Investigación en comunicación y feminismo. Debates en torno a la producción, usos y trayectorias en el siglo XXI

 

 

Título del Capítulo «De la otredad abstracta a las “otras mujeres”: dilemas éticos y metodológicos del uso de experiencias femeninas en los estudios culturales»

Autoría: Cilia Willem; Ignacio Moreno Sagarra; Iolanda Tortajada

Cómo citar este Capítulo: Willem, C.; Moreno Sagarra, I.; Tortajada, I. (2023): «De la otredad abstracta a las “otras mujeres”: dilemas éticos y metodológicos del uso de experiencias femeninas en los estudios culturales».En Postigo Gómez, I.; Vera Balanza, T. (eds.), Investigación en comunicación y feminismo. Debates en torno a la producción, usos y trayectorias en el siglo XXI. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.

ISBN: 978-84-17600-65-5

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c4.emcs.16.cyg1

 

 

 

4. De la otredad abstracta a las «otras mujeres»: dilemas éticos y metodológicos del uso de experiencias femeninas en los estudios culturales

 

Cilia Willem

 

Universitat Rovira i Virgili

 

Ignacio Moreno Sagarra

 

Universidad Complutense de Madrid

 

Iolanda Tortajada

 

Universitat Rovira i Virgili

 

Introducción

En un momento en el que, a pesar de los retrocesos y los ataques constantes que sufre, el feminismo ha consolidado un espacio en la cultura popular, el activismo y la academia (Willem; Tortajada, 2021), deberíamos evitar triunfalismos y preguntarnos por las dinámicas comerciales, neoliberales, burguesas y eurocéntricas que reaparecen en los espacios de producción de conocimiento cuando no les prestamos la suficiente atención. El activismo nos ha enseñado que no hay descanso en esta tarea y el feminismo académico que una de las principales preguntas que debemos hacernos es la de quiénes son los sujetos y cuáles son los objetos de la investigación y, así, no sólo recoger las voces de quienes participan en la investigación, sino sus saberes (Curiel, 2014).

Este capítulo aborda uno de los retos metodológicos de la agenda feminista: la participación real de las «otras mujeres», es decir, aquellas que forman parte de una investigación y a las que se considera como las «consumidoras» o las «investigadas». Podríamos decir que, más que un desafío, es un asunto pendiente, porque fue una responsabilidad definida por algunas teóricas feministas del ámbito de la comunicación, pero con la que la academia no supo comprometerse. Ahora que se habla de impacto social de la investigación, recuperar aquellos desarrollos teóricos feministas nos ayuda a entender que, si no prestamos atención a la forma en la que organizamos la investigación, nuestra perspectiva feminista es parcial e incompleta.

A pesar del creciente interés por los estudios sobre el género y los medios, y por la adopción de la perspectiva feminista en muchas de estas investigaciones, este es un campo que sigue chocando con el escepticismo y las dudas de muchas personas en el mundo académico y en la sociedad en general, que cuestionan la relevancia de que se realicen más investigaciones al respecto. La discontinuidad de la producción científica en este ámbito —que algunas autoras consideran un estancamiento (Buonanno, 2014; Van Zoonen, 2011)— tampoco ayuda a disipar estas sospechas continuas sobre la «idoneidad» del feminismo en los estudios de comunicación. De todos modos, estos parones intermitentes —comprensibles en cualquier línea de investigación— no deben desviarnos del objetivo de concluir un trabajo que se definió hace más de cincuenta años y en el que está en juego algo más que lo que se dirime en la batalla cotidiana por la representatividad y la visibilidad de las producciones realizadas por las mujeres, pues no podemos obviar cómo la incorporación de las experiencias culturales de las mujeres mejora la teoría cultural.

El concepto de cultura que aquí defendemos se materializa en un conjunto de prácticas que nacen en contextos concretos. Dichas prácticas están conectadas con los objetos y los textos en un ciclo de mutua conformación, y también con las relaciones de poder que las atraviesan. Para comprenderlas en su complejidad, y evitar simplificaciones, es imprescindible incorporar al análisis cultural la agencia de las personas, es decir su capacidad transformadora (y no sólo transmisora). Al rechazar tanto el determinismo económico como el patriarcal, las autoras vinculadas a los Estudios Culturales realizaron una importante contribución a las teorías de la comunicación y al análisis cultural, cuestionando una noción transhistórica consolidada sobre la subordinación de las mujeres. Explorar la cotidianeidad, inevitablemente, se vinculó a la idea de dar voz, pero no desde una posición ingenua que olvidara cómo las mujeres se ven afectadas y limitadas en los diversos espacios de poder, incluido el de la academia.

En este sentido, McRobbie (1982) nos hace notar algo obvio a la vez que obviado constantemente: la dificultad de reflejar directamente las opiniones de las participantes en la investigación. Sólo preguntándonos por nuestra propia posición (de poder) en la investigación y cuestionando las posibles derivas reclutadoras, extractivas o esencialistas de nuestra acción investigadora, podemos realizar un trabajo riguroso y no jerárquico.

Por un lado, las mujeres investigadoras están sumergidas en las mismas culturas que quieren investigar y sus identidades y lealtades sociales, con todas sus contradicciones, están impregnadas de lo hegemónico. Por otro lado, la academia no está exenta de relaciones de poder que condicionan y habilitan a las investigadoras, que pueden optar por practicar una ciencia que denuncie y transforme las desigualdades que sufren las mujeres, o bien quedarse en un plano más administrativo.

Al hilo de estas contribuciones, en este capítulo nos vamos a centrar en aspectos teóricos y metodológicos que refuerzan la idea de la participación real y horizontal de las mujeres «investigadas» y de aquellos colectivos no académicos que, a menudo, son instrumentalizados en la investigación. La investigación feminista puede aportar herramientas conceptuales para que la voz de estas personas no quede secuestrada y para que sean ellas quienes definan sus necesidades desde el inicio de la investigación, asegurando y exigiendo la calidad y el compromiso del trabajo científico.

Feminismo y cultura popular

En cierto modo podríamos decir que los primeros análisis feministas que se hicieron sobre la cultura popular en época contemporánea partieron de dos abstracciones: la primera, la de los estereotipos y la segunda, la del sujeto psicoanalítico. A finales de la década de 1960 se forman, al calor del asociacionismo de la Segunda Ola, los primeros grupos que estudiaron el papel de las mujeres en los media. Estos grupos de análisis que fueron tanto informales (grupos feministas de autoconcienciación) como formales (universidades o agrupaciones profesionales) se centraron en el recuento y clasificación de estereotipos de mujeres, intentando dilucidar cómo esas imágenes femeninas prefabricadas diferían de las reales. Si bien esta primera aproximación fue sometida a una serie de críticas (Pollock, 1992) por su esencialismo y arbitrariedad —¿quién dictamina cuáles son las imágenes positivas o negativas de las mujeres?— los macro-estudios como los que continúa llevando a cabo Stacy L. Smith (Smith et al., 2010) demuestran la pervivencia de este tipo de aproximación. Junto a ese enfoque, desde mediados de 1970 podemos afirmar que las herramientas psicoanalíticas se ponen en marcha, para dilucidar en profundidad los mecanismos de identificación que plantea el cine narrativo, especialmente a partir del trabajo de Laura Mulvey (1975). La conclusión es que el cine de entretenimiento siempre ha construido al espectador en masculino dirigiendo su visión a esa otredad femenina que es el personaje femenino, que posee una capacidad de ser mirada, un to-be-looked-at-ness, lo cual si bien aportaba profundidad al análisis de género de los media, lo colocaba en un callejón sin salida.

Pese a las enormes diferencias que existen entre estas dos aproximaciones, ambas concebían a la cultura popular como una herramienta de manipulación ideológica y tenían un sujeto político implícito y uniforme, el de las «mujeres»: frente a los estereotipos y la mirada masculina se encontraba el colectivo de las «mujeres reales» que se identificaba con un «nosotras». Este tipo de retórica política de la Segunda Ola se hallaba ampliamente extendido entre los escasos y mal financiados estudios de género que se produjeron en los setenta y entre los que podemos destacar a estudios como los de Hobson (1982), quien analizaba la recepción de una telenovela como Crossroads sintiéndose identificada con las mujeres de su estudio; la investigadora era, por lo tanto, sujeto y objeto de estudio. Esta aproximación entró en crisis con una serie de trabajos que se producían desde finales de la década de 1980 y en contextos tan variados como la educación y el contacto directo con las alumnas, o los estudios culturales que utilizaban la etnografía. Desde esos espacios se empezaron a formular preguntas como «¿Quién puede hablar por las mujeres?», «¿Cómo podemos sacar a la luz las diferencias de poder en el proceso de estudio?», «¿Cómo marcan esas diferencias nuestros resultados?».

¿Escribir «nosotras» o «ellas»?

Una de las primeras investigaciones que puso sobre la mesa estas diferencias surge del contexto anglosajón y más concretamente de los estudios culturales, circunstancia que responde a una cierta lógica como la presencia de herramientas marxistas o la atención prestada al uso que los grupos marginales hacen de la cultura. Dentro de ese contexto, fue Angela McRobbie, con su trabajo sobre mujeres jóvenes y subculturas de finales de los setenta, quien señaló el modo en el que cuestiones preliminares como la edad o la posición social rompían no solo la hegemonía de la visión de clase sino también la homogeneización de la visión de género (analizando específicamente el uso que hacían las mujeres jóvenes de la cultura). Años más tarde, McRobbie hablaría sobre los retos de la investigación antropológica y cultural de la década de los ochenta con «The politics of feminist research: between talk, text and action» (McRobbie, 1982), en donde señalaba la deuda de la etnografía feminista con las herramientas de análisis socialistas, la necesidad de ajustar las investigaciones a los patrones académicos, así como la toma de conciencia de las herramientas metodológicas utilizadas. Junto a estas reivindicaciones también apuntaba ciertos límites de las investigaciones feministas que se habían llevado a cabo en los años anteriores como los marcados por la necesidad de deshacerse de un concepto monolítico del género y por evitar una actitud reclutadora («el feminismo no es una causa evangélica», llega a afirmar). Así mismo, señalaba el peligro de caer en una actitud paternalista similar a la de los sociólogos de izquierdas que habían producido retratos exóticos o muy romantizados de la clase obrera. Para McRobbie, el feminismo habría obligado a que las investigadoras localicen sus propias experiencias y biografías en la investigación, pero no debían caer en la falsa noción de unicidad con todas las mujeres en base al género. Adoptar una posición investigadora que no sea extractiva, reclutadora o esencialista es, para McRobbie, esencial para que la etnografía feminista continúe siendo relevante en su propósito de conocer la vida y los pensamientos de las mujeres, especialmente, aquellas que por su posición o edad se encuentran silenciadas, como las mujeres jóvenes o las excluidas socialmente. Fue precisamente este espíritu el que llevó a McRobbie y a McCabe en Feminism for Girls (2012) a realizar un trabajo riguroso pero no jerárquico en el que se mezclaron las visiones de un grupo de profesoras políticamente implicadas con estudiantes, profesoras de secundaria y trabajadoras sociales.

La distancia que se producía entre las investigadoras y los sujetos de la investigación se convirtió en un tema recurrente dentro de los análisis feministas de la cultura popular de la década de los ochenta que tenían en común ser metodológicamente eclécticos. Frente a la visión de McRobbie se encontraba, por ejemplo, la de Tania Modleski (1989) que fue una de las primeras teóricas en señalar la importancia de las comunidades interpretativas definidas por el género, así como la necesidad de una crítica feminista políticamente situada y que no se avergonzara de su carácter reclutador. Para Modleski, el deber de la (mujer) académica y la crítica cultural es reconocer los aspectos comunes que tiene con las otras mujeres, diferenciándose únicamente por poseer una voz más articulada. Modleski, en definitiva, no se diferenciaba a sí misma de las audiencias de culebrones, utilizando la primera persona del plural («nosotras») y señalando que, como la mujer no académica, las especialistas también pueden ser manipuladas ideológicamente por estos relatos.

Esta posición fue descrita por Brunsdon (1993) en su balance de la crítica feminista de la televisión durante los setenta y ochenta como «transparente». Según Brunsdon esta posición de análisis lleva implícita la idea de que no existe la otredad femenina ya que se comparte una sororidad universal. Para Brunsdon, si bien esta proximidad puede ser un elemento potenciador de la investigación, esa supuesta transparencia puede llevar a ocultar las diferencias sociales, raciales y de opción sexual.

Un aspecto que resulta muy interesante del análisis de Brunsdon es su enfoque estructuralista por el que señala que el discurso crítico feminista sobre cultura popular no sólo analiza las distintas posiciones que las mujeres espectadoras toman ante la narrativa sino que, en cierto modo, las produce y construye. Brunsdon identifica tres posiciones que pudieran tomarse ante las audiencias femeninas por parte de la crítica feminista: la transparente, que hemos visto con Modleski, la hegemónica y la posmoderna. La hegemónica, según Brunsdon, sería la mayoritaria dentro de los estudios etnográficos y de audiencias del momento y estaría asociada con la actitud reclutadora de la que hablaba McRobbie, es decir, tendría una finalidad política clara: sustituir los referentes culturales femeninos por otros feministas, siendo estos dos polos escasamente definidos. En definitiva, haría referencia a que la investigadora se califica como inmune a los encantos patriarcales del relato popular, señalando sus engranajes ideológicos al resto de las mujeres. Brunsdon señala que esta posición, pese a ser la mayoritaria, está recorrida por una contradicción esencial que, en cierto modo, nos habla del carácter precario de los estudios de género y feministas de esa década. Esa contradicción residiría en la necesidad de reivindicar una serie de narrativas mediáticas tradicionalmente consideradas femeninas —desde los culebrones hasta los melodramas maternos pasando por las revistas juveniles— para caer en la celebración polarizada y esencialista de los géneros que el propio feminismo intenta desmontar. El caso de Modleski es muy significativo por el paso que dio entre «debemos analizar la importancia para las mujeres de un género tan denostado por el patriarcado como los culebrones» a «el culebrón construye a todas las mujeres como madres ideales».

La cuestión de género es sólo una de las contradicciones que plantean este tipo de estudios hegemónicos, ya que según la estudiosa Meaghan Morris (1999) existen evidentes diferencias de poder entre investigadas e investigadoras. Si bien, como explica la profesora Morris, la práctica feminista académica debe rechazar esa distancia con las «mujeres ordinarias», ésta no puede dejar de señalar la fascinación que estas figuras crean en los discursos de las teóricas, hasta el punto de preguntarse: «¿Qué placer encuentra la mujer académica al investigar a las mujeres corrientes?». Para completar esta crítica, Morris (1996) en su famoso análisis de la banalidad de los estudios culturales señalaba a las herramientas etnográficas como un modo de democratizar el conocimiento a pesar de que en la mayoría de casos la aplicación de distintos métodos complementarios puede echar por tierra ese espíritu. Morris apunta a técnicas derivadas de la sociología empírica o el periodismo destinadas a recopilar datos de un grupo de informantes seleccionados y en el que la investigadora se sitúa fuera de la cultura estudiada, rechazando compartir rasgos.

Existiría una tercera posición, la posmoderna, en la que, según Brunsdon, no existiría separación con las personas del estudio porque, esta vez, todo el mundo es considerado otredad. Brunsdon define los estudios que agrupa bajo esta etiqueta de «particularismo radical» que le lleva a reivindicar posiciones individuales cruzadas por la raza o la clase, así como los valores autobiográficos de la investigación. Un ejemplo que pone de esta posición es el estudio Schoolgirl Fictions de Valerie Walkerdine (1990) en el que los recuerdos de la propia investigadora que adquieren forma autoetnográfica se mezclan con las vivencias de las personas que analiza.

Las otras voces y la etnografía cultural feminista

El debate sobre la distancia entre la investigadora y los sujetos de su investigación se convirtió en central para dos libros cuyo éxito decidió, en cierto modo, la deriva de los estudios culturales feministas de la década de 1980. Watching Dallas de Ien Ang (1985) y Reading the romance de Janice Radway (1991) representan ese giro conceptual que va de estudiar los textos mediáticos en sí a analizar a las audiencias como si fueran textos. Dicho de otro modo, el cambio por el que las analistas abandonaron sus torres de marfil académicas para involucrarse con las verdaderas lectoras que dejaban de ser unas abstracciones. Pese a sus enormes diferencias, los estudios de Ang y Radway poseían una serie de elementos en común que nos resultan muy significativos: por ejemplo, ambos parten de una tradición de reflexión feminista que presenta lo personal unido con lo político y en este caso en concreto, el modo en el que determinado consumo cultural personal pudiera tener valores políticos. Junto a ello, ambos consideran que las consumidoras culturales son las personas más aptas para analizar los hábitos de consumo propios —los discursos de las consumidoras se convierten en la materia prima— y que las herramientas de la etnografía puede ser útiles para recopilar esos relatos. El tema central de estos estudios es, en definitiva, cómo las lectoras interaccionan con determinados textos populares prestando atención a los valores contextuales de este proceso. Junto a ello, debemos señalar que en los estudios de Ang y Radway, éstas realizaron una aproximación limitada a la investigación etnográfica clásica en cuestiones como la cantidad de entrevistas realizadas o el tiempo de observación empleado. Esta unión entre los estudios de audiencias y la etnografía feminista será posteriormente analizada por autoras como Beverly Skeggs (2001), quien expone que lo definitorio de cualquier investigación feminista no sería su metodología sino su posición ética, que en el caso de la etnografía pasa por problematizar la posición investigadora y la producción de conocimiento, así como la cosificación del otro. En esa misma línea, Judith Stacey afirmaba en su artículo «Can there be a feminist ethnography?» (Stacey, 1988) el mito de la correspondencia y mutualidad entre investigadora e investigadas, señalando cómo puede enmascarar relaciones de poder: las investigadas pueden compartir su información personal pero, en última instancia, no controlan el proceso y pueden sentirse explotadas durante el mismo.

Otro de los aspectos que resultan especialmente interesantes de estos dos estudios es la autonomía y agencia que sus autoras otorgaron a las personas que participaron en sus estudios. La agencia nos remite a uno de los grandes temas que los estudios culturales feministas han tratado de dilucidar: la capacidad de las mujeres, como espectadoras/lectoras, para aceptar, negociar o resistir las posiciones ideológicas que los relatos de la cultura popular le ofrecen. El concepto de autonomía dentro del proyecto de investigación de Ang nos habla también a la necesidad de analizar y poner en valor los discursos culturales, sociales y de género que acaban constituyendo y delimitando a las audiencias, es decir, los discursos que dan forma a esas comunidades interpretativas. A ese respecto, los valores de calidad de las narraciones o el género de los consumidores (la afición de las amas de casa a las telenovelas) acaba por predeterminar el modo en el que las audiencias se aproximan a esos productos culturales y, a la vez, pueden constituir los códigos interpretativos y estrategias de lectura compartidos de una determinada comunidad como las lectoras de romance que analizó Janice Radway (1991).

El caso de Radway es muy relevante para este debate por dos cuestiones: primero porque a pesar de tener en cuenta distancia investigadora y partir de una posición en la que la académica feminista planteaba sus privilegios y acompañaba a las mujeres de su estudio hasta permitirles que expresaran cuestiones de política feminista en sus propios términos, esta cercanía se fue diluyendo hacia un uso de las herramientas etnográficas que escondían un sentimiento de superioridad intelectual que, en cierto modo, contaminó todo el proceso. Segundo, y en relación con lo anterior, a pesar de que las herramientas etnográficas permitieron a Radway encontrarse con los sujetos de su estudio, no se tomó el tiempo de dibujarlas sociológicamente de manera detallada, ya que sus premisas partían de un retrato de sus lectoras que resultaba tan cerrado como las posiciones espectatoriales que habría descrito el psicoanálisis. Según una de las críticas más incisivas de su obra (Purdie, 2003), a pesar de que Radway encontró patrones de lectura muy característicos en esa comunidad lectora del Medio Oeste, como investigadora insistió durante todo el proceso en mantener una separación con respecto a las personas entrevistadas, evitando construir terrenos comunes como que las personas académicas también pueden disfrutar de las novelas populares. Radway, en definitiva, se esfuerza en señalar que está «fuera» de la ideología patriarcal que, a pesar de dejar espacios de resistencia, impregna toda la literatura romántica. Desde esa posición, autoras como Brunsdon señalan que Radway había caído en el voyuerismo cultural (Brunsdon, 2003), un peligro que sólo podía ser confabulado de dos modos: o bien hablando de temas en los que la investigadora estuviera interesada, a través de la figura de la académica-fan de Henry Jenkins (1992), o bien a través de una figura intermedia que sirviera de conexión: una librera aficionada al romance, una hermana fan de la ciencia ficción, una amiga enganchada a una teleserie femenina. Un último aspecto que resulta interesante de la obra de Radway es cómo nos habla del carácter constructivista de la práctica etnográfica, que en su caso concreto se refiere al modo en el que, hasta la llegada de la etnógrafa, las mujeres de su estudio se encontraban aisladas en su consumo de novelas románticas para, con las reuniones grupales que conforman el grueso del estudio, pasar a constituirse como comunidad interpretativa y empoderarse en sus visiones de este género literario. Dicho de otro modo: Radway construyó literalmente la comunidad que iba a analizar.

Los peligros de la cercanía

En el anterior parágrafo veíamos el difícil equilibrio que las académicas debían mantener entre subrayar los aspectos comunes con las consumidoras de cultura y la necesidad de reflexionar sobre la posición investigadora que adoptaban y sus privilegios. Cuando este equilibrio se rompía a favor de la sobreidentificación con las personas investigadas se activaban otro tipo de críticas. Una de las más repetidas proviene de autores como McGuigan (2002), quien calificó a una gran parte de estos proyectos de «populismo cultural». Según este autor, en estos proyectos se subraya la solidaridad con la gente ordinaria desde una actitud excesivamente sentimental que llevaba a analizar únicamente los consumos culturales que encajaban con las expectativas de la investigadora y no las que la contradecían, resaltando de este modo las resistencias individuales (y no las lecturas hegemónicas). Según Meaghan Morris, ese aspecto daba a los estudios culturales un carácter circular: las personas investigadas se transformaban en lectores delegados, emblemas de la propia actividad de la crítica cultural. Este proceso era calificado por Morley y Brunsdon de una manera menos romántica como «ventriloquia populista» (Morley; Brunsdon, 1980: 31).

Resulta muy interesante pensar que estos análisis feministas sobre géneros tradicionalmente considerados femeninos como el romance, la teleserie o las revistas femeninas se produjeron en la década de los ochenta, en paralelo a uno de los grandes debates culturales feministas como fue el de la pornografía (también resulta muy curioso que los debates sobre pornografía no hayan entrado en el canon de estudios culturales, dicho sea de paso). Una parte de los análisis feministas sobre pornografía definieron a este género sobre la base de la erotización de la desigualdad de poder y, debido a esa falta de concreción, la categoría de porno colapsaba con otras formas culturales como la novela romántica que a través de análisis como los de Snitow (1979) fue calificada como de «porno soft para amas de casa». Sin embargo, el debate sobre pornografía comercial utilizó de un modo específico a las voces de las otras mujeres, que en este caso aparecían victimizadas. Aunque el debate es ciertamente complejo, merece la pena describirlo brevemente: la disputa feminista sobre pornografía, que adoptó la forma de guerra cultural y fue conocida en el ámbito anglosajón como sex wars presentaba los dos bandos del debate de una forma polarizada: las autoras pro-sex y anti-censura como, por ejemplo, Annie Sprinkle y Candida Royalle planteaban que la pornografía era un discurso, una representación y que, como tal, debía estar protegida por las leyes de libertad de expresión; en cambio, para autoras como Catherine MacKinnon o Andrea Dworkin el porno reflejaba acontecimientos reales que les ocurrían a personas reales, resaltando la realidad de los actos filmados según explica Margret Grebowicz (2013). Dentro de esa lógica, las consecuencias de la pornografía eran reales y adoptaban la forma de cosificación sexual, instigación a la violencia sexual hacia las mujeres, pedofilia, creación de una visión distorsionada de la sexualidad y el cuerpo, así como diversas formas de violencia cometidas durante la producción de este tipo de material. Para la facción anti-pornografía recopilar experiencias de mujeres reales que hubieran sufrido ese tipo de violencia fue un recurso ampliamente utilizado en la época. A ese respecto la socióloga Carol Smart en su libro Law, Crime and Sexuality: Essays in Feminism (1977) explicaba cómo esos testimonios reinscribían un carácter moral en el debate, elemento que veía positivo pero, sin embargo, en cierto modo blindaban la discusión ya que, a través de ellos, se acababa por trasladar la discusión desde una teórica poderosa hasta una mujer que había sufrido abusos pareciendo que a través del razonamiento contrario se negaban sus experiencias. Para Smart este era un dilema especialmente doloroso para las feministas. Aunque existieron intentos por recopilar experiencias desde el otro lado del debate, como Shannon Bell (1994) en su estudio sobre trabajadoras sexuales, también se hicieron utilizar críticas posmodernas sobre la fiabilidad de los testimonios como las de Baudrillard (1997), quien exponía que todos los que hablan de la experiencia lo hacían desde una posición convencional, que partía de historias de vida y que, por lo tanto, no tenían la distancia necesaria para un análisis radical.

El tema de la lejanía y proximidad, por lo tanto, vuelve a salir y establece un curioso paralelismo: si la cercanía de los estudios etnográficos con las personas analizadas las convertía en emblemas intelectuales de los estudios culturales, la cercanía de los testimonios de las mujeres violentadas por los efectos de la pornografía, en cierto modo, las convertían en emblemas morales de los debates de las sex wars. Esta relación entre cercanía y lejanía nos lleva a preguntarnos si no será la figura de la crítica feminista o de la crítica LGBTQ una de las posiciones idóneas desde las que investigar y articular otras voces. Una figura situada entre la cercanía y la lejanía, que por trayectoria vital se encuentra próxima a las personas que protagonizan su estudio, pero en las que difiere en la posesión de un capital cultural y de una voz más articulada.

Conclusiones

Como hemos visto hasta el momento, tanto los medios como la ciencia que analiza los medios promueven una comprensión del mundo eurocéntrica. Para superar esta mirada colonial, (hetero) masculina y joven habría que dejar de «hablar de» y empezar a «hablar con» las personas que participan en la investigación, especialmente si están atravesadas por diversos ejes de desigualdad. Hay que tener en cuenta que estos colectivos han expresado abiertamente su rechazo por las investigaciones que los convierten en meros objetos de estudio y reclaman un cambio en los estudios que los invisibilizan, tergiversan la comprensión de sus prácticas y/o contribuyen a perpetuar los estereotipos que sufren. Pero, ¿cómo poner en práctica una perspectiva metodológica feminista y culturalista? De lo recogido hasta ahora, se desprenden una serie de aspectos a tener en cuenta.

Primero, habría que apostar por desarrollar un trabajo investigador que no esté centrado en la jerarquía, reconociendo que, a menudo, tanto las personas investigadoras como las personas investigadas son sujetos sociales que comparten referentes culturales. Quienes investigan deben ser conscientes de la posición que ocupan y de las consecuencias que se desprenden, tanto de este rol como de lo que sucede en el propio desarrollo de la investigación, y procurar que se produzca ese diálogo horizontal. La participación de las personas en una investigación no debería pensarse como algo puntual, sino como una colaboración constante en todo el diseño de la investigación y en la toma de decisiones. La co-investigación no se basa en los rangos y permite que los estudios no se centren en los temas y análisis discursivos de siempre.

Segundo, habría que evitar posibles separaciones o fracturas de corte academicista para que el uso de conceptos teóricos no sea una barrera entre quienes participan en la investigación. Esto no significa renunciar a la generación de teoría, pero como ya pasó en otros espacios feministas, es importante que desde la academia los conceptos teóricos se compartan y sirvan para una comprensión conjunta de los fenómenos sociales, no para crear distancia o para que algunas personas obtengan beneficios profesionales de la investigación y otras no.

El objetivo de la investigación debe centrarse en comprender los mecanismos por los cuales se generan y consolidan relaciones de subordinación para superarlas a través de la crítica. La dimensión transformadora de la investigación es fundamental para conseguir cambios sociales. Por ello, el trabajo de campo no puede enfocarse en un sentido reclutador (no se trata de aleccionar a nadie), extractivista (las personas son sujetos y se trata de reconocer su agencia, no de instrumentalizarla) o esencialista (hay que romper con los numerosos binarismos que definen la realidad social). La investigación en su conjunto debe centrarse en la agencia y el cambio social.

También se deberían crear espacios de trabajo en los que primen el apoyo mutuo, la cooperación intelectual, el reconocimiento de experiencias comunes y la autocrítica. Estas prácticas de solidaridad y organización horizontal ofrecen el contexto adecuado para desarrollar investigaciones feministas. Es poco habitual en la academia encontrar estos valores, ya que la competitividad marca la pauta en muchos espacios de producción científica. Por ello, hay que entender la investigación no sólo como un estudio o conjunto de estudios concretos, sino como un enfoque global, en el que la manera en la cual nos organizamos tiene un peso muy importante. De esta manera se potencia el espíritu democrático dentro de la propia academia.

Habría que evitar que se generara el binarismo «nosotras-ellas» en el curso de la investigación. Un eje binario crea posiciones contrapuestas como la de «consumidoras» versus académicas, y tenemos que poder trabajar desde la extrañeza respecto a la propia posición (Brunsdon, 2003). Además, las participantes en la investigación no deberían convertirse en un discurso, o sus voces en meras citas de textos científicos (Morris, 1996). La identificación de conceptos y teorías generadas en la subalternidad y el reconocimiento de sus saberes permite romper con la asunción de que la otredad es el objeto de estudio (Curiel, 2014), y es fundamental para una comprensión intersubjetiva de la realidad.

Por último, deberían fomentarse los vínculos con los movimientos sociales, no sólo para que los equipos de investigación se abran hacia los conocimientos subalternos sino para asegurar que la vida cotidiana está en el centro de la investigación y que la interdisciplinariedad y la diversidad de los grupos de investigación se produce tanto dentro como fuera de la academia.

En definitiva, el reto es no tener que esperar otros cincuenta años para romper con el binarismo objeto-sujeto desde el feminismo.

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