ISSN: 2660-4213 Número 10, año 2023. URL: espejodemonografias.comunicacionsocial.es
monografías de acceso abierto open access monographs
ISBN 978-84-17600-63-1
El debate público en la red: polarización, consenso y discursos del odio (2022)
Enrique Arroyas Langa, Pedro Luis Pérez-Díaz, Marta Pérez-Escolar (editores)
Título del Capítulo
«Liderazgo político, soberanía digital y desplataformización en tiempos de pandemia»
Autoría
Pablo S. Blesa Aledo
Cómo citar este Capítulo
Blesa Aledo, P.S. (2022): «Liderazgo políti- co, soberanía digital y desplataformización en tiempos de pandemia». En Arroyas Lan- ga, E.; Pérez-Díaz, P.L.; Pérez-Escolar, Marta (eds.), El debate público en la red: polariza- ción, consenso y discursos del odio. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publica- ciones. ISBN: 978-84-17600-63-1
D.O.I.:
https://doi.org/10.52495/c8.emcs.10.p96
El libro El debate público en la red: polarización, consenso y discursos del odio está integrado en la colección «Periodística» de Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
La confrontación forma parte de la política; es el nudo alrededor del cual se articula la competencia entre los partidos encargados de cana- lizar las alternativas ideológicas de los votantes. Ahora bien, cuando el conflicto se basa en identidades básicas, en mensajes simplistas y en visiones maniqueas de la realidad y del adversario, el fenómeno de la polarización se extiende en la sociedad, los discursos del odio hacen acto de presencia impulsando la exclusión política y social, y los consensos básicos saltan por los aires —así, queda eclipsado el necesario debate constructivo propio de las democracias, y éstas se debilitan hasta extremos peligrosos.
En este contexto, El debate público en la red: polarización, consenso y discursos del odio aborda los siguientes asuntos:
—las responsabilidades del liderazgo político y periodístico en la ca- lidad del debate;
—la dimensión ideológica de la polarización en un contexto de frag- mentación política, desafección y crisis de la democracia represen- tativa liberal;
—el discurso político y periodístico como factor de polarización con especial atención a las redes sociales digitales;
—las nuevas tendencias periodísticas de verificación de datos o como instrumento para el consenso en la esfera pública digital.
En palabras de Silvio Waisbord «los capítulos aquí reunidos ofrecen ideas para entender el problema y discutir formas de superación o mejoramiento de la polarización. Si se espera que un buen libro ayu- de a entender problemas y dispare nuevas preguntas, este volumen cumple con creces. Traza lineamientos de investigación, identifica problemas y tendencias, y deja abiertos interrogantes para futuros trabajos.»
Prólogo, por Silvio Waisbord 9
La grieta: polarización ideológica y afectiva en el debate político español,
por Manuel A. Egea Medrano; Antonio Garrido Rubia 13
Los populismos como ideologías de la polarización en el declive de la democracia liberal,
La cultura de la verificación periodística frente a
la desinformación digital y sus efectos polarizadores,
El desmentido como instrumento para mejorar
la calidad del debate público en el escenario digital,
Antídotos contra la epidemia desinformativa. Hacia un estado de la cuestión en la lucha contra la desinformación en España,
Liderazgo político, soberanía digital y desplataformización en tiempos de pandemia,
la posverdad y la infodemia 160
Pablo S. Blesa Aledo
Universidad Católica de Murcia (UCAM)
[pblesa@ucam.edu]
Introducción
La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la en- fermedad covid-19 una pandemia global a principios de marzo de 2020 y, poco después, advirtió de otra enfermedad derivada de esta primera, a la que calificó de «infodemia», que tam- bién le preocupó. La medicina describe la covid-19 como una enfermedad respiratoria provocada por el contagio del coro- navirus SARS-CoV-2 y la OMS a la infodemia como «la so- breabundancia de información, en línea o en otros formatos», que «incluye los intentos deliberados por difundir información errónea para socavar la respuesta de salud pública y promover otros intereses de determinados grupos o personas» (Organiza- ción Mundial de la Salud, 2020).
La infodemia deriva en una patología expresada en una dis- función que consiste en la demanda y consumo enfermizo, desordenado y de alcance global de informaciones, desinfor- mación, rumores o filfas conspiranoides sobre el origen, la evolución y las consecuencias de la pandemia. Este consumo bulímico es multicanal, en el plano de los servicios que rin- den los medios tradicionales (epígrafe 1); y multidimensional, por la adición al menú de herramientas TIC de la infoesfera (epígrafe 2). Junto a este fenómeno de profusión de consu- mos informativos durante el periodo álgido de la pandemia
—entre marzo de 2020 y mayo de 2021—, se ha registrado la proliferación torrencial de fake news y la irrupción maliciosa de teorías conspirativas (epígrafe 3). Este texto da cuenta de
estas taimadas aberraciones informativas ya no novedosas, así como, para contrarrestarlas y de nuevo cuño, del intervencio- nismo regulatorio en la infoesfera —espacio por antonomasia anárquico, desregulado y libertario— de dos actores: las plata- formas tecnológicas y los Estados (epígrafe 4).
Las plataformas, de partida con gesto renuente, comenzaron a establecer filtros a noticias que entendían peligrosas para la salud pública. Luego adoptaron medidas de censura mucho más sensibles y discutibles, en lo que indulgentemente enten- dieron como el ejercicio de su deber de protección del sistema democrático.
Así, conforme la pandemia se extendía y se enquistaba, las plataformas afinaron sus políticas de publicación, se hicieron más punitivas y censoras, tanto que no dudaron en despla- taformizar al presidente en activo de la mayor potencia de la Tierra, Donald Trump, por incitar a la violencia —elecciones presidenciales, episodio del 6 de enero, arenga de Trump a sus seguidores y toma del Capitolio con un balance de cinco muertos—, y en cancelar a continuación las cuentas de comu- nidades de usuarios constituidas por millones de internautas, como los espacios de la comunidad QAnon y también de los miles de grupúsculos antivaxxers, sobre la base de que los pri- meros incitaban a la insurrección y los segundos minaban las políticas públicas de vacunación.
Esta acción disciplinaria contra los usuarios ha dado pie a un debate muy intenso sobre la soberanía digital, en el que no se ha podido obviar la acción regulatoria intrusiva, además de las plataformas, de un segundo actor: los Estados. El afán decretista de Estados democráticos y represivo de Estados que no lo son —unos y otros pretextando la protección de sus ciu- dadanos, el interés general sanitario o su soberanía ante incur- siones digitales extranjeras boicoteadoras— señala una deriva controvertida de control, restricciones y límites a la libertad de expresión en la infoesfera.
En este contexto en el que se superponen una crisis sanita- ria, bulimia social comunicativa, mentiras y conspiraciones, regulación de los contenidos en red y control informativo, el
Infodemia y gula informativa
La infodemia, en cuanto a su vertiente de consumos ávi- dos de información se refiere, se explica por varios factores: la naturaleza ultrasensible asociada a los fenómenos sanitarios y de salud pública, especialmente si estos son desconcertantes, desconocidos y súbitos; la alta transmisibilidad del virus que comporta su contagio a través de fronteras nacionales y conti- nentes; y el incremento exponencial de afectados, enfermos y víctimas mortales en circunstancias especialmente acrimonio- sas —aisladas de sus familiares, sin cura efectiva, en exequias furtivas—.
El surgimiento de la pandemia en Wuhan y la celeridad con que en el curso de semanas hizo rehén al mundo conllevó un reposicionamiento sociopolítico drástico. En un limitado periodo de tiempo, circunscrito en España a menos de una semana —del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, al 14 de marzo de 2020, anuncio del estado de alarma—, se desvaneció la conjetura de la pandemia como un fenómeno asiático, ajeno, poco comprensible, muy distante física y psi- cológicamente, frente al que las sociedades europeas serían inmunes gracias a unos sistemas sanitarios que con certeza resultarían eficaces. Por el contrario, se aterrizó en una reali- dad hostil adoquinada de decisiones políticas inesperadas, de excepción en su recurso, pavorosas en su dictamen e impues- tas policialmente en muchos casos, una vez las barreras a la expansión del virus fallaron.
Algunas de esas decisiones atentaban contra las normas cons- titucionales (Tribunal Constitucional de España, 2021) y fue-
ron adoptadas con extremo rigor para evitar el colapso de los sistemas sanitarios. Europa devino la región del planeta más golpeada por la covid y España, la nación de Europa más afec- tada por la enfermedad, con la economía avanzada del mundo más fragilizada por sus efectos.
Las medidas de confinamiento en su versión extrema instau- radas por las autoridades gubernativas y sanitarias se riñen con los derechos fundamentales de los ciudadanos, son restrictivas de su libertad, conflictivas con su estilo de vida, dañinas con su modo de ganársela y con sus ingresos para mantenerla. Como consecuencia, han instigado un incremento masivo en el con- sumo de medios.
Algunos datos avalan este aserto: de una exposición a la tele- visión/día de 221 minutos en la semana del 2 de marzo 2019, superamos los 317 minutos dos semanas después, iniciado el confinamiento. Son incrementos medios del 40%, que alcan- zaron el 70% entre las edades de 13 a 24 años y las 8 horas diarias en los mayores de 64 (Kantar Media, 2020).
De estos insumos mediáticos, Reinald Besalú infiere que los medios de comunicación convencionales son la primera fuente de referencia cuando acontece una crisis inesperada, debido a que los ciudadanos «confían en fuentes consolidadas, rela- tivamente independientes y con políticas editoriales claras» (Besalú, 2020: 106). Televisión, radio y periódico posibilitan la convergencia de la ciudadanía hacia puntos de referencia in- formativos comunes, que contribuyen a fortalecer la cohesión social frente a un peligro colectivo, difuso y mutante.
A diferencia de antaño, este aserto no es óbice para que los medios tradicionales ya no sean la única fuente de referencia. Las audiencias no tienen en alta estima al gremio periodístico y se han digitalizado con gran celeridad. El desenlace consiste en un incremento notable del consumo de información en es- pacios informales en red (Periodismo2030, 2021).
La infoesfera: la irrupción en la dieta informativa de ingestas digitales
Paralelamente a los medios tradicionales, las apps, redes so- ciales y otros vehículos informativos alojados en la infoesfera experimentaron un crecimiento exponencial cualitativo duran- te la fase álgida de la pandemia: el uso de WhatsApp aumentó un 76%, mientras que el de Facebook e Instagram se acrecentó un 40% entre menores de 35 años (Kantar Media, 2020). En los tiempos del confinamiento las redes «son la plaza pública» (Castelló, 2020) y «ejercen de espacios de socialización al por mayor» (Homedes; Plaja, 2020).
La gula informativa incentivada por los factores reseñados
—en especial, emociones de incertidumbre, ansiedad y mie- do— queda siempre insatisfecha por una evolución de la pan- demia no lineal, en oleadas y por una respuesta gubernativa sujeta a una alterabilidad, mutabilidad, discrecionalidad; para muchos, arbitrariedad constante. De forma que, a más con- sumo de información, lejos de contener la neurosis infodé- mica que la azuza, se acendra su efecto de retroalimentación, en buena parte debido a la pérdida de un centro informativo único y creíble y al aumento de ese cauce adicional dispersivo de servicios no mediados, inscritos en la Amazonía de internet: redes sociales, blogs, microblogging, etc.
La población ha incorporado a su dieta noticiaria este segun- do venero que, a diferencia del primero, no siempre se rige por criterios profesionales de pulcritud, honestidad y deontología; atributos que sí se le suponen a la información mediada y di- seminada por empresas regladas de comunicación, sujetas a un cierto nivel de rendición de cuentas.
No se trata de demonizar la infoesfera o de estigmatizar a sus usuarios. La información desintermediada en las redes sociales ha jugado un papel benefactor durante la pandemia. Según la OMS, la covid-19 es la primera pandemia en la que el uso masivo de las TIC ha servido a las personas para «mantenerse seguras, informadas, productivas y conectadas» (Organización Mundial de la Salud, 2020): instancias sanitarias, medios acre-
ditados, voces gubernamentales o fuerzas del orden han po- dido trasladar de manera inmediata, gratuita y masiva avisos, recomendaciones y pedagogía sobre la pandemia a millones de ciudadanos; desde plataformas que, en muchos casos —como Instagram, Facebook o Twitter—, han tomado a su vez medi- das activas tamizadoras para descontaminar el flujo informa- tivo y evitar las así llamadas fake news o virus hoax de pedigrí especialmente burdo, origen especialmente turbio y naturaleza singularmente dañina.
Estas medidas de nuevo cuño adoptadas por los gigantes de las plataformas digitales no están exentas de riesgo empresarial
—pueden ser alienantes de una parte considerable de usuarios e instigan la controversia pública—, auspician la pulsión regu- latoria estatal —abren un debate sobre si las empresas privadas pueden arrogarse el derecho a la censura— y hacen probable- mente gala de oportunismo político —se adoptan tras despla- taformizar a Trump cuando ocupa la Casa Blanca el nuevo presidente Biden, respaldando sus puntos de vista, acallando las voces empáticas con su rival y plausiblemente para evitar un ataque regulatorio desde la esfera política—, como trataremos con más profundidad en el epígrafe 4 de este capítulo.
Posverdad, fake news y teorías conspirativas
Cierto, los materiales comunicativos que acogotan la infoes- fera no son profesionales en su mayoría, ni necesariamente fia- bles o inocentemente sesgados y a menudo integran estudiadas mallas informativas maliciosas orquestadas con un objetivo estratégico, perseguido a través de muy peligrosas campañas de intoxicación a gran escala para favorecer determinados con- sumos para beneficio de algunos grupos, o para dañar la capa- cidad de combatir la pandemia de otros. En ocasiones, todo a la vez. Dos ideas clave merecen ser tenidas en cuenta para evaluar el nuevo paradigma de la comunicación estratégica en etapas de crisis en democracias consolidadas: la posverdad y las fake news.
Harry G. Frankfurt acuñó con fortuna dos grandes concep- tos: «the theory of bullshit» —la teoría de la sandez— (Frank- furt, 2005) y la era de la posverdad. Frankfurt aquilató esta convicción central, en torno a la cual hiló sus planteamien- tos: «Una de las características más sobresalientes de nuestra cultura es la gran abundancia de sandeces» (Frankfurt, 2005: 1). Diez años después de publicado el opúsculo de Frankfurt, James Ball enlazó con acierto los dos conceptos de posverdad y sandez y los aplicó a las dos campañas electorales de 2016: las presidenciales en Estados Unidos y el referéndum del Brexit en Reino Unido (Ball, 2017). Lo esencial de estas dos teorías sinérgicas estriba en el diagnóstico de sociedades informati- vamente sumidas en realidades subjetivas diversas, distorsio- nadas, polarizadas y enfrentadas deliberadamente mediante ingeniería digital. En un espacio social de posverdad, la verdad pierde su interés como referencia, en favor de múltiples «verda- des a la carta» o formas evolucionadas de mentira, convenien- tes y convincentes (Keyes, 2004). El efecto tóxico se consigue mediante la desintermediación de la información, la segmenta- ción del votante y una simbiotización de la propaganda clásica con técnicas militares de psyops, entendidas como operaciones encaminadas a «modificar la conducta de una parte de la po- blación previamente elegida, influyendo en sus percepciones y actitudes» (Ministerio de Defensa, s.f.).
Los mensajes en la red no tienen filtros ni contraste. Los mensajes intermediados —por la industria de la información y los profesionales— han sido previamente desprestigiados. Se apela a los prejuicios del elector, las inquietudes, los miedos. Con esta fórmula se consiguen efectos perversos en cuanto a la desinformación, pero muy efectivos en cuanto al condiciona- miento de la opinión pública.
La posverdad fructifica si se dan tres condiciones:
Su caldo de cultivo son sociedades con fracturas y tensio- nes de diverso orden —políticas, raciales, religiosas, eco- nómicas, sexuales, etc.—.
Los estrategas explotan las fracturas mediante el troquela- do de los mensajes en forma de fakes. Para ello, eligen los temas de alta emocionalidad y divisorios, en detrimento de los verdaderamente relevantes y objetivamente pri- mordiales.
Fake news y teorías conspirativas
De manera calibrada, sistematizada y racional, la infodemia ha arrastrado en su torrentera los materiales tóxicos de las fake news. A su vez, las fake news urden verosímiles teorías conspi- rativas. Contra lo que el sentido común dicta, es falso a la luz de las evidencias científicas que las teorías conspirativas coopten sólo a públicos incautos, fanáticos o de escasa formación. Basta con que se adapten al prejuicio del intelectual o a la opinión del analfabeto. Cualquiera es susceptible de validar una noticia falsa. La magnitud de una buena campaña de intoxicación depen- de de los operarios inconscientes que la extienden. En este sen- tido, una interesante reconsideración del fenómeno de las fake news la propone el politólogo Carlos Guadián, para quién «son varios los estudios que apuntan que el sector de población que difunde más noticias falsas son las personas mayores» (2020: 121), así como que tanto la iteración como la efectividad de las noticias falsas se incrementan cuando el canal de dispersión no es una red social como Twitter o Facebook —usuales—, sino uno de mensajería como WhatsApp, integrada en las así llamadas herramientas dark social: interacciones digitalizadas entre ciudadanos (P2P) que no son medidas por la analítica tradicional y en las que el factor de la confianza entre usuarios
contribuye al efecto multiplicador del bulo.
Por cuanto afecta a lo segundo, el torrente de esta informa- ción inexacta y maliciosa no mediada engrosa el enjambre de teorías conspirativas descabelladas, tan propensas en coyuntu- ras de emergencia y crisis «de nueva generación, disruptivas, extremas y cambiantes, en las que absolutamente todo está en juego» (Homedes; Plaja, 2020). El European External Action Service ha listado algunas versiones exitosas de teorías cons- pirativas difundidas durante la pandemia: la culpabilización alternativa de China, de los Estados Unidos, de Reino Unido o de Rusia como gestadores intencionales del virus; sea para ralentizar la expansión de la primera, disolver la OTAN en detrimento de la segunda, destruir la UE a favor de la tercera o socavar la autoridad de Putin en el caso de la cuarta. Otra variante conspiranoide afirma que el virus ha sido diseminado en Europa por una oleada de emigrantes ilegales procedentes de África.
La soberanía digital
La incidencia, el daño, los costes elevados directos e indirectos que ocasionan a las democracias los aluviones de noticias falsas y de teorías conspirativas arreciadas contra ellas por agentes ex- ternos han coadyuvado a la cristalización de otros dos fenó- menos recientes auspiciados por la pandemia, que pivotan en torno al concepto novedoso de la soberanía digital —y a quién corresponde ejercerla en último término sobre los contenidos en red—. Esto es, ¿quién determina lo que se debe o no decir y publicar en una plataforma?; ¿quién establece los estándares de lo que es aceptable o reprobable en una red social?
Durante la crisis sanitaria, en pos de limitar el impacto de bulos y falsedades, los grandes gigantes tecnológicos han asu- mido la soberanía digital colectiva y se han autoinstituido como mediadores, árbitros o censores de los contenidos que circulan por sus dominios privados, las plataformas. Por otra parte, concurrente y derivado del aserto anterior como su con- trapunto, se verifica la acción legislativa apremiante auspiciada
Los gigantes tecnológicos asumen la soberanía digital
El propietario de Facebook señaló en mayo de 2020: «Creo firmemente que Facebook no debería ser el árbitro de la verdad de todo lo que la gente dice en línea» (citado en The Econo- mist, 2021c). Sin embargo, en enero de 2021 Facebook —y también Twitter y Google— desplataformizaron al todavía presidente Donald Trump (The Economist, 2021a). En febre- ro, la red social anunció que purgaba las, a su entender, noti- cias falaces contrarias a las vacunas (Tollefson, 2021). Otros usuarios perjudicados fueron los seguidores del grupo QAnon, acusados de aventar teorías para muchos de sus detractores de- lirantes —como que los Estados Unidos estaban regidos por una cábala de homosexuales pedófilos—.
¿Es legítima la desplataformización del presidente Trump —y con su cambio de estatus, del ciudadano privado Trump—? Es legal y es legítima en tanto y en cuanto las plataformas son es- pacios privados, con explícitas reglas de uso y tipificados casos de expulsión que el mandatario transgredió. Pero tal vez no sea aconsejable, ni tampoco idóneo, que una empresa privada ajena al escrutinio público silencie a su antojo en un espacio colectivo —ciberespacio— las voces disidentes de los inter- nautas. Desde luego, medidas unilaterales de esta radicalidad, adoptadas en marcos no reglados jurídicamente mediante la aplicación de políticas corporativas que podrían resultar arbi- trarias, no parecen las mejores vías para salvaguardar los dere- chos a la libertad de expresión e información.
No deja de resultar paradójico: la libertad de expresión y de comunicación han sido los pilares doctrinales y legales so- bre los que los fundadores de estas plataformas evolucionaron instrumentalmente tecnologías que encajaban con su filosofía anárquica y cuasi mesiánica de liberalismo irrestricto y sin cen-
Trump, la mentira es una estrategia de comunicación efectiva
En términos comunicativos, Trump, epígono de unas formas especialmente toscas y una dialéctica especialmente abrupta (Ahmadian et al., 2017), está asociado a una campaña sin pa- rangón por desacreditar el trabajo de los periodistas afiliados a los grandes rotativos y cadenas televisivas. Y, sin embargo, más allá de su aversión a ciertas cabeceras, Trump se va labrando un lugar egregio en el mundo del periodismo por su historial de mendacidades, su fabricación de fake news, su irreverente y volcánica cuenta de Twitter y las investigaciones sobre su cam- paña electoral en 2016 (Ross; Rivers, 2018).
Como candidato, Trump arremetió: «Los periodistas son el enemigo del pueblo norteamericano» (Trump, 2017a). Una de sus asesoras refinó: «Los principales enemigos de Estados Uni- dos son hoy la CBS, la NBC, The Washington Post y The New York Times» (citada en Garbus, 2018). Ya como presidente, el 24 de febrero de 2019, Trump tuiteó que el New York Times, junto a la CNN, representaban «un gran peligro para el país» (Trump, 2017b). Otros presidentes, antes, habían sido críticos con determinados periodistas y medios. Pero ningún presiden- te había deseado el cierre de un medio, o lo había estigmatiza- do como enemigo.
Los medios no son perfectos, cierto. No son infalibles. Mu- chos son mercenarios. Otros ejercen un periodismo ramplón, propagandístico, demagógico, interesado y falsario, apenas digno de ese nombre. Sin embargo, los medios que cita Trump con ira se rigen por estándares internos de calidad que previe- nen la difusión de información falsa. El periodismo de cali- dad contiene ingénito el apego a la veracidad. Por el contrario, Trump tiene un problema con la verdad, pero un idilio con su electorado.
En las declaraciones públicas del presidente Trump desde su elección hasta su salida de la Casa Blanca (2016-2020) se han detectado y desenmascarado al menos 5.000 mentiras (Kessler et al., 2018). La propensión a las falacias de Trump no parece afectar a la fidelización e identificación que el líder republicano ha conseguido con su electorado (Stolee; Caton, 2018). En ese sentido, es cierta su provocativa afirmación: «Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida con una pistola y disparar a la gente. No perdería votantes» (citado en Diamond, 2016). En América, el votante medio exhibe preocupantes flaquezas en sus hábitos de consumo de información. Esa es una de las claves del rotundo éxito político de Trump, pese a la antipatía bien ganada que le profesan las grandes empresas mediáticas de su país: nadie utiliza las redes sociales como él para mante- ner movilizada a su base electoral.
La encuesta de Pew Research Center destaca estas tendencias en los hábitos informativos de los votantes: en las presidencia- les de 2016, el 44% de los electores se informó exclusivamente a través de Facebook. Seis de cada diez electores lo hicieron por el canal de las redes sociales —otras, además de Facebook—. Hoy sabemos, a través de informes oficiales (Mueller III, 2019), que 150 millones de estadounidenses fueron «intoxi- cados» como resultado de las campañas masivas de fake news aventadas desde Rusia por el Kremlin, con el propósito apa- rente de potenciar a Trump en campaña y perjudicar a Hillary Clinton, su contrincante.
Pero no hay que respaldar a Trump o las teorías de QAnon para preguntarnos si es legítimo o idóneo que las decisiones de silenciar a una fuente se dejen al arbitrio de empresas que obviamente no son neutrales y que «promueven una ideología de dejar hacer y anticonservadora, que da más importancia a la libertad de expresión que a todos los demás derechos, desde la intimidad a la seguridad, porque es lo que conviene a su estrategia de negocio» (Floridi, 2021).
El conflicto de legitimidades estriba en delimitar el grado de responsabilidad que tendría que asumir una red social respecto a los contenidos que los ciudadanos alojan en ella, clarificar
La dudosa legitimidad desplataformizadora de las tecnológicas
Para muchas voces autorizadas, las empresas que gestionan plataformas en internet no tienen jurisdicción para regular de manera autónoma e irrestricta, al margen de los Estados, el ser- vicio que ofrecen a sus clientes con un fin lucrativo. El límite a la privatización del ciberespacio estaría condicionado por su naturaleza como bien público o commons, en la terminología del Derecho Internacional.
La Estrategia de Seguridad Nacional de España (Presidencia del Gobierno, 2017) censa tres espacios comunes globales: ma- rítimo, aéreo y ultraterrestre y el ciberespacio. En esa semánti- ca, el ciberespacio sería un bien público global y las empresas que operan en él tendrían que atenerse a las directrices básicas que marcan los Estados o las organizaciones internacionales como normativizadoras de sus operaciones mercantiles en la red y del trato que pueden dispensar a los ciudadanos.
Para Luciano Floridi (2021) —que comparte estos postula- dos previos—, el control, el arbitrio, la censura y la soberanía digital en manos de los gigantes tecnológicos asusta tanto a los que creen que socava la democracia como a aquéllos que postu- lan que la intromisión de las compañías en aquello que opinan sus clientes coarta la libertad de expresión: en suma, que tanto Joe Biden —que abogaba por la exclusión de Trump de las re- des— como el propio Donald Trump —al que su proscripción de las plataformas Twitter y Facebook le parece un quebranto constitucional a su derecho a la libertad de expresión— esta-
rían de acuerdo en un principio rector: no corresponde a las compañías privadas en el ámbito de las redes sociales decidir sobre aspectos que afectan a la entraña misma de la democra- cia, como son los principios de libertad de expresión, reunión (online) y de información en red.
Eso mismo opinan los abogados de Trump, que en la quere- lla presentada contra Facebook, Twitter y Google y sus conse- jeros delegados (Zuckerberg, Dorsey y Pichai) ante el Tribunal del Distrito Sur de Florida el 7 de julio de 2021 argumenta- ron que con la expulsión de su representado estas plataformas conculcan el derecho a la libertad de expresión que garantiza la Primera Enmienda de la Constitución del país. Para Floridi (2021), los Estados democráticos —en el caso de los integran- tes de la Unión Europa, ésta en su nombre— deben regular la infoesfera en beneficio de sus ciudadanos y por el bien de las propias plataformas. El autor es partidario de una ley de ser- vicios digitales que dimane de las instituciones europeas y que delimite un marco normativo donde se tipifique cuándo una persona, grupo o institución ha devenido digitalmente tóxica y su actuación hooligan inaceptable acredite la suspensión de sus derechos de uso.
Pero esta posición reguladora estatalista, una vez dilucidada en positivo frente a los defensores de las reglamentaciones pri- vadas, remite a sus partidarios a otro dilema igualmente com- plejo y controvertido: ¿son los Estados fiables reguladores? ¿lo son acaso más que las empresas tecnológicas y sus comités de ética?
4.2. Las cuestionables leyes reguladoras constrictivas de los Estados
Los Estados son, en muchas ocasiones, con demasiada asi- duidad y con especial zafiedad, los mayores intoxicadores en red, tanto como resulta significativo —y sospechoso— que la pandemia haya inducido a legislar en frenesí contra la desin- formación online a 17 países en el tiempo récord de un semes- tre —entre marzo y octubre de 2020—.
En cuanto al primer aserto, el International Center for Jour- nalists (2020) realizó una encuesta en la que tomaron parte más de 1.400 periodistas: un 46% opinaba que la principal fuente de desinformación en su país eran los propios políti- cos, las agencias gubernamentales y las redes de trolls ligados a ellos.
Por cuanto toca al furor legislativo auspiciado por la pande- mia, muchos de esos países que se han apresurado a regular la verdad en red no presentan el perfil de guardianes de la liber- tad de expresión. No lo son, sin duda, la Rusia de Putin, ni la Filipinas de Duterte; tampoco la Nicaragua de Ortega o el Hong Kong de Lam.
Según el International Press Institute, 17 países han adop- tado legislación para combatir la desinformación online, en- tre otros Egipto, Hungría, Sudáfrica, Brasil, Bielorrusia, Ru- sia, Nicaragua, Zimbabue, Myanmar, Bangladés o Alemania (Wiseman, 2020). Paradójicamente, es trazable que muchos de estos países que han instaurado un marco restrictivo de la libertad de expresión, algunos de ellos no democráticos, han encontrado «el prototipo para la censura online global» en la ley alemana de Aplicación de Redes de 2017, según el think-tank danés Justitia (Mchangama; Alkiviadou, 2020). En estos casos, la pandemia ha actuado como subterfugio para inventar un ardid y con el fin de yugular la libertad de expresión una ley de silenciamiento indiscriminado y discre- cional con la que purgar las voces molestas (The Economist, 2021b).
En este entorno de restricciones y censura, sólo el periodis- mo de calidad regido por códigos deontológicos, económica- mente independiente, políticamente neutral y operando en un entorno de protección y tolerancia hacia la diversidad y plu- ralidad de opiniones se despliega como una herramienta apta para edificar sociedades abiertas y vibrantes de ciudadanos li- bres, adscritos a los valores de las democracias liberales.
Periodismo de calidad en la era de los populismos, la posverdad y la infodemia
El periodismo ofrecía tradicionalmente tres formas de auto- destrucción. Las 3 des: divorcio, dipsomanía y depresión. Hoy esos tres males, intrínsecos a un trabajo que se efectúa bajo la tiranía del tiempo, se duplican con tres afecciones exógenas y de otra taxonomía: al desempleo y la coerción se suma el asesi- nato y desprestigio institucional.
Este triple infortunio ha facilitado el advenimiento de entor- nos hostiles a la libertad de expresión y de información, en un contexto global de recesión de los valores democráticos y auge de los populismos demagógicos; todos estos reflujos agudiza- dos por la pandemia.
En primer lugar, la epidemia del desempleo es la desembo- cadura perversa a una década de sangría económica y debili- tación empresarial de los medios tradicionales. La expulsión del mercado profesional ha incidido en que una generación de periodistas opte por reinventarse en un ecosistema infor- mativo poco reglado, plagado de pseudomedios de escaso empaque —en lo empresarial— y dudoso rigor —en lo pe- riodístico—.
En segundo lugar, los atentados al ejercicio de la profesión mediante censura, domesticación, reeducación, coerción, en- carcelamiento o asesinato de periodistas han adquirido tintes pandémicos —en su extensión— y formas orwellianas —en su sofisticación—. La versión más descarnada la localizamos en países donde se impone la mordaza mediante la amenaza y las ejecuciones. En 2020 fueron asesinados 50 informadores y 387 permanecían encarcelados, según Reporteros Sin Fron- teras (2020). Por otra parte, el hostigamiento a medios y pe- riodistas es cotidiano en las así llamadas pseudodemocracias, mientras que un fenómeno nuevo y aberrante se da en demo- cracias consolidadas a uno y otro lado del Atlántico. En el mar- co de la Unión Europa, los intentos de sojuzgar o desacreditar a los medios desde el poder político se han vuelto recurrentes e irritantes en algunos países del Este.
Frente a un ecosistema de información offline y en red salpi- cado de fanatismo, odio y falsedades con poderosas manos dis- torsionadoras y reguladoras, el periodismo de calidad ensancha su misión en tiempos de crisis: decir lo que pasa, tanto como desmentir lo que no ocurre, a la vez que vigilar que los pode- res fácticos con capacidad de arrogarse la soberanía digital no abusen de su posición en detrimento de los ciudadanos, para coartar sus derechos o manipularlos.
El buen periodismo proporciona conocimiento a los ciudada- nos, modula la aceptabilidad de las amenazas, motiva a la po- blación para actuar con responsabilidad, proporciona marcos de significación, facilita la cooperación y contextualiza la emer- gencia (Pont-Sorribes, 2020). A estos preceptos sobre aquellos beneficios que el buen periodismo proporciona a la sociedad en tiempos de crisis hay que sumar otros dos sobre los males de los que puede precaverla: evitar la alarma social es prioritario, tanto como rehuir la politización de la información.
Estos mandamientos del buen periodismo en tiempos de covid se nos antojan misiones hercúleas para una profesión precarizada por la crisis, acribillada por el cambio tecnológico y vapuleada por los poderes que pugnan por intimidar a los profesionales, corromperlos o domesticarlos. Ojalá que nunca triunfen en su vituperable empeño.
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