A. (1995). «The Californian ideology», Mute, (no. 3)

Cadwallard, C. (2018). «Exposing Cambridge Analytica: ‘It’s been exhausting, exhilarating, and slightly terrifying’», .

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Casero-Ripollés, A. (2012). «El periodismo político en España: algunas características definitorias», in Casero-Ripollés, A. (ed.) Periodismo político en España. La Laguna: Sociedad Latina de Comunicación Social, pp. 19-46.

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1 Esta regulación, que a nivel nacional habían establecido con anterioridad España y Alemania, llevó a la retirada de Google News de España en diciembre de 2014. https://support.google.com/news/publisher-center/answer/9609687?hl=es