Tecnopolítica, cultura cívica y democracia

 

 

Título del Capítulo: «Inconclusiones tecnopolíticas. Algunas tesis listas para ser tuiteadas»

Autoría: Jesús Sabariego; Francisco Sierra Caballero

Cómo citar este Capítulo: Sabariego, J.; Sierra Caballero, F. (2022): «Inconclusiones tecnopolíticas. Algunas tesis listas para ser tuiteadas». En Sabariego, J.; Sierra Caballero, F., Tecnopolítica, cultura cívica y democracia. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.

ISBN: 978-84-17600-69-3

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c3.emcs.22.cc22

 

 

 

Capítulo 3. Inconclusiones tecnopolíticas. Algunas tesis listas para ser tuiteadas1

 

 

 

 

¿Todo lo que es sólido se desvanece en las redes? El aforismo de Marx es más que conocido en la era de la modernidad líquida. En ello, el capitalismo digital no es muy original en esto, ya lo sabemos. La economía del mínimo esfuerzo, menor coste, mayor beneficio, y la inversión en odio para apuntalar las vallas digitales (e-nclosures), siempre en el nombre de la soberanía y la libertad, constituye el ADN de la economía política del Capital desde su origen. La diferencia, en nuestro tiempo, es que resulta mucho más rentable y menos costoso que antaño. Las multitudes conectadas hacen posible el sueño del Capital: trabajo gratis. Al tiempo, la tecnología ha devorado la política, imponiendo sus códigos, sus modos, no sólo numéricos o algorítmicos. La política ha dejado de ser un arte (ars), deviniendo una suerte de técnica (tekné ), lo que ha transformado radicalmente su condición hermenéutica, narrativa, interpretativa, tornándola incapaz de comunicar, esto es, de transformar, desde lo que nos es común, en el sentido amplio, profundo, y etimológico, de la comunicación. Pero la ciencia y el arte de comunicar es la producción de lo común, un capacidad creativa que de momento no se puede mecanizar íntegramente. Guattari (2015) nos recordaba que no aman las máquinas…

¿Sería una paparrucha de Internet (meme, sticker, GIF, emoticono…) capaz de activar la memoria celular, no sólo de darle forma a esta, sino de (re)crear nuevas temporalidades desde nuestros afectos, una especie de e-moción generadora de memoria, de re(e)existencias, más allá de la (im)postura en el feed de Instagram, los fleets de Twitter o los estados de WhatsApp? Parecería más bien una distopía propia del realismo capitalista, fragmentos impostados, el anzuelo para captar atención y tiempo, para transformar estos en beneficios, pingües beneficios, además. Esta es la diferencia con la famosa magdalena de Proust.

El detalle, el olor o el color que desencadenan la posibilidad de otro mundo, otros mundos, no son fragmentos, su real capacidad de conexión con la vida, de la que forman parte, los constituyen como verdaderos acontecimientos, en su más radical literalidad. Pero tenemos el efecto burbuja extendido e intensivo. El algorismo nos separa y la doctrina del shock nos une de la dependencia y la pobreza. En este horizonte histórico del Capitalismo Cognitivo, el tiempo de la vida, dice Franco «Bifo» Berardi en La sublevación (2013), se fractaliza por la máquina. Que es tanto como afirmar que vivimos un tiempo precario porque no nos pertenece. El tiempo de las mercancías en que nos hemos convertido no está definido por el deseo de los cuerpos, por el placer de los encuentros, sino por la linealidad unívoca de los falsos intercambios de las redes en las que estamos atrapados, mientras nos sume en un autismo hedonista.

Por ello es tiempo de vindicar el materialismo del encuentro. Hay que salir de ahí, en pos del cuerpo, de la comunicación primaria. Sólo desde éste podemos liberarnos; escapar de la máquina que nos habita y modela, que acelera nuestra subjetividad, subyugándola. Es tiempo, en fin, de tramar complicidades lentas y urdir otras redes, amplias, plurales, diversas, autónomas, preñadas de singularidades para imaginar desde ellas nuevos horizontes de futuro construyendo el principio de esperanza.

No podemos permitirnos que nuestros afectos escapen de nosotros mismos, que sean capturados por la lógica perversa de la acumulación, la competición y el capital. Como decía en Twitter el otro día una amiga: «Hemos llegado a Marte, pero no a amarnos

La tecnología ha codificado el deseo en el capitalismo cognitivo digital como su fuerza motriz. No existe una respiración común, la belleza de nuestros cuerpos ha devenido un flujo constante de pedazos cosificados, objetualizados, fragmentos de vidrio opaco que concurren entre sí a través de un espacio homogéneo, que ni es una red ni es social, en la medida en que solo sirven para alimentar la máquina de subsunción del Capital.

En este mundo patriarcal de capitalismo cognitivo digital, el deseo, nuestro deseo, es aniquilado por la constante actualización de una abstracta seducción simulada. Se trata de la naturalización de una huida infinita de nosotros mismos, del otro, a través de la acumulación de imágenes que se diluyen a cada instante. La acumulación como antesala de la competición de cuerpos que se consumen —compulsivamente—, en un intento vano de encontrarse, de llenar el vacío generado por la disrupción digital en nuestra humanidad. Haciéndonos pedazos, literalmente. Así las cosas, que nos atraiga lo que nos destruye nos aparta siempre del poder (Despentes, 2018).

Casi todo en Internet es un juego macabro al servicio del capital, la vida misma fuera de las pantallas —si aún es posible— ha devenido ese mismo tenor, un juego despiadado y barato, regido por el diktat neoliberal: acumular y acumular, competir y competir por acumular, más likes, más emoticonos, más interacciones y más atención que nutran a la máquina de falsas e-mociones, hasta la extenuación.

La disrupción de lo digital torna nuestras experiencias y afectos, el contexto que construimos, nuestra capacidad para interpretar, en simulacro, vaciando de potencia los acontecimientos. Las máquinas-de-la-visión son máquinas de guerra regidas por algoritmos contra nuestra propia visión.

La pantalla es la nada. Una viva imagen de la muerte. Vacío. Desierto. El punctum, la fascinación de la imagen, la fuga y la posibilidad de la metáfora, han sido devoradas metonímicamente por el píxel. Se toma la parte, el fragmento, el instante, por el todo.

Sin fuga posible, el píxel es la clausura. Esa imagen mortal está fragmentada, es incapaz de hilvanarse para crear un discurso, no se puede tramar, nos incapacita para urdir una trama, para tramar, para construir metáforas y habitarlas; si «el vídeo mató a la estrella de la radio», el píxel acabó con la poesía, con la subversión de la poesía como un arma cargada de futuro. Ese punto-ciego-de-la-intuición que se fuga hacia posibilidades abismales, la profundidad de un horizonte por descubrir, desaparece en el flujo constante de imágenes muertas intercambiables, sustituido por el vacío generado por imágenes-fantasma, las phantom-shots de las que hablaba Harun Farocki (2004), como una continuidad de espacios vacíos captados por las máquinas de guerra de la visión hacia un punto de no retorno, que nos incapacita para reapropiarnos de nuestra propia historia, salvo como apéndices del algoritarismo.

Habría que buscar hoy las palabras que no obedecen a la lógica numérica, que no están sometidas por los algoritmos cotidianos, la voz humana indisciplinada. La certeza de nuestros cuerpos precarizados expuestos a la tiranía de las pantallas durante ese terrible privilegio de clase del confinamiento global, incluso para protestar por éste, ha supuesto la expresión de una voz cotidiana digitalizada, mediatizada, como expresión del resentimiento, pero también de la solidaridad, de la cercanía, afectos de toda índole.

En lo que atañe a los oficios, a las artes comunicativas, tanto del periodismo como de la política, siempre anudadas y dependientes, se trata más bien de una cuestión de intensidad, de intensidades, sólo hay que ver dónde y cómo han forjado sus herramientas comunicativas algunos de los líderes políticos actuales, en qué trincheras se han fogueado.

Los representantes democráticamente electos se comportan políticamente ahora como trolls bajo la influencia de ese virus, suspendiendo las artes propias de la política, que incluso en su versión más radicalmente agonista tenían —desde la Atenas de Solón, hace más de dos milenios y medio—, una finalidad de manutención del sistema y el statu quo (véanse como ejemplo las políticas socialiberales de las últimas décadas y los viajes al liberalismo de la derecha conservadora, sobre todo en lo que atañe a la economía neoliberal, en aquello que Christian Laval y Pierre Dardot han llamado razón política única).

La idealista esfera comunicativa —y como correlato de esta la política— que encierra el corazón de una sociedad aparentemente cosmopolita, la discutida neokantiana propuesta del filósofo alemán Jürgen Habermas, se ha transformado en un lodazal hediondo en el que nuestras verdaderas necesidades, temores y anhelos son manipulados para servir de coartada a una ambición sin escrúpulos. En este escenario, ante el ciberpesimismo de la Inteligencia Artificial, el ciberoptimismo de la voluntad.2

Parafraseando a Albert Camus, si los medios justifican el fin, el ruido justifica los miedos, como pretexto del odio y la hostilidad, de la violencia, haciendo que paradójicamente, los modos, los modales, las imprecaciones e insultos vertidos cotidianamente en las sedes y asambleas parlamentarias, como únicos garantes del orden constitucional democrático, certifiquen la defunción de éste, el fin de los consensos sobre los que se ha organizado la vida política democrática en occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Toca hacer memoria de cómo hemos llegado a esta sociedad liquidada, líquida, del capital.

Re-cordar. Volver a pasar por el corazón. Estar cuerdo es estar consciente, lúcido, crítico, alerta ante un peligro, ante el advenimiento de un peligro —como aprendimos de Walter Benjamin—, leer las señales, interpretar los signos y los símbolos, intentar unir estos en una historia propia, una casa propia; la casa del lenguaje, de la acción, de los gestos y la vida autónoma y no autómata. Estas se confunden constantemente hoy, si es que aún existe el hoy, en la era de la gamificación y el simulacro.

Todo en Internet es un juego, la vida misma fuera de las pantallas —si aún es posible— ha devenido ese mismo juego, un juego despiadado en modo presente continuo, perpetuo, cuando las máquinas anuncian game over. En esta espiral del desencanto, cómo podemos proyectar en la historia futuros posibles desde la memoria histórica, cómo producir el acontecimiento en la huelga o vacío político de la mediación social,3 como nos recuerda Jean Baudrillard (2006). Re-historizar, apropiarnos de las palabras, contar la historia, nuestra historia con nuestras propias palabras, nuestras propias herramientas, no con las palabras y las herramientas del amo, parafraseando a Audre Lorde, es el reto por construir, no contra las redes sino indefectiblemente con la tecnopolítica. No asumir como prioridad esta política de la memoria subrogadaen es aceptar la imposibilidad de contar, de contarnos en el imperio de la mentira, de la posverdad, como consecuencia directa de una fragmentación que rompe el hilo del relato, imponiendo el sinsentido como nuevo sentido, la posibilidad de contarnos, más allá de un espejismo, de un juego de espejos que deforman nuestra imagen, desintegrando nuestras experiencias, el contexto que somos. Por fortuna siempre anida, estas situaciones de control total, la insurgencia de la vida propia. Ahora, la insurrección a esta sumisión voluntaria pasa por apropiarnos de nuestra memoria, del tiempo denso y profundo de los afectos frente al inútil y tóxico feed constante con el que alimentamos nuestra apatía, cada vez más carentes, necesitados de la pequeña subida de dopamina que alienta ese viaje narcisista a ninguna parte.

En aras de la superación de sus taras y límites, de su precarizada condición, a través de la promesa tecnológica, el cuerpo se transforma en un mero dato, cuya función se nos oculta bajo un caparazón algorítmico. Pero es posible desde la imaginación comunicológica pensar nuevos paisajes insurrectos con los que confrontar los modos dominantes de captura de la información y la pura vida.

Inspirado por el «holobionte» (Haraway, 2019), el organismo compuesto por un ser vivo y el resto de seres vivos —bacterias, microorganismos…— que viven con éste, el tecnobionte es el organismo compuesto por un ser vivo y el conjunto de «organismos electrónicos», aparatos, gadgets y cacharros tecnológicos conectados entre sí y a Internet —la llamada Internet de las cosas—, que viven con éste, así como las relaciones que mantienen, caracterizadas eminentemente por la vigilancia y el control del ser vivo: observándolo, vigilándolo y colonizándolo cotidianamente, extrayendo datos constantemente para transformarlos en plusvalía. Ello supone un desafío para la investigación en tecnopolítica, centrada hasta ahora en los sujetos activistas y el análisis de los medios, ya que éste disuelve la entidad de los sujetos sociales contemporáneos en procesos para cuya comprensión resulta estratégico el análisis de la información, siendo como es el elemento constituyente de la identidad, de las mediaciones e interacciones, que hace posible la reproducción sociocibernética. Toca pues comprometer la práctica teórica con una investigación militante de la producción tecnoactivista, desde una perspectiva instituyente, con nuestra propia producción de conocimiento, abierta y distribuida, basada en la praxis de lo común, frente a las toscas apropiaciones instituidas, en la esfera corporativa, por la clase a la que McEnzie Wark denomina «vectorialista» (2021).

Volviendo a Haraway (2019), si el «Capitaloceno» es la era geológica condicionada por la extracción salvaje y por sus consecuencias en relación con la transformación del mundo y sobre nuestro porvenir en la que habita el holoionte, la aceleración de estos procesos, provocada por la digitalización de la vida cotidiana, incide en el surgimiento de procesos de apropiación y transformación de la vida, radicalmente nuevos que han de ser impugnados.

Aunque se nos quiera contar que el capitalismo digital de nuevo cuño se ha independizado y es autónomo del viejo capitalismo extractivo, la estrecha imbricación entre uno y otro ha vuelto a quedar de manifiesto en las tímidas y tibias medidas adoptadas en la reciente cumbre del clima, como señal inequívoca de esta inescindible dependencia. Afuera se amontonan toneladas de basura tecnológica, las pantallas no nos dejan ver el bosque.

El flujo constante de imágenes ha cegado nuestra mirada a otros puntos de fuga (im)posibles, extinguiendo nuestra posibilidad de sobrevivir emocionalmente a la debacle. La brillante y valiente vida e-mocional que nos espera es una vida sin nosotros, y sin los otros, obviamente.

En una Internet sin cuerpos habitada abigarradamente por imágenes fantasmagóricas, la condición precaria de nuestros cuerpos, de la que habla Judith Butler (2015), desaparece quedando sólo la precariedad de las imágenes tras su falsa pátina de feliz posverdad.

En aras de la superación de sus taras y límites, de su precaria condición —precarizada, deberíamos decir—, el cuerpo se transforma en un dato, cuya función se nos oculta bajo un caparazón algorítmico que nos constriñe y al que nuestro tiempo —la falta de éste, más bien— y espacio han de adaptarse, para ser vistos apenas, pero no mirados ni observados, siquiera situados, tras la furibunda desterritorialización de dichos cuerpos y su reterritorialización en el interior de la máquina, esto es, como una mera función para la manutención de la misma.

Asumir la figura esbozada por Gilles Deleuze y Félix Guattari (1994), ante el dantesco espectáculo cotidiano deshumanizado que ofrece la red, es quizás la forma de concebir la rebelión ante la amenaza de la desaparición, un acto de prestidigita(liza)ción frente a los que obra la máquina que nos hace imperceptibles ante la multitud conectada, afanosamente espoleada por la máquina para mostrar una apariencia impostada de forma incesante.

Hay quienes defienden que es posible habitar, digitalmente, las contradicciones ante la red —a la que constituimos y nos constituye—, hacer emerger el conflicto, la duda, el error humano frente al machine learning y la Inteligencia Artificial. Tal vez abandonar el sesgo, el filtro, el recorte, dejar de editar y remezclar, buscar el sentido anacrónico de las imágenes, dotarlas de poder, sean viables para sostener las ecologías de vida. Como escribe Ingrid Guardiola (2019), «quizá no aparecer sea el auténtico tabú de una sociedad que quiere que todo esté a la vista». Algo inconscientemente nos convoca, pese al abigarrado paisaje tecnopolítico, y nos mueve a operar la liquidación, el cortocircuito, desaparecer de aquí y salir a la calle en pos del cuerpo. Es hora de pensar este programa del materialismo del encuentro, construir con otros cuerpos un modelo otro de mediación social desde el sur y desde abajo. En este empeño venimos trabajando y esta es la experiencia que podemos adquirir de los Recientes Movimientos Sociales Globales. Corresponde ahora al lector el primer movimiento. El nuestro ya comenzó hace años.

 

 

1 Algunas de las tesis y aforismos expresados aquí, se han desarrollado en estos dos últimos años como parte del plan de comunicación del proyecto en diversos medios digitales internacionales. En España, concretamente, a través de la columna Tecnopolítica, en el Diario El Salto, cf. https://www.elsaltodiario.com/tecnopolitica, último acceso el 25/04/2022.
2 Propuesta tecnopolítica de ecos gramscianos. Cf. Gramsci (1978), específicamente el artículo Against Pessimism.
3 Cf. <https://journals.openedition.org/eces/1343>, último acceso el 23/04/2022.