Mediatización social. Poder, mercado y consumo simbólico

 

 

Título del Capítulo: «La comunicación política a la luz de la mediatización»

Autoría: Pablo Arredondo Rodríguez

Cómo citar este Capítulo: Arredondo Ramírez, P. (2016): «La comunicación política a la luz de la mediatización». En Arredondo Ramírez, P., Mediatización Social. Poder, mercado y consumo simbólico. Salamanca: Comunicación Social Ediciones

ISBN: 978-84-15544-91-3

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c2.emcs.12.ei10

 

 

 

La comunicación política a la luz de la mediatización

 

 

 

Si bien la permeabilidad mediática, de acuerdo con los conceptos aquí expuestos, recorre una amplia gama de esferas y actividades sociales, no hay duda de que es en el espacio de la política en donde se han concentrado buena parte de las preocupaciones y análisis sobre el papel de la comunicación mediada, su influencia en las relaciones de poder y el impacto sobre la ciudadanía.

El tema no es nuevo, puede trazarse a la mismísima historia del impacto que la imprenta generó en sus inicios, en los siglos XV y XVI sobre las estructuras de poder prevalecientes (por ejemplo, la Iglesia católica o los regímenes monárquicos), o al papel que durante la Ilustración representaron los medios en la construcción de la esfera pública burguesa, o, más tarde, durante el siglo XIX (en forma de prensa escrita) el rol que jugó en las luchas por la hegemonía de las recién aparecidas fuerzas partidistas, en la confrontación de fuerzas liberales y conservadoras, en la construcción de los Estados-nación en el mundo occidental, o en los intentos de instaurar esquemas democráticos y republicanos en ciertas sociedades. Todo ello por no hablar de la «instrumentación revolucionaria» que se hizo de la misma prensa escrita durante los años en que se pretendió edificar la utopía socialista con el experimento soviético al arrancar el siglo XX.

Sin embargo, no fue sino hasta la irrupción de los llamados «medios masivos», particularmente los electrónicos, en los albores del siglo pasado, cuando la preocupación por su potencial político, de control y manipulación de las masas, tomó un auge considerable. Los ejes de la precaria comunicación política —no referida como tal en ese tiempo—, recorrían un camino que transitaba desde la influencia de los medios (prensa masiva, cine y radio) sobre la opinión pública hasta el conocimiento de las dinámicas que determinan las preferencias electorales de la ciudadanía, y desde luego la manipulación propagandista de las masas (De Moragas et al., 1985). No pocas de estas visiones se correspondían con la creencia del poder exacerbado de los medios; es decir, con la idea de que la conducta de las audiencias podría verse afectada por la injerencia mediática. Fenómenos inéditos, como el que se llevó a cabo el 30 de octubre de 1938 en el noreste de los Estados Unidos, con la transmisión radiofónica, dramatizada, de la novela de H.G. Wells, La invasión desde Marte, dirigida por el enfant terrible, Orson Wells, sembraron la creencia de que los medios contenía una capacidad de manipulación e influencia social de mayúsculas proporciones (Cantril y Herzog, 1940). Alimentaron, lo que más tarde se caracterizó como la Teoría hipodérmica o de la bala mágica de la comunicación (Wolf, 1994).

Es imposible ignorar que parte de la raíz que pretendía explicar el exagerado poder de los medios sobre la conducta de los individuos también abrevó en los mitos y realidades del proyecto propagandístico llevado a cabo por el régimen nazi y sus emuladores durante los años treinta e inmediatamente posteriores. Tal y como lo han señalado De Fleur y Ball-Rokeach (1982: 220): «En la posguerra surgió una creencia bastante general en el enorme poder de la comunicación de masas. A los medios se les atribuyó la capacidad de moldear la opinión pública y de volcar a las masas hacia casi todo punto de vista que deseara la persona comunicante.» Es decir, se desarrolló una visión unidireccional de la influencia mediática a través de la cual era posible manipular no solo las actitudes sino las conductas de los individuos. La estrategia mediática de Gobbles y sus propagandistas dejaron una huella difícil de olvidar aún en nuestros días, en los que las llamadas «guerras sucias» se han convertido en un eje estratégico de las campañas políticas y electorales.

Pero en el devenir de la comunicación política fueron los estudios de Paul F. Lazarsfeld y asociados los que determinaron un rumbo distinto para sopesar el verdadero poder de la comunicación mediada. En particular, el clásico estudio del Condado de Erie, Ohio (The People’s Choice) realizado durante la campaña electoral presidencial de 1940 en Estados Unidos, desmanteló de manera rigurosa la creencia de que entre los medios y el comportamiento del electorado no existían factores de mediación, o si se quiere de neutralización de las potenciales influencias de la propaganda difundida por los medios (Lazarsfeld et al., 1948).

Similares resultados se derivaron de un segundo estudio replicado años más tarde, en 1948, durante otra de las campañas electorales por la presidencia estadounidense, en el cual Lazarsfeld, Berelson y McPhee, recrearon parte de los hallazgos del estudio anterior; a saber: 1) que la influencia de los grupos próximos al elector, los llamados grupos de referencia, son más determinantes a la hora de inclinar la preferencia política de los sujetos, 2) que los electores evitan exponerse a mensajes que contradicen sus inclinaciones políticas preestablecidas y, por lo tanto, 3) que los medios tienden a cumplir más una función de refuerzo sobre el statu quo que de cambio del mismo (Lazarsfel et al., 1954; Berelson, 1948; Lazarsfeld y Merton, 1948).

Los planteamientos derivados de los hallazgos de Lazarsfel y asociados convergieron con una serie de análisis posteriores en torno a los «efectos sociales de los medios» que, durante los primeros años de la década de los sesenta, llevaron a establecer la llamada teoría de los «efectos limitados» (Klapper, 1974; Halloran, 1964). Fueron también los años en que los investigadores anglosajones de la comunicación revirtieron la lógica de indagación para preguntar más sobre las razones que llevaban a las audiencias a aproximarse y exponerse a ciertos mensajes y a determinados medios, en vez de cuestionarse en torno de la dinámica inversa. Irrumpió, así, la corriente de los «Usos y gratificaciones», es decir, la corriente que asumía que la actitud activa y utilitaria de las audiencias, en búsqueda de contenidos y de medios, se sobreponía a la influencia nociva o positiva de los mismos (Blumler y Katz, 1974).

En el terreno de la comunicación política, durante los años de la posguerra se desarrollaron intentos por entender la incidencia de los medios en los procesos de socialización política y aprendizaje de niños y jóvenes. De igual forma se multiplicaron los estudios en torno al papel de los medios en los procesos electorales y el comportamiento de los electores, inspirados sobre todo por la novedad de la televisión como medio dominante de información y entretenimiento y a partir del impacto de los debates televisivos en las campañas electorales. Novedad que tuvo su hito en el famoso debate entre Kennedy y Nixon en la campaña de 1960. Debe recordarse, como lo señalan Kraus y Davis (1976) que en 1948, año en que se llevó a cabo el segundo estudio de Lazarsfeld y compañía, el número de aparatos receptores de televisión en todo el territorio estadounidense apenas rozaba los diez millares, mientras que poco más de veinte años después, en 1970 —cuando la televisión estaba en pleno auge— la cifra se aproximaba a l00 millones de aparatos receptores. Un crecimiento exponecial. Y en tanto al arrancar los años cincuenta el número de estaciones de televisión en Estados Unidos apenas excedía la centena, para principios de los setenta la cifra llegaba a casi 700 estaciones de televisión. Así pues, al iniciar el último cuarto del siglo xx, la televisión se había posicionado como un medio en vertiginoso ascenso e incuestionable presencia en la vida cotidiana de la sociedad estadounidense.

Junto a los procesos electorales, otras áreas de interés abordadas por la comunicación política a lo largo de esos años de la posguerra, se vincularon con el estudio de las actitudes y los valores de la ciudadanía, con el impacto de los medios en los sistemas políticos y en el desarrollo, con el contenido de los medios y la construcción de realidades, con el consumo mediático y con el creciente papel de la imagen mediáticamente construida, entre otros tantos objetos de estudio.

Pero, sin lugar a dudas, una de las hipótesis que mayor impacto tuvo en el mundo de la interacción de la política con la comunicación, fue la desarrollada por Maxwell McCombs y sus colegas en torno al establecimiento de agendas informativas. Fueron ellos quienes dieron prominencia al principio según el cual lo importante, al hablar de la función política de los medios, no radica en que éstos determinen lo que las audiencias deben pensar, sino acerca de qué temas son en los que deben pensar. De acuerdo con este postulado, los verdaderos «efectos» de los medios se establecen en el terreno cognitivo más que en el conductual. Formulación que en estos términos había sido elaborada con anticipación de al menos una década por Bernard Cohen al hablar del poder de la prensa. Aunque al decir de Kraus y Davis (1976), la idea del establecimiento de agendas derivado del papel de los medios ya estaba latente en las formulaciones de Walter Lipmman, en su influyente libro sobre la Opinión pública, editado en 1922 y cuyo capítulo inicial, The world outside and the pictures in our heads, prefiguraba precisamente esa potencial influencia mediática.

En su momento Cohen (1963: 13) afirmó que: «la prensa, de modo significativo, es más que un proveedor de información y opinión. Es posible que en muchas ocasiones no alcance el fin de decirle a la gente qué pensar, pero su éxito es asombroso en cuanto a decirles a sus lectores acerca de qué pensar. De esto se desprende que el mundo luce diferente para las distintas personas, dependiendo no solo de sus intereses personales, sino también del mapa que les trazan los escritores, editores y las compañías editoriales de los periódicos que leen… Es factible que el editor piense que únicamente está imprimiendo las cosas que la gente quiere leer, pero al solicitar en esta forma su atención, está determinando poderosamente los temas sobre los cuales pensará y hablará la gente, hasta que la nueva ola barra sus playas.»

Por su parte, McCombs y Shaw (1974: 1) tras concluir la prueba empírica de su planteamiento en la campaña presidencial afirmaron que: «A través de los medios, los ciudadanos no sólo se enteran acerca de los asuntos públicos y otros temas, sino que también evalúan la importancia que debe dársele a un asunto o tópico con base en el énfasis que le otorguen los medios masivos… Este impacto de los medios masivos —la capacidad de afectar lo cognoscitivo entre los individuos— se ha denominado como la función de establecimiento de agenda de la comunicación masiva. En esto puede consistir el efecto más importante de la comunicación masiva moderna, la capacidad de los medios para estructurar nuestro mundo.»

Con la hipótesis del establecimiento de agendas, se inició un nuevo ciclo de ponderación, análisis y debates en torno a la creciente influencia de los medios en la política y en la opinión pública, al menos dentro de la llamada Communication Research, es decir, en la escuela estadounidense de la investigación de los fenómenos mediáticos. Un ciclo que no solo detona una considerable cantidad de estudios empíricos, sobre la correlación entre las audiencias y el contenido de los medios, sino que también posiciona el concepto de agenda como uno de los términos centrales del debate en la comunicación política, dentro y fuera de la tradición académica referida.

Las interrogantes sugeridas a partir del concepto del «establecimiento mediático de agendas» no fueron, ni son, menores. Un amplio abanico de conjeturas ancladas a la idea de la agenda, han surgido a partir de sus hallazgos y conclusiones iniciales. Pensemos, por ejemplo, en una buena cantidad de preguntas que son obligadas a la hora de hablar del poder de los medios en términos de agenda: ¿quién y cómo establece la agenda de los medios?, ¿cuál es el peso de los factores corporativos-empresariales y de los organizativos en el establecimiento de las agendas informativas?, ¿cuál es la relación entre los valores noticiosos, la cultura profesional de los informadores y las agendas de los medios? (González Molina, 2013). ¿De qué manera intervienen los actores del poder público y privado en la fijación de agendas?, ¿cómo influye el estado de la opinión pública en la agenda de los medios?, ¿se debe pensar en una agenda o en varias?, ¿de qué manera se complementan o se contradicen las diversas agendas de los diversos medios?, ¿cuál es el efecto social de una multiplicidad de agendas noticiosas versus el de una homogeneidad en las agendas de los medios?, ¿cuál es el papel de las agendas de los ciudadanos y electores?, ¿cómo se construyen las distintas agendas que se manifiestan socialmente?, etcétera (idem.).

Así entonces, se trata de un concepto que terminó por rebasar la hipótesis de una simple correlación estadística entre la audiencia-electorado y los temas preponderantes difundidos por los medios de comunicación en una determinada coyuntura electoral. El análisis crítico de esta potencial influencia de los medios en las audiencias ha exigido reconocer que se trata de una hipótesis mutante y multidimensional expuesta a cambios de enfoque y de metodología desde los años en que fue expuesta inicialmente (Bregman, 1998). Estaríamos entonces, parafraseando a Luhmann, frente a un sistema (mediático) que se ha convertido, en la actualidad, en el gestor de la memoria y el olvido. Una manera más compleja, y más elegante, de referirse al poder de establecer agendas.

Como quiera que sea, es necesario reconocer que el último cuarto del pasado siglo, pero muy particularmente la década final, atestiguó un crecimiento nada desdeñable de fenómenos vinculados al papel de la comunicación en la política. Sin lugar a dudas, el incentivo se localizó en el derrumbe del «socialismo real» y en la oleada de movimientos prodemocráticos en una amplia parte del globo. Cambios que hicieron surgir la esperanza de que el presunto final de la polarización política mundial, de la guerra fría, y la irrupción de tendencias hacia el cambio democrático, inauguraban una época de estabilidad y crecimiento. Promesas, todas, cumplidas a medias o de plano incumplidas.

La mediatización política se tradujo, entre otros tantos campos de actividad y preocupación académica, en el desarrollo de nuevos métodos para explorar la opinión pública y las inclinaciones de los electores. La presencia de la industria de las encuestas se arraigó en los escenarios democráticos de occidente y también en los que incipientemente se comenzaron a edificar. No debe ignorarse que las encuestas, como señala Rospir (1999: 70), vinieron a ofrecer «una ilusión de participación a los ciudadanos, de poder hablar y opinar libremente, como nunca se había conocido.» Una campaña y el ejercicio de gobierno sin el recurso de los estudios de opinión pública se volvieron impensables.

Igualmente, el diseño «científico» de campañas políticas de todo cuño (incluyendo las sustentadas en el escándalo) se consolidó. Se multiplicaron los «consultores» y las consultorías de comunicación vinculadas a gobiernos, partidos y grupos con pretensiones de incidir en la esfera del poder público. Consultores, estrategas y diseño de campañas, forman parte de un fenómeno globalizado, una realidad a la que algunos autores como Gleich (1999: 252-253) han puesto el mote de americanización de las campañas políticas. Es decir, una manera relativamente homogénea de hacer política en cualquier parte del mundo, sustentada básicamente en la utilización de diversos recursos de comunicación. Los principales rasgos de la campaña política americanizada consisten, ante todo, en la dependencia desarrollada por candidatos y partidos de los profesionales o estrategas de marketing político; en el manejo y fabricación de «acontecimientos» en beneficio de quienes los patrocinan o en contra de sus rivales; en la personalización de la política, lo que implícitamente acarrea el mensaje de que el individuo o candidato en cuestión es más relevante que el programa de gobierno o que las circunstancias que rodean la lucha por el poder; en la explotación de factores emocionales diseñados para motivar empatía hacia los candidatos; y en la habilidad para construir campañas negativas, capaces de destruir de un soplo las aspiraciones de los contrincantes. Por ejemplo, una somera revisión de las campañas políticas en México a partir de los años noventa, con la irrupción de la malograda transición democrática, ejemplifica el fenómeno en cuestión, aunque no se trate ni lejanamente de un caso único en el mundo.

A esas dinámicas se sumaron otras tendencias de comunicación política que marcaron los nuevos caminos de la relación entre poder y comunicación. Por ejemplo, la televisión se consolidó como el medio hegemónico en todos los puntos cardinales del orbe y se tornó, igualmente, en la fuente de información más influyente. La estandarización de los formatos noticiosos —siguiendo las prácticas de las cadenas televisivas estadounidenses y a los que podríamos considerar como parte de una nueva gramática/sintaxis informativa— se impuso en las televisoras de unos y otros países; los debates entre políticos se popularizaron; el cuidado y la construcción/destrucción de la imagen de los actores políticos se convirtieron en una obsesión y en una estrategia permanente en los sistemas políticos de occidente. Y por último, la llamada «política del escándalo» irrumpió con una fuerza inusitada y se transformó en práctica común de las democracias presuntamente consolidadas, por no hablar de las llamadas emergentes. Tal y como lo ha expresado Thompson en su amplio estudio sobre el tema:

Los escándalos no son nuevos: acontecimientos escandalosos de varios tipos han existido durante siglos. Sin embargo, con el desarrollo de las sociedades modernas, la naturaleza, el alcance y las consecuencias de los escándalos han variado en algunos aspectos. Y uno de esos aspectos en que han cambiado está relacionado con el hecho de que se hayan visto cada vez más vinculados a formas de comunicación mediada… Ha surgido una forma nueva a la que llamaré «escándalo mediático». Se trata de escándalos cuyas propiedades difieren de las que aparecen en los escándalos locales y cuyas potenciales consecuencias tienen un alcance completamente diferente. Los escándalos mediáticos no son simples escándalos reflejados en los medios y cuya existencia es independiente de esos medios: son provocados, de modos diversos y hasta cierto punto, por las formas de la comunicación mediática (2001: 55).

Pero los escándalos mediáticos, al igual que otro tipo de fenómenos conectados al uso intenso de la comunicación en la política no pasarían del terreno anecdótico —por así decirlo— de no ser por las amenazas que presuntamente conllevan para el devenir de la política democrática.

 

Mediatización y sustentabilidad democrática

 

El maridaje entre comunicación mediada y política ha dado pie, de manera cada vez más intensa, no solo a nuevas prácticas o formas de incidir en la lucha y mantenimiento del poder, sino a una serie de preocupaciones entre quienes observan con relativa inquietud el impacto que dicha vinculación está teniendo sobre el presente y el futuro de las democracias, y sobre la calidad de las mismas. En otras palabras, en relación con su sustentabilidad. Si bien es cierto que las preocupaciones difieren en sus particularidades dependiendo del contexto socio-político específico del que se trate —pensando, por ejemplo, en la evidente diferencia de las democracias desarrolladas vis a vis las llamadas emergentes— algunas inquietudes sobre los efectos negativos, o al menos cuestionables, de la mediatización política atraviesan a manera de común denominador todo el espectro.

En su ensayo sobre El futuro de la política, Fernando Vallespín (2000), aborda los nuevos escenarios en los que se desarrolla la democracia como filosofía y como modelo de organización de la cosa pública en nuestros días. Apunta a una amplia gama de aspectos que le dan el nuevo sentido a esta realidad social llamada democracia. La globalización económica y política como fuerza predominante; el papel del Estado en estos nuevos contextos; la situación de las identidades nacionales; el triunfo del pragmatismo (la tecnocracia) sobre el pensamiento utópico en la política y los desafíos que encara la democracia, entre los que señala, muy en particular, la subordinación ascendente de la política frente a los medios de comunicación.

Retomando las preocupaciones esbozadas a principios de los años ochenta por Norberto Bobbio, en su texto sobre El futuro de la democracia, y las amenazas a la misma, Vallespín afirma que el diagnóstico expuesto por el pensador italiano no solo mantendría su vigencia tres lustros más tarde, sino que con el devenir del tiempo habrían surgido nuevos peligros para su subsistencia, entre ellos «el creciente protagonismo en la vida pública de los medios de comunicación y su gran influencia sobre todo el proceso político» (2000: 159).

En su alegato, Vallespín sugiere que el concepto original de la democracia no solo ha ido vaciándose de contenido, sino que entre sus amenazas se localiza la suplantación de viejos ideales por nuevas realidades:

La democracia ha dejado de ser ese proyecto permanentemente inacabado que siempre cabalgaba a lomos de impulsos normativos para acabar por reconciliarse con su concreción presente. Impulsadas por la cada vez más difícil necesidad de diferenciación ideológica, perviven, aquí y allá, propuestas de reforma puntual de algunos aspectos del sistema político… Pero parece que van más en la línea de la «adaptación» que de la «utopía»… Algo similar a lo que ocurre con el continuo ajuste de los programas de televisión a los deseos de la audiencia, o de los productores a los consumidores. El referente ya no es un ideal, son los deseos de los nuevos ciudadanos-consumidores (Vallespín, 2000: 163).

¿Y los medios, qué tendrían que ver con esa degradación del ideal democrático? De acuerdo con Vallespín, la respuesta se localiza precisamente en la mutación de una esfera pública propensa al intercambio y a la deliberación entre ciudadanos, por otra regida por los «deseos» de la ciudadanía consumidora. En otras palabras, el marketing suplantando al encuentro deliberativo. De ahí la contundente sentencia expresada por Vallespín: «observamos un espacio público banalizado por la ensordecedora jaula de grillos de la televisión y otros medios; una separación creciente entre clase política y ciudadanía» (ibíd.: 174).

Desde luego que los riesgos del ideal democrático no se anclan exclusivamente, al decir del autor, al factor mediático. Las amenazas están ligadas con dilemas sustantivos del propio ideal de la democracia. Es así como plantea una serie de cuestionamientos básicos en torno al futuro de la democracia: ¿hasta dónde extender la capacidad de inclusión del sistema democrático?, ¿de qué manera conciliar la pertenencia ciudadana (demos) con la identidad de los sujetos (ethos)?, ¿qué tan incluyente/excluyente debe ser el sistema democrático frente a disyuntivas como, por ejemplo, la cuestión de la migración?, ¿cómo entender la soberanía popular en un escenario de globalización y de multilateralismo gubernamental?, ¿cómo lidiar con el dilema de la ciudadanía activa/pasiva o de la competente/«incompetente»?, ¿qué hacer con la creciente apatía y desencanto del ciudadano frente a los procesos electorales?, ¿de qué manera compaginar el proceso democrático con las deficiencias del sistema de mediación política (la oligarquización del sistema de partidos políticos y la corporativización de intereses en la elaboración de políticas de «beneficio común»)?, ¿cómo abordar la tecnocratización de la política y el complejo entendimiento que exige, por parte de los ciudadanos, la solución a problemas de desarrollo y gobernabilidad? Dilemas, todos, que expresan el malestar prevaleciente en las prácticas cotidianas de las democracias realmente existentes.

En cuanto al problema de la mediatización, Vallespín se pregunta —siguiendo a Habermas— si en el contexto sociopolítico actual, cabe referirse al espacio público tal y como lo concebía la teoría/ideal democrática en sus orígenes. Es decir, como un espacio público en el sentido de estar abierto a todos, en el que campean las discusiones públicas, aquellas que incumben a la mayoría de los ciudadanos; espacio de intercambio de ideas en donde la «razón» terminaría por imponerse y en donde la opinión pública no se confundiría con el medio que la transmite, es decir, con la opinión publicada.

Frente al hecho de que en la actualidad el espacio público se encuentre construido en general a través de la «mediación mediática», Vallespín sugiere el desprendimiento de graves riesgos para la sustentabilidad de la democracia. A saber: los procesos de concentración en la propiedad de los medios que en sí mismos ponen en peligro el acceso de los ciudadanos a la información; la ruptura y confusión que ha sembrado la actividad de los medios entre el concepto de lo público y lo privado («una sociedad donde el interés público parece coincidir con la posibilidad de ejercer un sistemático voyeurismo de todo lo privado») (ibid.: 195); la exaltación sistemática del escándalo como manifestación de la política; la dificultad de construir una opinión pública «autónoma» de los medios; la complejidad para alimentar informativamente/verazmente a la sociedad y el desdén por la política derivado de la acción mediática.

Las preocupaciones esbozadas por Vallespín, en modo alguno son exclusivas de este autor. Se trata de dilemas que recorren la obra de muy diversos estudiosos y analistas de la política y en particular de la democracia como forma de organización de la misma. Nodal en el análisis resulta el concepto de «esfera pública» y su papel en la constitución de un sistema político participativo, deliberativo (Thompson, 1996).

De acuerdo con Taylor (2006: 105), la importancia de la esfera pública para la sociedad moderna —a diferencia de la incipiente liberal vislumbrada por Habermas en su conocido texto— radica en el hecho mismo de que «incluso allí en donde ha sido eliminada o manipulada, se hace necesario simularla». En su concepción actual, afirma Taylor, la esfera pública remite a un «espacio común donde personas que nunca se han conocido consideran participar en un mismo debate, y estar en condiciones de alcanzar una conclusión compartida.» Pero no se trata de un espacio físico, una plaza o un local en donde se congrega una asamblea, un espacio tópico. La esfera pública moderna debe concebirse, de acuerdo con Taylor, como un espacio «meta-tópico»; es decir, un espacio «que trasciende cualquier espacio tópico. Podríamos decir que teje una pluralidad de espacios de este tipo en un espacio mayor de concurrencia no presencial.»

En otras palabras, la esfera pública no puede comprenderse como un «lugar físico», sino como un «espacio metatópico», un «espacio común no local» de encuentro ciudadano. La esfera pública, así concebida, se caracteriza por dos aspectos centrales: a) funciona independiente de lo político, pero b) es definitiva para la legitimidad de la política. Esto significa que en la medida en que la esfera pública no es instrumentalizada por el poder permanece, precisamente, como tal. Esfera pública y «sociedad civil» son parte de un binomio inseparable. Es el espacio «libre» de formación de la opinión pública autónoma (en palabras de Satrori, 1988), razonada, secular y externa (pero no ajena) al poder. Y en el mismo sentido, su existencia misma se traduce en un elemento de legitimidad de las relaciones prevalecientes de poder y gobierno. Tanto porque la legitimidad del poder depende del consenso de los gobernados, como por el hecho de que una opinión pública razonada funciona como un contrapeso al poder político. Según palabras de Habermas, «el poder debe ser domesticado por la razón» (citado en Taylor, 2006: 113).

Ya sea en su versión original, es decir, en la de la llamada esfera pública burguesa que irrumpe en el siglo xviii, tanto como en la coyuntura de la actual modernidad tardía, los medios de comunicación (la prensa inicialmente y, hoy en día, todas las tecnologías de comunicación e información prevalecientes), han formado parte constitutiva de la llamada esfera pública (Ferry et al., 1998). En principio, se trataría de espacios, de naturaleza metatópica, capaces de facilitar y promover la participación razonada de una opinión pública autónoma, de una sociedad civil en el sentido lato de la palabra.

Sin embargo, las dudas respecto a las bondades democráticas de una esfera pública dominada por la lógica mediática tienden a multiplicarse, tal y como se ha sugerido líneas atrás. Quizá una de las críticas más radicales o agudas a la creciente participación/intromisión de los medios en la vida pública, y particularmente en la de los sistemas políticos llamados democráticos, se encarne en la postura expresada por Sartori en su ensayo sobre el Homo videns (1998). Cabe recordar que en su clásico estudio sobre la Teoría de la democracia (1988), Sartori abogaba por la prevalencia de una opinión pública no heterónoma, como condición necesaria para garantizar la existencia de un sistema democrático, al que el autor refería como un «gobierno de opinión», o mejor dicho, sustentado en la opinión pública. Para el logro de tal condición, Sartori identificaba, a su vez, al sistema educativo y al informativo (en la medida en que éste se alimentara en la diversidad y pluralidad) como actores sustanciales en la formación de la autonomía y racionalidad de la opinión pública en democracia.

Años más tarde, frente al desencanto de la creciente mediatización social, en particular en lo concerniente a su expresión audiovisual, el autor de marras establecería la imposibilidad de formar sujetos racionales a partir de la irracionalidad mediática, dominada por la apariencia (la imagen) más que por la capacidad analítica. En las propias palabras de Sartori (1998: 146):

…la tesis de fondo… es que un hombre que pierde la capacidad de abstracción es eo ipso incapaz de racionalidad y es, por tanto, un animal simbólico que ya no tiene capacidad para sostener y menos aún para alimentar el mundo construido por el homo sapiens… La verdad… es que el mundo construido en imágenes resulta desastroso para la paideia de un animal racional y que la televisión produce un efecto regresivo en la democracia, debilitando su soporte… la opinión pública.

Si bien es cierto que la hipótesis expuesta por Sartori sobre los efectos negativos de una cultura dominada por la imagen no se limitan a los peligros que acechan la sustentabilidad de la política democrática, y que podrían extenderse a otras zonas del devenir social, es un hecho que ésta no se explica sin sus dudas y temores ante el embate de la creciente mediatización.

La video-política —una manera particular de expresar lo que aquí hemos llamado mediatización de la política— ha supuesto, al decir de Sartori, varios factores que amenazan la sustentabilidad de la vida democrática. En particular la primacía de la televisión (con sus efectos de agenda setting y de priming) sobre los medios impresos ha alimentado un electorado manipulable, menos propenso a la pluralidad y a la racionalidad informativa.

Además, sostiene el mismo autor, la video-política personaliza las elecciones, opaca el sentido de programas electorales y ensalza la figura de líderes y reduce las contiendas a la lógica de una carrera de caballos (horse racing). La personalización, a su vez, atenta contra el sistema de partidos, en la medida en que las estructuras y las dinámicas partidistas pasan a un segundo plano frente a la imagen individualizada y sobreexpuesta de los candidatos: «la video-política tiende a destruir —unas veces más, otras menos— el partido, o por lo menos el partido organizado de masas…» (ibid: 109-110). Y ahí el paradigma de tal modelo que (sin ser único) lleva el nombre de Berlusconi o de Donald Trump.

Otras de las manifestaciones de la video-política son: la creciente autonomía de los candidatos vis a vis los partidos, la parroquialización de la política (sobre todo en escenarios como el estadounidense, en donde los abundantes informativos locales, al decir de Sartori, edifican un demos fragmentado y encerrado en pequeños horizontes: «cuanto más local se hace la política, más desaparece la visión y la búsqueda del interés general, del bien de la comunidad» (ibid.: 113). En el mundo de la video-política los acontecimientos genuinos son suplantados por «acontecimientos mediáticos» con lo cual la política se desvirtúa en un escenario en el que la televisión ha pasado a ser «la autoridad cognitiva más importante de los grandes públicos» (ibid.: 114). Se trata de una autoridad en la que se desplaza a los testimonios de los verdaderos hacedores de opinión, en beneficio de los personajes anclados al espectáculo. Por ello Sartori afirma: «Con la televisión las autoridades cognitivas se convierten en divos del cine, mujeres hermosas, cantantes, futbolistas, etcétera, mientras que el experto, la autoridad cognitiva competente (aunque no siempre sea inteligente) pasa a ser una quantité négligeable» (idem).

En pocas palabras, la tesis de Sartori, se basa en una lógica según la cual, la preeminencia de la imagen —de la cultura visual— alimenta el mundo de las emociones y de los sentidos en detrimento de las razones. En consecuencia, la política democrática, cada vez más supeditada a las fuerzas televisivas, se desvirtúa y se aparta de su sentido original, se ajusta a las tendencias emotivas de la cultura visual (pathos) y se aparta de la racionalidad y del conocimiento (logos) necesario para juzgar y analizar los problemas de la polis. Y en la medida en que la administración de la ciudad política requiere el logos más que el pathos la democracia entra en terrenos pantanosos. Es decir, no son las razones, sino las emociones, las que tiran de la carreta de la democracia y de ahí los riesgos que se derivan para hacerla sustentable.

En un ya clásico ensayo publicado en 1999, Gianprieto Mazzoleni y Winifred Shulz se preguntaron si la creciente «mediatización» de la política observada en la última década del pasado siglo constituía —como tantos otros analistas sugerían— un reto o amenaza para la democracia. Ambos autores sostenían que «la preocupación de los críticos por el excesivo poder de los medios, expandiéndose más allá de los límites de sus funciones tradicionales en las democracias se focaliza sobre todo en la «irresponsable» naturaleza del complejo mediático: mientras a los partidos políticos se les exige rendir cuentas por sus políticas frente al electorado, ninguna constitución prevé que los medios respondan por sus acciones» (1999: 2). De acuerdo con ello, muchas de las distorsiones prevalecientes en los procesos políticos serían achacables a la injerencia de los medios.

Aunque para los autores referidos, buena parte de las objeciones y temores de la crítica (entre la que ubican al Homo videns de Sartori) estaría permeada por una visión apocalíptica de la intervención de los medios en la vida de las democracias. Es decir, por una sobreestimación de la política como «política mediatizada». Por eso, ante la irrefutable evidencia de una creciente presencia mediática en la vida de las democracias liberales, Mazzoleni y Shulz plantearon la siguiente hipótesis: ¿estamos observando simplemente el advenimiento de una «tercera edad» de la comunicación política, con la multiplicación de los canales de comunicación y su impacto sobre la esfera pública (es decir, una cuestión de intensidad mediática), que lleva a creer erróneamente que la política se subordina a los medios, o por el contrario, como los críticos argumentan, los medios se están apoderando de los procesos y de los actores políticos lo que resultará en el establecimiento de «repúblicas comandadas por los medios»?

El abordaje encaminado a esclarecer tal conjetura partió de una premisa: la mediatización de la política está en marcha, pero con limitaciones. Para ello, Mazzoleni y Shulz (1999: 4-6) reconocieron y describieron la existencia de procesos de mediatización política expresados, básicamente, en cuatro tendencias observables:

  1. La realidad informativa, la cobertura noticiosa, transmitida por los medios es una realidad cuestionable. Es decir, es el producto de la «construcción de sucesos» a partir de una selección limitada de eventos por parte de los medios y de la subordinación de lo «noticiable» a los valores «profesionales» de los periodistas y de sus editores. La realidad política a la que la mayoría de ciudadanos accede por la vía de los medios es una «realidad» construida sobre el sesgo sistemático de quienes deciden lo que vale la pena ser considerado como noticiable.
  2. Los medios, al construir y constituir la esfera pública informativa también terminan decidiendo los términos del intercambio que se da en la misma. Queda en manos de los medios decidir quién tendrá acceso al público. Más aún, este poder de decidir el acceso a la esfera pública se refuerza sobre la base de que los medios cumplen con la tarea de «enmarcar» (to frame) los acontecimientos, a la vez que construyen y establecen las agendas públicas. Lo relevante y lo «intrascendente» pasa por la acción mediática.
  3. Los marcos de referencia sobre los cuales se construye el significado de los acontecimientos y las personalidades cubiertas por los medios, refleja crecientemente la lógica comercial de la industria mediática. De ahí la prevalencia a «espectacularizar» a la política, a su discurso y a sus formatos. El diseño de las campañas, el perfil de los candidatos y el predominio de un discurso más apto para la comunicación mediática que para la comunicación política de otra naturaleza (por ejemplo, el «síndrome del soundbite» como formato informativo).
  4. Los efectos de la mediatización, es decir de las reglas, rutinas y criterios que modelan la producción mediática, se expresan también de manera recíproca, de tal forma que cada vez más los actores y las instituciones políticas que pretenden capturar la atención de los medios recurren a las mismas lógicas, reglas y rutinas de los actores mediáticos. De hecho, hay quienes interpretan esta reciprocidad como una estrategia de los actores políticos para controlar a los actores mediáticos.
La mediatización de la política es una realidad observable, asumen Mazzoleni y Shulz, pero los riesgos para la sustentabilidad de la democracia mucho le debe a otras tendencias sociales y políticas que parecen estar erosionando de manera más determinante su naturaleza tradicional. Son tendencias que no pueden circunscribirse —de acuerdo con estos autores— a la acción mediática. Entre éstas, dos tienen particular significado: el crecimiento de una ciudadanía cada vez más «sofisticada» y la crisis del sistema de partidos. Ambas, deberían asumirse como variables independientes de la crisis de la democracia.

El desencanto con la democracia realmente existente —en las sociedades de alto nivel de desarrollo— tiene una de sus fuentes en la consolidación de una cultura cívica cada vez más sofisticada, menos anclada a las lógicas y tradiciones de los partidos políticos. Mazzoleni y Shulz, siguiendo a Ingelhart, sostienen que las evidencias apuntan hacia el desarrollo de una ciudadanía más preocupada en abrazar causas menos tradicionales, para inclinarse a valores y maneras menos convencionales de hacer política. Auto realización, libertad y participación al margen de las líneas partidistas son actitudes asumidas, de manera creciente, por una ciudadanía más sofisticada y mejor informada.

En consecuencia, el electorado se muestra mucho menos identificado con las causas de los partidos, mientras abreva en un mundo de información al que antaño no era factible acceder. El elector de este tiempo nada tiene que ver, entonces, con el de antaño. Y sumarlo, durante los ritos político-electorales, exige de nuevas estrategias y maneras de hacer política.

Ello se torna aún más complicado si se considera el declive de la afección y de la credibilidad a los partidos políticos en prácticamente todas las democracias de occidente. Los sistemas de partidos están en crisis, casi tanto como la política en general. La evidencia empírica confirma la falta de credibilidad de la ciudadanía sobre los partidos como instituciones, y la personalización de la política (fenómenos tipo Berlusconi) no hacen más que probarlo. Y en escenarios como los Estados Unidos —afirman estos autores— es cada día más palpable el peso de los candidatos en el electorado que el de los partidos, como se ha observado en el caso de Trump.

En conclusión, si bien es cierto que la mediatización de la política es una realidad incuestionable, que genera preocupaciones válidas, «la evidencia está lejos de ser tan clara». De acuerdo con Mazzoleni y Shulz, «la esencia del fenómeno permite argumentar que las visiones ‘apocalípticas’ de los críticos están sustentadas en una mala interpretación de la importancia de ciertas tendencias clave… son interpretaciones muy inspiradas en las distorsiones producidas por el ‘complejo mediático-político’ de los Estados Unidos»… que difiere de la realidad política europea. La interacción de otras variables no permite concluir que detrás de la mediatización política se encuentre un riesgo para la sustentabilidad de la democracia derivada de la injerencia mediática. Una conclusión que, tiempo después, sería matizada por ambos autores.

En su amplia y compleja obra sobre la Era de la información (1999), Manuel Castells, no solo no fue ajeno a la preocupación expresada por diversos autores en torno al creciente papel de los medios de comunicación en la vida política y por tanto en su impacto sobre el desarrollo de las democracias, sino que el peso otorgado a ese fenómeno lo llevó a profundizar el análisis en una de sus más recientes obras, dedicada al poder comunicacional.

El punto de partida de Castells se basa en reconocer que los medios electrónicos se han convertido en «el espacio privilegiado de la política». Sin necesidad de simplificar esta realidad, el autor afirma: «No es que toda la política pueda reducirse a imágenes, sonidos o manipulación simbólica, pero, sin ellos, no hay posibilidad de obtener o ejercer el poder». Ello, sin embargo, no significa que se asuman dos tesis o versiones erróneas: a) la creencia de que entre la opinión pública y los medios se establece una relación directa e impositiva, negando la diversidad y complejidad del mundo de la comunicación y b) la idea de que la opinión pública es fácilmente manipulable e incapaz de revertir y resistir, en su calidad de audiencia, el embate de los medios.

No obstante, lo cierto es que, al decir del sociólogo catalán, dos fenómenos convergentes han alimentado la centralidad política de los medios, al grado que «fuera de su esfera sólo hay marginalidad política». Se trata, por una parte, de la crisis de los sistemas políticos tradicionales y, por la otra, del aumento en la penetración social de los nuevos medios y de la comunicación en general. La interacción de ambos fenómenos y/o tendencias explica, en buena medida el hecho de que la lógica y la organización de los medios electrónicos se hayan convertido en la fuerza que «encuadra y estructura la política».

Para comprender la importancia de lo que Castells llama «política informacional», el pensador remite a una serie de realidades y lógicas sobre las que el fenómeno está sustentado. Comienza por reconocer que en las sociedades contemporáneas, el grueso de la población recibe la mayor parte de información y elabora su opinión sobre los asuntos públicos a través de los medios, y muy particularmente a través de la televisión. La televisión se ha convertido en la principal fuente de información para la mayoría de los habitantes del orbe. Estudio tras estudio así lo demuestran. Pero no es solo eso. La televisión —al menos en escenarios como Estados Unidos, y se podría suponer que en una gran cantidad de otras latitudes— representa la fuente de noticias más creíble. Así pues, penetración social y credibilidad de los medios son dos pilares de la mediatización política.

Y ello no sería tan relevante si la cuestión de la «autonomía» de los medios no fuese, igualmente, una variable trascendente en juego. Capacidad de acceder a grandes segmentos de la población, de proporcionarles la mayor parte de la dieta informativa y de ser, al mismo tiempo, confiables a los ojos de las audiencias, convierte a los medios —en particular a la televisión— en actores de relevancia incuestionable. Pero ¿quiénes son los medios, cuál es la fuente de su autonomía y cómo es que encuadran la política?, se pregunta Castells. Y él mismo se responde:

En las sociedades democráticas los medios mayoritarios son, esencialmente, grupos empresariales cada vez más concentrados e interconectados a escala global, aunque, al mismo tiempo, están muy diversificados y se orientan hacia mercados segmentados… Para obtener unos buenos resultados de audiencia (de la que depende el ingreso publicitario y la supervivencia) se requiere un medio atractivo y, en el caso de las noticias, credibilidad. Sin credibilidad, las noticias carecen de valor, ya sea en términos de dinero o de poder (Castells, 1999: 346 - 347).

Años más tarde, el mismo autor desarrollaría una descripción pormenorizada de la magnitud de los conglomerados de la comunicación, de su diversificación a la luz del desarrollo de los nuevos medios digitales y de la segmentación de sus mercados en el mundo (Castells, 2009). Sea como sea, el punto fundamental aquí es que la autonomía mediática se alimenta principalmente de la capacidad de gestión económica que tienen los medios, y se adereza, por así decirlo, con la ideología de los profesionales de la noticia. Una ideología según la cual los periodistas (léase editores, coordinadores de información, redactores y periodistas de a pie) no son actores que asumen partido, sino «testigos del acontecer». Se trata de una ideología «profesional» que pretende encubrir el rol de los medios de comunicación como constructores de realidades sociales; es decir, como agentes activos en la edificación de representaciones sociales de la realidad que se difunden entre amplios segmentos de la población.

Más aún, la autonomía de los medios no deja de contener una relativa paradoja en la medida en que se sustenta en una proximidad de los medios frente al poder —no solo para obtener la información necesaria, sino el favor de ciertas políticas públicas— al mismo tiempo que obliga a reflejar una distancia y una neutralidad de las instituciones mediáticas de cara al poder establecido con el objetivo de garantizar su credibilidad como fuente de noticias. En otras palabras, la autonomía de los medios es el factor que les permite «atrapar y estructurar a la política» en sus propias lógicas. Una versión equivalente desarrollada por Borrat (1989), en su estudio sobre la prensa como actor de la política, pone el acento no solo en la autonomía como forma de operar independientemente en el terreno de la economía, sino en la fortaleza de los medios (la prensa) para manejar y explotar el conflicto entre los actores políticos.

Así es, pues, como los medios se convierten en el lugar privilegiado de la pugna por acceder a y preservar el poder. Su autonomía les permite transformarse en una arena decisiva de confrontación de otros actores políticos en la lucha por el poder: «los medios se convierten en el campo de batalla en el que las fuerzas y personalidades políticas, así como los grupos de presión, tratan de debilitarse mutuamente, para recoger los beneficios de las encuestas de opinión, en las urnas, en los votos parlamentarios y en las decisiones de gobierno» (Castells, 1999: 348). Y si bien es cierto, afirma Castells, que la política de los medios no es toda la política, lo importante es reconocer que toda la política requiere pasar a través de los medios para influir en la toma de decisiones.

Es probable que al referirnos a la autonomía de los medios, en su condición de actores políticos, sea necesario asumir que ésta no es, en modo alguno, una condición absoluta. Es decir, que no se expresa de una forma determinante, en tanto que depende de factores contextuales que la hacen manifestarse con variabilidad. Quizá una manera útil de observar el peso autonómico de los medios vis a vis el sistema político se encuentre en la propuesta desarrollada por Stömback (2008) y por Stömback y Esser (2009). De acuerdo con ello, al hablar de mediatización de la política se parte de un hecho: los medios constituyen un sistema en sí mismo, independiente, aunque interdependiente de otros sistemas sociales tales como el político. Se trata de un sistema cuya mayor relevancia radica en que se ha transformado en un entorno (un medio ambiente) simbólico omnipresente a través del cual se crea una gran parte de las definiciones sociales de la realidad (Stömback y Esser, 2009: 209-210). Como ya lo habíamos señalado, páginas atrás, los medios constituyen una fuerza simbólica «medioambiental», de la que difícilmente podemos marginarnos o prescindir.

Ahora bien, por lo que respecta a su capacidad de operar con independencia frente al sistema político, es menester reconocer que la autonomía conlleva una dinámica de encuentro y dominación entre dos lógicas; la de los medios y la del sistema político. La fortaleza de cada una de esas lógicas de cara a la otra, es el contínuum que le da sustancia al concepto de autonomía y permite observar el grado de mediatización imperante. Por una parte se observa la lógica de los medios, con sus intereses económicos, con su gramática discursiva, su sintaxis, con sus rutinas de producción noticiosa, con su capacidad de capturar la atención de las audiencias y de influenciar la opinión pública, etcétera. Y por la otra, la lógica política, con su necesidad de legitimación social, de control sobre diversos actores, de regulación y elaboración de políticas públicas, y de permanencia y/o acceso al poder político formal.

Bajo esa lógica, Stömback propone la existencia de cuatro fases o dimensiones de mediatización de la política que recorren un trecho de menor a mayor intensidad. Así, la autonomía mediática, y por consecuencia la intensidad de la mediatización de la vida política, puede entenderse como el producto del grado de fortaleza de cada una de las lógicas en juego. He aquí, en síntesis, de la propuesta de Stömback al respecto (2008: 228-243):

La primera fase de mediatización —señala el autor referido— se alcanza cuando los medios sobrepasan a la comunicación interpersonal como medio primordial de comunicación y devienen en la principal fuente de información y de comunicación entre la ciudadanía, y entre ésta y las instituciones políticas, tales como partidos, agencias de gobierno o grupos de interés político. En la segunda fase de mediatización, los medios adquieren una mayor independencia del gobierno y de otros organismos políticos, y comienzan a guiarse fundamentalmente por su propia lógica (intereses), más que por la lógica de la política. La tercera fase se distingue no sólo por el hecho de que los medios se mantienen como la principal fuente de información para la ciudadanía e incrementan su independencia al grado que en su operación cotidiana los actores políticos y de otra naturaleza social se ven obligados a adaptarse a los medios más de lo que los medios deben adaptarse a las lógicas de esos actores institucionales. En esta fase, los medios se convierten en una parte crecientemente integral del proceso de formulación de políticas. Por último, la cuarta fase de la mediatización se manifiesta cuando no sólo los actores sociales y políticos de diversa índole se adaptan a la lógica de los medios, a los valores noticiosos de los mismos, sino que los internalizan, no siempre de manera consciente, y permiten que la lógica de los medios y los estándares aplicados a lo noticiable se conviertan en parte del mismo proceso de gobierno. Así, en esta fase intensa de mediatización la política se ve «colonizada» por la lógica de los medios. Por eso, concluye Stömback, a fin de cuentas «la mediatización de la política puede describirse como un proceso a través del cual la interrogante más importante que involucra la independencia de los medios frente a la política y la sociedad termina con cuestionar la independencia de la sociedad y de la política frente a los medios» (ibid.: 241).

Como ya señalamos, tanto en su vasta trilogía sobre La Era de la Información, como en su obra más reciente dedicada al análisis de la Comunicación y el Poder, Castells (1999; 2009) desarrolla e ilustra muchos de los procesos que reflejan precisamente la abrumadora presencia de las lógicas mediáticas en la vida de la política y, consecuentemente, los dilemas que plantea semejante intervención para la sustentabilidad de la democracia.

En ambos textos, el autor sostiene que la política informacional (es decir, aquella que caracteriza y condensa las prácticas comunicativas de las sociedades y democracias de hoy en día) es el resultado de una serie de transformaciones en los procesos políticos e informativos que han permitido la constitución de una centralidad de la comunicación en la gestión del poder. En otras palabras, la política se desarrolla y depende cada día más de las competencias, habilidades y potencialidades que los actores del poder político pueden desarrollar en un entorno altamente mediatizado. En sus propias palabras:

La política es el proceso de asignación del poder en las instituciones del estado… las relaciones de poder están ampliamente sustentadas en la formación de la mente humana y en la elaboración de significados a través de la construcción de imágenes… las ideas son imágenes (visuales o no) en nuestro cerebro. En la sociedad en general… la construcción de imágenes se realiza en el campo de la comunicación socializada. En la sociedad contemporánea, en todo el orbe, los medios son los canales de comunicación más decisivos... la política mediática es la conducción de la política a través de los medios…Mensajes, organizaciones y líderes que no tienen presencia en los medios no existen en la mente del público (2009: 193-194).

La política informacional (lo que otros refieren como política mediatizada) es, pues, la expresión clara de la política contemporánea. Manifestaciones de ello se observan, por ejemplo, en el paulatino declive de los partidos y de su capacidad para seleccionar candidatos; en el crecimiento exponencial de un sistema de medios de comunicación —con la televisión como pivote imprescindible— que incorpora de manera creciente a una diversidad de medios e interconexiones flexibles (Internet en sus múltiples modalidades). Se manifiesta, también, en el desarrollo de una amplia gama de actividades y estrategias que giran alrededor del llamado «marketing político» (bancos de datos informatizados, encuestas constantes de opinión pública, propaganda selectiva, ajustes de mensajes en tiempo real, diseño de mensajes y de agendas temáticas construidas en la coyuntura), y en la personalización de la política atrapada en «culebrones» y juegos sucios de poder, etcétera. Es una estructura compleja de acción comunicativa a la que algunos han identificado como la «americanización de la política».

Aunque para Castells (1999: 361), más que la «americanización» lo que se percibe es un cambio sustancial, global, en la manera de hacer política. Una lógica política, apoyada en la acción de los medios, y ajustada a los contextos y especificidades de cada entorno social. En otras palabras, la política informacional lo mismo se manifiesta en las comunidades indígenas de Bolivia, que en los regímenes parlamentarios de Europa, o en el presidencialismo estadounidense, solo que lo hace ajustado a la historia y estructura de cada entorno, tal y como lo expresa Castells (1999: 361):

Sostengo que ésta es una tendencia histórica nueva, que afectará en oleadas sucesivas a todo el mundo, si bien en condiciones históricas específicas que introducen variaciones sustanciales en la competición política y en la conducción de la política.

Dentro de estas nuevas lógicas y prácticas, una realidad que acapara la fuerza de la política mediatizada se centra, precisamente, en la capacidad de generar y alimentar escándalos. El fenómeno de los escándalos políticos en la actualidad mucho le debe a la creciente visibilidad adquirida por los actores del poder en un entorno crecientemente mediatizado (Thompson, 2000 y 2003). El escándalo político constituye un eje en torno al cual gira una buena parte de la práctica mediática que se alimenta de la construcción sensacionalista de realidades, pero que tiene, a la vez, a los propios actores de la política como la fuente más copiosa de provisión: «la política de los escándalos —afirma Castells— es el arma elegida para luchar y competir en la política informacional… De hecho, la mayoría de material perjudicial publicado por los medios es filtrado por los propios actores políticos o por intereses comerciales asociados.»

Por su parte, los medios aprovechan esa tendencia a la mutua descalificación a la que son devotos los miembros de la clase política, y obtiene las ganancias pertinentes de ese juego perverso de descréditos. Las «malas noticias» son las noticias privilegiadas. Más aún, la política se reduce al tamaño de los políticos (es decir, se individualiza) y la exhibición de sus torpezas y errores se torna medular en la dinámica del escándalo. No obstante, resulta que el «pasatiempo» de la descalificación de los contrarios —vía su exhibición mediática— no está exento de paradojas. La más notable, sin duda, es que esta práctica de filtraciones y de descalificaciones termina por salpicar a unos y otros, de tal manera que «el cazador de hoy… (deviene en) la presa de mañana», tal y como lo sostiene Castells.

Como quiera que sea, la mediatización política, además de sobrevivir gracias a los juegos de descalificación visibilizada, también se expresa y sostiene en un complejo aparato de actores y de estrategias tendentes a ganar o mantener las posiciones de poder. Think tanks exclusivamente dedicados a la generación de estrategias políticas y electorales, empresas y organizaciones avocadas al estudio de la opinión pública y de sus vaivenes, consultorías de todo tipo, agencias de relaciones públicas, constructores de imágenes y diseñadores de mensajes, especialistas financieros, publicistas, mercadólogos y comunicólogos, conforman esa estructura que le da vida a lo que comúnmente se define como política mediatizada o política informacional. En qué medida estas dinámicas adyacentes al quehacer de la política están socavando los principios y anhelos de la democracia, es una cuestión que en estos días de intensa mediatización de la vida pública convoca a más y más analistas preocupados por la sustentabilidad de un sistema político que pierde legitimidad de manera vertiginosa a los ojos de las mayorías, pero que sin duda se mantiene como el «menos malo» de los sistemas conocidos.

Por otra parte, no puede negarse que el desarrollo de un entorno mediático sustentando en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, la llamada «nueva comunicación» (Lucas Marín, 2009; Dahlgren, 2012) está abriendo escenarios inéditos para la política mediatizada. La interactividad inherente a lo que se ha referido como «auto-comunicación masiva» (Castells, 2009) incorpora nuevas dinámicas sociales y pone en tela de juicio prácticas y estrategias tradicionales de la política sustentada en los medios. De acuerdo con ello, el surgimiento y difusión de Internet ha motivado «una nueva forma de comunicación interactiva caraterizada por la capacidad para enviar mensajes de muchos a muchos, en tiempo real o en un momento concreto, y con la posibilidad de usar la comunicación punto-a-punto, estando el alcance de su difusión en función de las características de la práctica perseguida» (ibid.: 88).

Así pues, la potenciación de las redes sociales a través de los medios interactivos (celulares, Internet, etc.) quizá sea la más llamativa de las actuales manifestaciones de la comunicación política, aunque no la única. O como sugiere Dalghren (2012: 180), Internet puede marcar «la diferencia al contribuir a la enorme transformación de la sociedad contemporánea en todos sus niveles» y en particular alterando «drásticamente las premisas y la infraestructura de la esfera pública de múltiples maneras». La interactividad y la creciente conexión social están edificando hipótesis nuevas sobre la solidaridad de los conglomerados sociales, sobre su capacidad de movilización y sobre su relativa autonomía no solo frente a la clase política sino frente a los propios medios de comunicación tradicionales. Se trata de conjeturas que si bien encuentran importantes referentes empíricos en realidades actuales, todavía están sujetas a una serie de pruebas sobre su factibilidad, y sobre los beneficios que podrían acarrear para la democracia.

Pero a fin de cuentas, siguiendo a Castells, lo que estaría en juego al hablar de las nuevas dinámicas y formas de articulación social, en la sociedad contemporánea (es decir, en la llamada «sociedad red»), es, al igual que en otras circunstancias y momentos de la historia humana, la capacidad de ejercer el poder. Y tal capacidad se manifiesta actualmente en el «poder de hacer red». Expresado de otra manera: en la capacidad de construir, programar y conectar a las redes de comunicación. Esos organismos reticulares que parecen carecer de centros de decisión claramente establecidos, pero que no obstante —al hablar de su condición social— es necesario reconocer las fuentes en las que abrevan: representaciones, ideas-imágenes y valores que pueden ser controlados (programados o reprogramados) por ciertos actores. Es ahí donde parece radicar el dilema de la comunicación política en el contexto de la «auto-comunicación masiva».

El poder, afirma Castells, es el producto de una situación relacional, no un atributo. No existe en el vacío sino en la interacción de los actores involucrados. Los mecanismos del poder son la violencia y el discurso, y en ese sentido se expresa a través de la capacidad que tiene un actor de influenciar asimétricamente las decisiones de otros actores sociales: «…el poder es la capacidad relacional para imponer la voluntad de un actor sobre la de otro sobre la base de la capacidad estructural de dominación integrada en las instituciones de la sociedad» (2009: 74). En la sociedad-red, las mutaciones políticas —por ejemplo la situación del Estado— o las culturales —como la interacción de lo global con lo local—, involucran el manejo del poder a través de la capacidad de operar, desarrollar y controlar «redes». Y ahí, el papel de la comunicación es primordial, no solo porque la estructura reticular de la sociedad es esencialmente comunicativa, sino porque los medios de comunicación, como actores ocupan una centralidad hasta hace poco inconcebible en los juegos del poder. Ellos son el espacio público por antonomasia de esta etapa de la modernidad; el lugar de encuentro y deliberación, el espacio privilegiado de la «visibilidad» y las fuentes de las que brotan las agendas de lo presuntamente relevante en el mundo de las decisiones que conciernen a la cosa pública.

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