Título del Capítulo: «Mito y posverdad: entre la ficción y la política»
Autoría: Adrián Huici
Cómo citar este Capítulo: Huici, A. (2022): «Mito y posverdad: entre la ficción y la política». En Caro-González, F.J.; Garrido-Lora, M.; García-Gordillo, M.M. (editores) (2022), El problema de la verdad. Retos y riesgos en la comunicación. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-17600-75-4
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c2.emcs.11.p98
Mito y posverdad: entre la ficción y la política
Adrián Huici
Universidad de Sevilla
1. Introducción: entre el mito y la posverdad
En este trabajo nos proponemos, en primer lugar, establecer una conexión entre el fenómeno de la posverdad y un tipo de discurso mucho más antiguo que, desde nuestro punto de vista, lo subyace: nos referimos al mito. En segundo término, mostraremos cómo buena parte del discurso de Donald Trump tiene muchos más puntos en común con los elementos que configuran el mito que con la propia posverdad, es decir, con elementos mucho más antiguos y ancestrales.
De hecho, muchos estudiosos se han inclinado por negar la presunta modernidad y originalidad del concepto de posverdad, indicando que sólo se trata de aludir con un nombre nuevo al viejo hábito de la mentira, las medias verdades y el engaño, utilizado especialmente en el ámbito de la política.
Sin embargo, y con ser cierto el elemento de mentira que constituye la posverdad, lo que realmente la caracteriza no es ya la ignorancia de la verdad sino, como dice Harry Frankfurt (2009) la indiferencia ante ella, cuando no su cuestionamiento. Y ello es así porque su preocupación pasa por la efectividad del discurso, sin importar que se ajuste o no a la realidad. Lo que se busca es crear unos determinados efectos sobre el receptor del mensaje, efectos que buscan generar conductas o actitudes acordes con los intereses del emisor.
Y, como ocurre con los dos grandes discursos persuasivos de la modernidad: la propaganda y la publicidad, para producir esos efectos, la posverdad apela fundamentalmente a la esfera emocional, a los aspectos más instintivos, inconsciente o irracionales del individuo, lo que Freud llamó el «ello».
Para alcanzar el objetivo de estimular emociones y pasiones, el discurso persuasivo dispone de dos recursos fundamentales: el uso de la imagen icónica, que ha desplazado casi por completo a la argumentación verbal, y la apelación al relato. Ambos se han convertido en vehículos de emociones tan encontradas como el miedo, el deseo, el resentimiento, el odio o la esperanza.
Son estas peculiaridades de la posverdad las que la aproximan al pensamiento mítico y a sus manifestaciones concretas: imágenes arquetípicas y relatos cuyo fundamento, como veremos, reposa en la emoción y está más allá de la razón, tal y como la entendemos en el occidente aristotélico.
Y esta es, precisamente, la razón por la cual muchos ideólogos se han valido de ese lado «oscuro» (irracional) del mito para obtener la adhesión acrítica de las masas y estimular en ellas pasiones a todas luces destructivas. El caso nazi, con su mito de la raza superior y su mesianismo, es paradigmático. Pero no es el único ejemplo ya que otras ideologías, a derecha e izquierda, se han valido de elementos mítico-religiosos para lograr adhesiones incondicionales.
Centrándonos en Donald Trump, consideramos —y es lo que intentaremos demostrar— que su conducta no se circunscribe ni a la mentira, ni al uso y abuso de la posverdad. Pensamos que ha ido más allá en su descenso a formas totalmente alejadas de los principios de la democracia y la razón, puesto que buena parte de sus discursos se retrotraen a los aspectos más oscuros del mito a los que hemos hecho referencia más arriba.
2. Mito y pensamiento mítico
Como dice George Gusdorf en su clásico Mito y metafísica (1960), el pensamiento mítico puede entenderse como el primer intento del hombre para comprender y explicar el mundo y el lugar que ocupa en él, es decir, el intento de responder a preguntas que aún hoy siguen resonando en nuestros oídos: cómo se han originado todas las cosas, de dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos.
El filósofo Ernst Cassirer (1985), afirma que el mito forma parte de lo que él llama «formas simbólicas», es decir, estrategias que el hombre ha elaborado para aprehender el mundo. Cassirer, como buen neokantiano, insiste en que solo conocemos indirectamente la realidad, a través de esas formas simbólicas que se concretan en los mitos, el lenguaje, la religión, la ciencia y el arte, lo cual lo lleva a definir al hombre como homo symbolicus.
En conclusión, podemos decir que los mitos son universales antropológicos que constituyen la base, el momento previo, a la aparición de las religiones, la filosofía y la ciencia, y se sustentan en el símbolo y la metáfora, por lo que sus elementos definitorios son la intuición, las emociones, lo irracional y lo subjetivo.
El mito, por tanto, no es sino la concreción, la manifestación narrativa del pensamiento mítico, por lo que puede considerarse el relato por excelencia y, para muchos autores, también el ámbito de manifestación de elementos propios del inconsciente. De allí su conexión, tal y como hace el psicoanalista C.G.Jung (1989), con el universo de los sueños y, también, del arte. En este sentido, el mito puede entenderse también como un lenguaje —el lenguaje con que nuestro inconsciente se comunica con nosotros mismos.
En definitiva, podemos ver en el mito una fuerza eminentemente irracional, emocional e instintiva que, precisamente por ello, está teñida de ambigüedad, ya que, si bien esos elementos son inherentes al ser humano, y a menudo pueden funcionar como contrapeso de un excesivo racionalismo, también pueden ser utilizados como herramientas de manipulación y de coerción al servicio de intereses muy alejados de los principios de la democracia.
Sintéticamente, podemos decir que las principales categorías que configuran el pensamiento mítico son la oposición entre emoción y razón; la imposición de lo colectivo frente al individuo; una actitud eminentemente conservadora y nostálgica del pasado; la entronización de la figura del héroe, tanto humano (Jasón, Héctor) como semidivino (Aquiles, Heracles); un cierto sentido de la teatralidad que tendrá su reflejo en la tragedia ática y la sacralización del espacio y del tiempo. Esto último, por lo demás, es de suma importancia ya que puede incluir el mesianismo, es decir, el recuerdo o la promesa de un tiempo mejor, un Paraíso o Edén que deberá recuperarse y/o conquistarse con la guía de un personaje iluminado y carismático.
En el mito, tiempo y espacio son sagrados, ya que remiten al lugar y al momento en que los dioses y héroes realizaron sus creaciones y sus hazañas, es decir, a los orígenes. Se trata de instancias inconmensurables con lo humano y están investidas de un prestigio que los hombres buscan recuperar a través de ceremonias y rituales, tal y como explica Mircea Eliade en su clásico El mito del eterno retorno (1989).
La sacralización del tiempo y del espacio tiene amplios ecos en el terreno de la política, ya que podemos decir que tras la veneración de los antiguos «padres de la patria» que crearon las bases de la nación en el pasado late, aunque sea de forma inconsciente, esa percepción del tiempo sagrado. Otro tanto ocurre con el espacio cuya sacralización forma parte del imaginario nacionalista o del patriotismo extremo.
3. Elementos míticos en el discurso de Donald Trump
Como ya hemos dicho, Donald Trump se presenta con un discurso que fuerza las premisas de la posverdad y se inscribe en el mito o en la teología más primaria, en el terreno de lo soteriológico. Este discurso ofrece dos caras: de un lado presenta un tiempo presente catastrófico, decadente y carente de esperanza o posibilidades de progreso. Cuanto peor se pinte esta situación, más fuerza y capacidad de penetración en la mente de las masas tendrá la otra cara del discurso, la salvífica, que implica la recuperación del tiempo sagrado, esto es, la promesa no solo de un futuro mejor sino también del advenimiento, o la recuperación, de una nueva era de gloria. Un futuro radiante de prosperidad y felicidad para todos que, paradójicamente, es una repetición del pasado. Todo ello está implícito en el principal eslogan de campaña de Trump: Make America Grate Again.
Como se ve, la idea del adverbio Again alude al motivo del Paraíso perdido, es decir: de un pasado de grandeza que se ha perdido, y no por obra del azar o de alguna catástrofe natural sino por la acción malvada de un enemigo, interno y/o externo, que quiere destruir la comunidad.
Algunos de los mitos más antiguos de la humanidad aluden, precisamente, a un tiempo pasado en el que los hombres vivían en paz y plenitud, libres del trabajo y del dolor. A ese tiempo la tradición judeo-cristiana lo ha llamado Paraíso o Edén mientras que, en la tradición clásica, a partir de Hesíodo (1986, 1997), aparece el mito de las tres edades: se parte de un tiempo ideal, la Edad de oro, a la que sigue un período de decadencia simbolizado por la calidad de los metales, Edad de plata y de hierro.
El mito de las edades tiene una versión totalmente cristiana, elaborada por Joaquín de Fiore, un monje calabrés del siglo XII, quien, igual que Hesíodo, pero invirtiendo su sentido, divide la historia de la humanidad en tres etapas o Reinos: el del Padre, en el que se vive en el temor; el del Hijo, marcado por la fe, y el del Espíritu Santo, que es el del amor. La humanidad encontrará el camino hacia el amor y la felicidad guiada por un nuevo mesías, un guía espiritual al que Fiore llama Novus Dux.
El sistema profético-mesiánico de Joaquín de Fiore es importante porque fue la base de lo que luego sería su utilización política. Al respecto, dice Norman Cohn (2015: 9) que «la influencia indirecta de las especulaciones de Joaquín de Fiore llega hasta el presente» y aparece incluso «…en la dialéctica marxista de las tres etapas del comunismo primitivo, la sociedad de clases y el comunismo final que sería el reino de la libertad y en el que el Estado sería abolido». De hecho, el concepto de Tercer Reich, insiste Cohn, apenas habría tenido impacto en el imaginario de los alemanes «…si la fantasía de una tercera y más gloriosa etapa no hubiera penetrado durante siglos, en el bagaje común de la mitología social europea».
Podría decirse que buena parte del quehacer humano a lo largo de la historia ha consistido en la búsqueda y recuperación de eso que John Milton (2019) llamó el Paraíso perdido. Se trata de un doble impulso que, de un lado, mira al pasado, a ese tiempo feliz y, del otro, al futuro en el que intenta restaurar ese estadio.
A menudo, la recuperación del Paraíso viene acompañada de un componente mesiánico, es decir, de la aparición de un personaje, un mesías iluminado que, a la vez que anuncia el fin de los tiempos, promete el Edén (la salvación) a sus seguidores.
Lo que nos interesa aquí es que la búsqueda y promesa del Paraíso excede el ámbito del mito y la religión y se manifiesta claramente en el de la política, donde, bajo diferentes formas, ha sido y es ampliamente utilizada por líderes de todos los colores políticos.
Aquí, nuevamente el ejemplo paradigmático es el nazismo, con su promesa del Reich de los mil años bajo la guía del mesías Adolf Hitler. Pero, como se desprende de la afirmación de Norman Cohn citada más arriba, esta tendencia mesiánico-edénica caracteriza también a un sistema en principio tan alejado de la religión como es el marxismo, que también juega con la promesa final del «Paraíso de los trabajadores».
En el caso de Trump, como hemos dicho, ya su eslogan delata la presencia de este arquetipo mítico que combina la recuperación del Paraíso con visiones del apocalipsis que sobrevendrá si no se acepta la guía del nuevo mesías (el Novus Dux joaquiniano), el único en poner al pueblo en el camino de la salvación. Para ello, no solo hay que votarle para que alcance el poder sino también apoyarlo para que, una vez instalado en el trono de la Casa Blanca, las fuerzas del mal no le impidan el cumplimiento de la gran promesa.
El pasado edénico que Trump promete recuperar en su eslogan remite a un lugar y a un tiempo muy concretos que, para el imaginario de sus seguidores, están investidos de la categoría de lo sagrado: el Sur norteamericano anterior a la Guerra Civil, es decir, una sociedad aristocrática, formada por perfectos caballeros y recatadas mujeres que habitaban maravillosas mansiones blancas mientras sus esclavos se extenuaban, dejándose la vida en las plantaciones de algodón.
La nostalgia por esos tiempos queda de manifiesto en la profusión de banderas de batalla confederadas en los mítines del líder, práctica que no fue desautorizada en ningún momento a pesar de que amplios sectores de la sociedad norteamericana lo consideran un recordatorio de la esclavitud y del racismo que persiste en buena parte de la sociedad americana.
El racismo trumpeano se manifiesta en su complacencia frente a la utilización de este símbolo en todos sus mítines, en los discursos en los que demoniza a las minorías latinas y, especialmente, en su negativa a condenar las violentas acciones de la policía contra personas de raza negra o de grupos racistas, como los sucesos de Charlottesville, donde un supremacista blanco asesinó a una joven de veintiún años. Posteriormente, la presión social obligó al presidente a condenar «todo tipo de racismo», una forma ambigua en la que también las víctimas eran susceptibles de ser acusadas de conductas discriminatorias.
Dada la ambigüedad del discurso trumpeano, es difícil afirmar si se trata realmente de una persona con convicciones racistas o supremacistas o si todo ello no es sino una pose para complacer a sus partidarios más radicales. Lo que está fuera de duda es la utilización política de esas convicciones para movilizar a sectores sociales, especialmente de los estados del Sur que aún, hoy, 155 años después, no han terminado de asimilar su derrota y posterior humillación en la Guerra Civil.
Hemos dicho que el mito apunta a la esfera emocional y eso es precisamente lo que hace Trump en su coqueteo con el racismo: estimular en las masas del sur las bajas pasiones no solo de supremacía sino también de resentimiento y odio, tanto hacia los individuos de raza negra como hacia aquellos «progresistas» que defienden la igualdad racial.
El discurso xenófobo y racista del personaje le permite implantar en el imaginario de sus seguidores un sentimiento de amenaza de sus viejos valores y, por tanto, la urgencia de recuperar ese Paraíso sureño perdido. Por tanto, se trata de manipular las emociones de modo que puedan pasar del resentimiento y el odio a la esperanza en la gran promesa de un futuro esplendoroso que irónicamente, sólo mira hacia el pasado. En verdad, se podría decir que, tras todas estas emociones que hemos señalado, existe una que permea a todas las demás. Nos referimos al miedo, que como todo propagandista (y gobernante) sabe, es el principal instrumento de control social. Miedo al Otro y miedo a no ser capaces de conquistar el Paraíso si no se muestran suficientemente firmes en su apoyo al nuevo mesías.
El mito del Paraíso, al postular la figura de un mesías, entronca con otro de los grandes motivos presentes en todas las mitologías conocidas: el héroe, ya sea humano o semi-divino. En el caso de Trump, se aúna la imagen tradicional del personaje que, a semejanza de los héroes griegos o latinos, es capaz de grandes hazañas, especialmente guerreras, con la figura del héroe propuesta por el romanticismo, especialmente a partir del libro de Thomas Carlyle Sobre los héroes: El culto al héroe y lo heroico en la historia (2017).
Este autor postula al héroe como un ser superior, tocado o iluminado por una instancia metafísica, quien —merced a sus virtudes excepcionales y únicas— está llamado a ser el guía y conductor de su pueblo, exactamente como si fuese un nuevo mesías. No es difícil apreciar el peligro de esta visión que ha servido de excusa para investir de estas cualidades excepcionales a algunos de los dictadores más feroces de la historia, especialmente en el campo del fascismo, como Mussolini y Hitler, quienes, no por casualidad, se hacían llamar Duce y Führer respectivamente, es decir: el guía, el conductor. Ambos se presentaron como los hombres providenciales cuyas virtudes casi sobrehumanas les capacitaban para guiar a sus pueblos a ese destino de gloria que, en ambos casos —y tampoco es esto casual— significaba la recuperación de viejos imperios.
En el caso de Hitler existe otro paralelismo, del que lo menos que podemos decir es que resulta inquietante, con el discurso de Trump. Al igual que éste, Hitler no solo promete un futuro de grandeza (el Reich de los mil años), sino que también insiste en recuperar un pasado glorioso y perdido. Un pasado que, al igual que los confederados, se perdió a causa de una guerra, la de Secesión en el caso americano, la Primera Guerra Mundial, en el alemán. Tampoco faltan entre los nazis teorías conspiratorias, a las que también son tan adictos los seguidores de Trump. En el caso de Hitler, éste culpa de todos los males de Alemania no solo a enemigos externos (los aliados) sino también oscuras fuerzas que conspiraban desde el interior de Alemania (judíos, marxistas, intelectuales, etc.) y que, como rezaba la propaganda, habían «apuñalado a Alemania por la espalda». Como se ve, actitudes similares en las que solo cambian algunos nombres.
Hay otro elemento asociado a Trump, propio especialmente de figuras mitológicas (héroes y dioses) de la Antigüedad Clásica y que, a excepción de Hitler, caracterizó a muchos líderes fuertes, especialmente a Benito Mussolini, pero también a Rafael Leónidas Trujillo o a Mao Tse Tung, y es el tema de una desaforada actividad sexual que convirtió a estos hombres en la figura del «gran macho» que presume de inverosímiles hazañas amatorias.
Al igual que Zeus, inmerso en constantes amoríos y en innumerables conquistas, tanto de humanas como de diosas o semidiosas, a las que seducía con todo tipo de artimañas y engaños (como metamorfosearse en toro, cisne o lluvia) o, incluso, apelando a la violencia más brutal, muchos de estos dirigentes poderosos, en la estela de Mussolini, hicieron ostentación de una virilidad agresiva que no hacía más que reforzar su lado tenebroso y patriarcal, reflejado también en los sistemas que los sustentaban.
En este sentido, Donald Trump encaja casi como un anillo al dedo con esta imagen: organizador del concurso de Miss Mundo, son de todos conocidos (y casi nunca denunciados) los abusos cometidos con las candidatas, de las que obtenía favores sexuales a cambio de promesas de fama y éxito. Asimismo, sabemos de sus numerosas relaciones extramatrimoniales y con prostitutas y, sobre todo, tenemos sus declaraciones en las que, como los viejos líderes fascistas, fanfarronea y presume de virilidad y del poder que ejerce sobre las mujeres.
Otra característica del pensamiento mítico es el maniqueísmo, la visión de un mundo tajantemente dividido en dos esferas sin posibilidad de alternativa o término medio, un mundo en blanco y negro que excluye cualquier tono intermedio de gris.
En el plano social y, consecuentemente, político, ello se traduce, entre otras cosas, en la institución del Otro, del extraño, del ajeno a nuestro grupo o tribu. Porque, por otra parte, el mito sitúa al grupo, a lo comunitario-tribal por encima de cualquier otra instancia, incluido el individuo, que debe aceptar la sumisión absoluta a la comunidad so pena de exclusión. El America First de Trump es un reflejo de esta mentalidad.
Volviendo al Otro, éste es, notoriamente, aunque no sólo, el extranjero, el que habla otra lengua, profesa otra religión, tiene rasgos físicos o color de piel diferentes y mantiene usos y costumbres diferentes a los nuestros. En otros términos, aquel que ve el mundo con ojos distintos y de una forma que a nosotros nos parece incorrecta, desviada o, directamente, aberrante.
Obviamente, el Otro es el chivo expiatorio por excelencia y, a menudo, se lo considera el responsable de todos los males sociales (delincuencia, paro, drogadicción, suciedad…) y, por tanto, como elemento disociador que amenaza los cimientos mismos de la comunidad. Resulta evidente que esta es la visión que el discurso trumpeano ha construido de las minorías raciales y de los inmigrantes latinos, especialmente, mexicanos, contra los que aplicó duras medidas policiales o la construcción del famoso muro. Llevado a su extremo, ese Otro puede asociarse con la figura de Satán, es decir, el mal absoluto que debe ser combatido y vencido, ya que de ello depende la supervivencia del grupo.
Precisamente, las referencias a lo satánico y la identificación del rival político con el Mal (en mayúsculas) está también presente entre los seguidores de Trump. Así, pudimos ver pancartas y oír gritos entre las hordas que asaltaron el Capitolio, en enero de 2021, que decían «Allí dentro está Satán», «Nancy Pelosi es el demonio», etc. Por otro lado, este imaginario satánico ha sido alentado por los numerosos predicadores, pertenecientes a sectas evangélicas de extrema derecha, que señalaron a Trump como el nuevo mesías, el único capaz de enfrentar a las huestes del mal encarnadas por los enemigos de siempre: socialistas, intelectuales liberales, periodistas…
Pero Trump no se ha limitado a imponer esta visión dicotómica de la realidad en referencia únicamente a su país, donde ha ensanchado una grieta ya existente, según hemos dicho, y originada en la división de la nación entre los vencedores del Norte y los derrotados del Sur en la Guerra de Secesión. Antes bien, el presidente extendió esa visión maniquea a su política exterior, creando dos bloques enfrentados de países amigos y países hostiles. El gran Satán que la propaganda trumpeana ha construido minuciosamente son los países musulmanes, a los que Trump considera indiscriminadamente terroristas, como es el caso de Irán y, muy especialmente, China, con la que se empeñó en una guerra que, de momento, no fue más allá de lo comercial, como lo prueba el conflicto con la marca de electrónica china Huawei.
Manuel García Pelayo indica que hay otra imagen asociada al mito maniqueo: se trata de lo que hoy llamamos «teoría de la conspiración» que, en los tiempos presentes ha encontrado un vehículo privilegiado en las redes sociales. Tal y como ocurrió, precisamente durante la campaña electoral que llevó a Trump a la Casa Blanca. Dice al respecto García Pelayo (1981: 37) que la demonización del enemigo y la tendencia a lo misterioso conducen al mito de la conspiración universal: «El adversario formula y actualiza unos planes secretos que tienen como fin la plena destrucción de nuestro orden para obtener a continuación la dominación mundial».
Podemos afirmar que, en muchos aspectos, el discurso trumpeano es heredero directo de la propaganda conspiratoria antisemita europea, no solo nazi, que acusaba a los judíos de todos los males y de oscuras tramas para dominar el mundo. Pensemos, si no, en las delirantes acusaciones que Trump y sus seguidores vertieron sobre su rival en las elecciones, Hilary Clinton, desde que ésta lideraba una red de pederastia o de que traficaba con drogas bajo la tapadera de una red de pizzerías, o en la insinuación de que el Sars-Cov-2 fue creado ex profeso por los chinos como parte de un siniestro plan para destruir Occidente.
Queremos insistir en la deriva del discurso trumpeano que, desde nuestro punto de vista, ha sobrepasado los límites de la posverdad para adentrarse en los territorios oscuros del mito y, consecuente, en algunas de las características del fascismo, tanto en su versión italiana como nazi. Respecto a las similitudes entre Trump y Mussolini, éstas pasan sobre todo por el paralelismo que se puede establecer entre las actitudes histriónicas y la fanfarronería de ambos líderes, además de la ya mencionada obsesión sexual. Con el nazismo, en cambio, los hechos casi siempre suelen tener consecuencias trágicas.
Precisamente, uno de los sucesos más determinantes e impactantes de la administración Trump fue la toma del Capitolio por parte de sus simpatizantes, alentados por un discurso previo del propio Trump, en enero de 2021. Este hecho presenta una inquietante similitud con el que permitió a Adolf Hitler imponer su dictadura con mano de hierro ignorando cualquier límite democrático: nos referimos al incendio del Reichstag, en Berlín, en febrero de 1933. Al igual que Trump, quien negó haber incitado a los suyos al asalto del Capitolio, los nazis también se quitaron toda responsabilidad y acusaron a un comunista holandés quien, bajo tortura, se confesó autor del incendio.
Salvando todas las distancias, pensamos que es posible señalar algunos elementos en común, tanto con el hecho en sí mismo (el asalto a un parlamento) como con las pulsiones mítico-irracionales que lo hicieron posible.
Efectivamente, muchas de las imágenes que pudieron verse y los gritos que pudieron escucharse en los sucesos de Washington reflejan esos elementos irracionales que hemos señalado en el discurso trumpeano. Pero, además, en muchos momentos, los participantes en el asalto se parecían mucho más a una horda primitiva que a una masa organizada en pos de algún fin político. Individuos vestidos con pieles y cascos con cuernos, no se sabe si de vikingos o de bisontes, cuerpos semidesnudos y pintados, máscaras, hombres escalando muros, gritos guturales, golpes… Imágenes que no diferían demasiado de los desfiles de antorchas o la quema de libros organizadas por los nazis.
Evidentemente, tanto por sus consecuencias como por el contexto, no se puede equiparar ambos hechos. Pero lo que se manifiesta aquí es la deriva, que hemos señalado al comienzo, de las praxis de la mentira, las teorías conspiratorias y la posverdad hacia los elementos más oscuros del pensamiento mítico. De momento no ha pasado a mayores y, finalmente, el intento de toma del Capitolio terminó en una especie de representación teatral de mala calidad. Pero, precisamente por ello, debemos prestar atención: tenemos la tragedia del incendio del Reichstag en Berlín y su remedo en Washington bajo la forma de una farsa. Y de eso es, precisamente, de lo que nos advierte Karl Marx cuando afirma que la historia suele ocurrir dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa.
4. Conclusión
Aunque se suele considerar que la utilización política del mito es cosa del pasado o de regímenes totalitarios que lo utilizan como instrumento de propaganda y manipulación de las masas, en realidad, esa praxis sigue vigente y afecta también a las democracias, que no pueden prescindir de imágenes atractivas o de relatos de legitimación.
En el caso de Donald Trump, se ha hecho mucho hincapié en el uso y abuso de la posverdad. Con ser esto cierto, consideramos que, en muchas ocasiones, y cada vez más a medida que se aproximaba el fin de su mandato y crecía la posibilidad de una derrota electoral, el discurso trumpeano ha seguido una deriva peligrosa que lo ha llevado de la posverdad a elementos propios del pensamiento mítico. Detrás de esta utilización del mito están algunos de los hechos que, en muchos casos, especialmente los sucesos del Capitolio o la grieta que ha dividido al país en dos facciones aparentemente irreconciliables, han puesto a prueba la salud democrática de la nación.
De momento, las instituciones parecen haber resistido, pero la gran crisis mundial en la que estamos inmersos hace pensar que estos ataques no serán los últimos. De allí la necesidad de estudiar y denunciar estos hechos para mantener la guardia alta.
Bibliografía
Carlyle, Th. (2017). Sobre los héroes: El culto al héroe y lo heroico en la historia. Sevilla: Athenaica.
Hesíodo (1986). Teogonía. Trabajos y días. Escudo. Certamen. Madrid: Alianza.
2.