Título del Capítulo: «El reto de la sostenibilidad medioambiental de los medios en la era de las tecnologías digitales»
Autoría: Fernando Tucho; Miguel Vicente; José Mª García de Madariaga
Cómo citar este Capítulo: Tucho, F.; Vicente, M.; García de Madariaga, J.M. (2024): «El reto de la sostenibilidad medioambiental de los medios en la era de las tecnologías digitales». En Carrasco-Campos, Á.; Candón-Mena, J. (eds.), Sostenibilidad de los medios en la era digital. Economía política de los medios públicos y comunitarios. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-17600-94-5
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c5.emcs.30.tam5
Fernando Tucho
Universidad Rey Juan Carlos
José Mª García de Madariaga
Universidad Rey Juan Carlos
Miguel Vicente
Universidad de Valladolid
La historia de la humanidad ha demostrado de manera constante que la tecnología nunca es neutra (Fernández; González, 2018; Wu, 2016). Desde el punto de vista ideológico, la tecnología nunca es neutra porque está diseñada y creada por seres humanos que tienen prejuicios, valores y perspectivas de tipo económico, cultural y social. El sesgo humano no solo influye en el proceso de diseño y desarrollo de la propia tecnología, sino que además surge generalmente desde posiciones de poder que persiguen su propia expansión y reproducción (Feenberg, 1991). Por ejemplo, los algoritmos utilizados en la inteligencia artificial y el aprendizaje automático son creados a partir de conjuntos de datos que pueden contener sesgos y desigualdades (Noble, 2018; O’Neil, 2016). Si estos sesgos no se detectan y corrigen, pueden perpetuar y amplificar las desigualdades existentes en la sociedad (Eubanks, 2017; Crawford, 2016).
Desde la perspectiva medioambiental, encontramos un doble motivo para negar la neutralidad tecnológica. En primer lugar, la tecnología no es inocua en absoluto: en este capítulo vamos a mostrar el amplio y creciente impacto que la tecnología digital tiene en el medio ambiente, desde el diseño de sus múltiples y numerosos dispositivos hasta la gestión de sus residuos tras ciclos de vida cada vez más cortos y con una imparable huella de carbono generada por su uso. En segundo lugar, este creciente impacto convive con un fenómeno de invisibilidad por la aparente sintonía que se produce entre digitalización y transición ecológica. No se puede negar que la tecnología puede reducir la huella de carbono al permitir la generación de energía limpia, mejorar la eficiencia energética y promover prácticas que, en principio, son más sostenibles. Sin embargo, el ensalzamiento de la digitalización también contribuye a la huella de carbono al fomentar un consumo excesivo y, en consecuencia, un impacto ambiental tan creciente como invisible. La digitalización actúa, pues, como tapadera del derroche energético inherente al capitalismo fosilista vigente desde hace más de dos siglos (Fernández; González, 2018; Moore, 2020; Taibo, 2020), que se está viendo aún más acrecentado a partir de la pandemia de covid-19 y con la emergencia de la Cuarta Revolución Industrial promovida por los poderes tecnofinancieros (Pigem, 2021).
La ceguera que produce el cortocircuito de este falso binomio es parte del determinismo tecnológico con el que se suelen percibir e interpretar los cambios sociales, económicos y culturales en la era digital (Mattelart, 2002). Sin embargo, el desarrollo tecnológico no puede ser por sí solo el impulsor del cambio social, porque la tecnología no es autónoma ni independiente de la sociedad. La tecnología siempre es el resultado de decisiones y elecciones humanas y está influida por factores económicos, políticos, culturales y sociales (Winner, 2020). Las tecnologías no son simplemente herramientas, sino que tienen una serie de implicaciones sociales, culturales, políticas y económicas que deben ser consideradas al analizar su impacto en la sociedad.
Y es precisamente el ámbito de la comunicación uno de los espacios en los que más se está produciendo de manera imperceptible el impacto medioambiental de las tecnologías digitales. El sistema mediático actual se ha transformado tanto en las últimas tres décadas y ha alcanzado tal grado de saturación en la economía de la atención en la que vivimos que apenas nos percatamos de la energía que consume, ni de los desequilibrios medioambientales y sociales que genera el cada vez más costoso sostenimiento de la infraestructura digital (McChesney, 2013, Crawford, 2021). Veamos cómo son los diferentes tipos de impacto que estas tecnologías generan en los diferentes ámbitos de sus ciclos de vida.
Se estima que hay cerca de 7.000 millones de teléfonos inteligentes (smartphones) en el mundo, con una tasa de incremento de usuarios/as de un 5% anual (Howarth, 2023; Wise, 2023; Statista, 2023). La vida media de reemplazo de estos dispositivos estaría en 2-3 años (Maxwell; Miller, 2020; Fairphone, 2021; elEconomista, 2022; Turner, 2023), alimentando una maquinaría que vendió más de 1.400 millones de dispositivos nuevos en 2021 (O’Dea, 2023).
Tomando en consideración que entre el 75% (Fairphone, 2021) y el 80-90% (The Shift Project, 2020; Farrás, 2023) de la energía que consume un smartphone a lo largo de su vida proviene del momento de la fabricación, y que, como comentaremos más adelante, menos de un 20% de los móviles son correctamente reciclados (Fairphone, 2021), estos ciclos de vida tan cortos de dispositivos tan costosos de producir son responsables de gran parte del impacto material de la industria tecnológica sobre nuestro entorno.
Detrás de ello está la conocida como «obsolescencia programada» o «prematura», como prefieren decir las empresas incluyendo un factor de imprevisibilidad y como es recogido en la Ley de Residuos española de 2022. De una manera u otra, este diseño para no durar, siempre negado por las empresas, es una realidad legislativa desde hace años. En Francia está prohibida por ley desde 2015 con multas de hasta dos años de prisión y 300.000 euros. De ella se desprendió en 2020, tras una denuncia de la organización HOP («alto a la obsolescencia programada», en sus siglas en español), una multa a Apple de 25 millones de euros por desacelerar intencionadamente el funcionamiento de sus versiones antiguas de iPhone a través de actualizaciones de software, sin informar adecuadamente a sus usuarios/as (DGCCRF, 2020). En Italia, la Autoridad Garante de la Competencia y del Mercado impuso multas en 2017 a Apple y Samsung por deteriorar móviles a propósito (Blasco, 2018).1 La Unión Europea, que ya se enfrenta a la obsolescencia programada con su normativa «Derecho a reparar» de 2020, presentó en 2022 un borrador de nuevas medidas que obliguen a los fabricantes tecnológicos a garantizar piezas de reparación, determinados requisitos de batería y actualizaciones de software, entre otras medidas (Miranda, 2022). Para algunos autores, la normativa de la UE a este respecto es aún insuficiente en coherencia con su plan para una Economía Circular y debería prohibir directamente la obsolescencia programada (Malinauskaite; Bugra, 2021).
En España, por su parte, como decíamos, la Ley de Residuos de 2022 recoge entre sus medidas de prevención de la generación de residuos «fomentar el diseño, la fabricación y el uso de productos que sean eficientes en el uso de recursos, duraderos y fiables (también en términos de vida útil y ausencia de obsolescencia prematura), reparables, reutilizables y actualizables». La normativa prevé una revisión a los dos años con la posibilidad de tomar medidas para evitar la obsolescencia si se demuestra que esta existe tras realizar estudios sobre la vida útil de los aparatos.
Este «diseño para no durar» alimenta la maquinaria de extracción de las decenas de minerales necesarios para fabricar. Siguiendo con el ejemplo, un smartphone, cuya realidad más oscura son los conocidos como «minerales de sangre o minerales en conflicto» (en la legislación circunscritos a cuatro minerales claves como son el coltán, tungsteno, estaño y oro —conocidos por sus siglas en inglés como los 3TG—, pero cuya realidad se puede extender a otros minerales críticos para la digitalización como el cobalto, clave para las batería de litio), extraídos en muchas ocasiones de minas ilegales o irregulares en países del Sur Global (según estimaciones de la ONG Alboan, el 90% de las minas de Coltán en el Congo y el 80% de las minas de oro en Colombia serían ilegales). Muertes y enfermedades, explotación infantil, guerras, contaminación y, en ocasiones, devastación de entornos naturales son algunas de las consecuencias ampliamente documentadas de la explotación de estos limitados recursos materiales (Amnesty International, 2017; 2020; Katwala, 2018; Sovacool, 2019; Know the Chain, 2020; US Department of Labor, 2020; Mancini et al., 2021; Vogel, 2021; Lamtos, 2022).
Esta realidad llevó a la Unión Europa a implementar en 2021 una regulación para controlar la entrada de los 3TG en su territorio, basada en la «Guía sobre la diligencia debida para cadenas de suministro responsables de minerales procedentes de zonas en conflicto o de alto riesgo» de la OCDE (más amplia pero voluntaria), aunque, en opinión de las organizaciones sociales implicadas en la materia, de alcance limitado en su planteamiento y de irregular aplicación en el balance que realizaron un año después de su entrada en funcionamiento (European NGO Coalition on Conflict Minerals, 2021).
Por su parte, un juzgado de Washington DC fue testigo en 2019 de la primera demanda por muertes infantiles en minas congolesas fundamentalmente de cobalto contra cinco grandes empresas usuarias de ese mineral en sus baterías: Alphabet (empresa matriz de Google), Apple, Dell, Microsoft y Tesla. La demanda fue rechazada en primera instancia por no encontrarse una relación causal lo suficientemente fuerte entre la conducta de las empresas y las lesiones denunciadas, aunque los autores de la demanda —International Rights Advocates— anunciaron su apelación (Klovig, 2021).
Estas materias primas entran en un ciclo de producción de componentes y posteriormente dispositivos que se caracteriza en gran medida por tres realidades interrelacionadas: condiciones de «esclavitud moderna», ausencia de derechos laborales y enfermedades derivadas de los productos tóxicos empleados. Así se desprende de las múltiples denuncias realizadas de manera periódica por organizaciones sociales y laborales como GoodElectronics, IPEN-for a toxics-free future, IndustriALL Global Union o Investors Against Slavery and Trafficking Asia Pacific, así como por diversos trabajos periodísticos y académicos de investigación (Ramchandani, 2018; Maxwell; Miller, 2020; MWAP, 2022). Según un baremo publicado por la organización Know the Chain de 2020, las 49 principales tecnológicas del mundo (que en conjunto tenían ese año una capitalización de 5 billones de dólares y beneficios anuales de casi 1 billón) presentaban una media de 30 sobre 100 en ausencia de trabajo forzado en sus cadenas de suministro.
A estas tres realidades se une una cuarta: la contaminación de los entornos. Como comentamos al inicio, los análisis de ciclo de vida muestran que el principal impacto ambiental se produce en la fase de fabricación y no tanto en la de uso, debido en gran parte a la corta vida de los dispositivos, a diferencia de lo que era habitual en aparatos electrónicos en el pasado (Proske; Jaeger-Erben, 2019; Schomber et al., 2023). Según un estudio de Deloitte (2022), un smartphone nuevo genera una media de 85 kg de CO2 en su primer año de vida, el 95% de los cuales viene de su manufactura (incluyendo la extracción de materias primas y el transporte). Según estimaciones de Greenpeace (2017), en sus primeros 10 años de vida comercial se habrían utilizado 968 TWh en la producción de teléfonos inteligentes (aproximadamente la misma energía que se usa en todo un año en la India).
Por su parte, una fábrica de semiconductores estándar puede consumir entre 7,5 y 15 millones de litros de agua al día (el equivalente al consumo de una ciudad de unos 40-50 mil habitantes), generando aguas residuales que contienen metales pesados y disolventes tóxicos (The Engineered Environment, 2013) que muchas veces terminan en vertidos en ríos, como se recoge en el documental «Death by design» (2015). El «lago tóxico» de Batou, en China, es un ejemplo de los «subproductos» que genera el procesamiento y manufactura de los elementos necesarios para nuestros dispositivos electrónicos (Maughan, 2015). Esta cantidad de agua puede ascender a más de 37 millones de litros en una fábrica de grandes dimensiones (Johnson, 2022). Intel, uno de los grandes fabricantes, reportó el uso de un total de más de 60 mil millones de litros en sus plantas en 2020 (Intel, 2021).
Una vez estos dispositivos están en nuestras oficinas y hogares, su utilización demanda una ingente cantidad de energía para alimentar redes y centros de datos. Las estimaciones de consumo energético y las consiguientes emisiones de gases de efecto invernadero son complejas y dependen de muchas variables. Según una revisión realizada para un informe del Parlamento Británico, la industria de las TIC (entre producción y consumo, incluyendo centros de datos, redes y dispositivos finales) consumiría entre 4-6% del total de la energía mundial (entre 5-7% si se incluyen los televisores) (Ross; Christie, 2022). El aumento anual estimado sería del 9% según el think tank The Shift Project (2019a).
Los centros de datos que sostienen «la nube», las nuevas fábricas del siglo XXI, podrían ser responsables por sí solos del 1% del consumo eléctrico global (Masanet et al., 2020). Según datos de Netflix (2020), su servicio en 2019 habría consumido más de 450 mil MWh (equivalente al consumo medio de 130.000 viviendas en España durante un año).
Este importante consumo energético lleva aparejado un alto volumen de emisiones de gases de efecto invernadero, aunque las estimaciones también varían mucho dependiendo de la autoría: un informe de la empresa Ericsson (2020) las situaba en 2015 en el 1,4% del total mundial con una tasa estable en los últimos años a pesar del aumento del consumo de datos; para Belkhir y Elmeligi (2018), ingenieros de la School of Engineering Practice & Technology de la McMaster University en Canadá, esta contribución pasaría del 1,6% en 2007 al 3,5% en 2020, pudiendo llegar, si no se remedia, al 14% en 2040; The Shift Project (2019a), por su parte, lo situaba en 2019 ya en el 3,7%, pudiendo llegar en 2025 al 8%.
Poniendo el caso de uno de los gigantes tecnológicos, según Preist et al. (2019), YouTube podría haber consumido 19,6 Tw en 2016, con unas emisiones asociadas de 10,1 MtCO2e (similares a las de un centro urbano como el Gran Glasgow o Frankfurt). El peso principal del consumo estaría en las redes móviles, seguido de los dispositivos de los usuarios/as. Por cierto, según estimaciones de los autores, si el 50% de los vídeos de música se hubieran consumido solo con audio, se podrían reducir más de 500 KtCO2e, teniendo en cuenta que el vídeo sería responsable al menos del 80% del tráfico actual en Internet, y proporcionalmente de su consumo y emisiones (The Shift Project, 2019b). Según The Shift Project, el vídeo online generó en 2018 más de 300 MtCO2e, equivalente a las emisiones de España (Ibíd.). Y esta huella de la industria TIC no es solo en forma de gases contaminantes, también lo es sobre el uso de agua y de tierra (Obringer et al., 2021).
Finalmente, nuestros dispositivos digitales, tras un corto ciclo de vida, se suman al total de 54 millones de toneladas de basura electrónica que se generan cada año, incrementándose en 2 toneladas más por año que pasa (Forti et al., 2020), siendo una de las fuentes de residuos que más crece en la Unión Europea (Parlamento Europeo, 2023). De ellas, según el informe de Naciones Unidas firmado por Forti y su equipo, menos del 20% sería tratado adecuadamente, lo que implica «tirar a la basura» 57 mil millones de dólares en materiales que podrían formar parte de una economía circular. Del 80% restante, una buena parte terminaría en vertederos o incineradoras junto al resto de residuos, lo que implica contaminar suelos y acuíferos con materiales peligrosos y/o liberarlos al aire si son incinerados. Otra buena parte, entre un 7 y un 20% según este estudio, estaría siendo exportado de manera ilegal al Sur Global, muchas veces en forma de ayuda humanitaria o exportaciones de productos de segunda mano, vulnerando el Convenio de Basilea. Según un informe de The Good Electronics (2021), la Unión Europea exportaría unas 400.000 toneladas de residuos eléctricos no documentados cada año. Allí son explotadas con medios artesanales para extraer fundamentalmente metales, un sistema que genera graves problemas de salud y ambientales ampliamente documentados (Ibíd.; Little, 2019; Li; Achal 2020; Rautela et al., 2021; The Good Electronics, 2021).
El proceso de digitalización en marcha requiere actores capaces de desarrollar las infraestructuras, los productos y los servicios que definen a las sociedades actuales. Estos agentes presentan una diversidad considerable, si bien el paso de las décadas ha ido consolidando a grandes corporaciones tecnológicas como punto de referencia básico para comprender el funcionamiento general del sistema. Estas compañías, radicadas en su amplia mayoría en los Estados Unidos, se erigen como nuevos referentes a escala global. El acrónimo GAFAM, resultante de enlazar las iniciales de Google (Lee, 2019), Amazon (Brevini; Swiatek, 2022), Facebook, Apple y Microsoft, se ha ido consolidando como una etiqueta reconocible para hacer referencia a los gigantes tecnológicos que, paulatinamente, se han ido convirtiéndose en elementos relevantes para describir nuestra vida digital.
Así como durante el último cuarto del siglo XX la Economía Política de la Comunicación posó su mirada crítica sobre las grandes corporaciones que aglutinaban a las empresas activas tanto en el sector tecnológico como en el sector mediático (Herman; McChesney, 1999), el panorama durante la tercera década del siglo XXI nos devuelve una correlación de fuerzas novedosa, en la que una gran parte del poder en el entorno digital ha virado hacia nuevos operadores que, bien naciendo desde Internet (Google, Amazon o Facebook) o bien siendo capaces de sobrevivir a la competición tecnológica propia de la transición secular (Apple o Microsoft), han adquirido una posición central en el tablero de juego digital.
Sin embargo, este capítulo no cuenta con el espacio suficiente para la presentación y el análisis de las GAFAM en detalle, más allá del alcance temático definido en esta obra. Por lo tanto, nos centramos a continuación en la información pública que ofrecen estos cinco gigantes globales en materia de sostenibilidad. Dadas sus dimensiones económicas y humanas, así como por la presión social que, puntualmente, se ejerce sobre ellas, las cinco cuentan con un espacio importante para informar acerca de la relación que mantienen con el medio ambiente, el entorno en el que operan obteniendo notables beneficios económicos. Cabe resaltar que ofrecemos una aproximación inicial, de naturaleza exploratoria, que permite apreciar la tensión y, en ocasiones, el contraste entre la imagen que trasladan las corporaciones y las denuncias que, desde la esfera de las oenegés medioambientales, acabamos de presentar en las secciones precedentes.
El corpus de materiales analizados en el marco de este abordaje exploratorio se compone de las últimas memorias anuales publicadas por las cinco tecnológicas a través de su página web. No todas remiten al mismo ejercicio anual, pero comparten un horizonte cercano, al oscilar entre 2021 y 2023. La Tabla 1 informa de los cinco documentos sometidos a estudio:
Tabla 1. Informes corporativos en materia de sostenibilidad analizados.
Corporación |
Título |
Año |
Amazon |
Delivering Progress Every Day – Sustainability Report2 |
2021 |
Apple |
Environmental Progress Report3 |
2022 |
|
Environmental Report4 |
2022 |
Meta |
Sustainability Report5 |
2021 |
Microsoft |
Environmental Sustainability Report6 |
2022 |
Un abordaje meramente cuantitativo, obtenido mediante las herramientas de lingüística computacional que ofrece el programa Atlas.ti, nos devuelve la frecuencia de las palabras empleadas en cada uno de estos documentos y permite una identificación directa de aquellas palabras que tienen mayor presencia en los informes en materia de sostenibilidad de cada una de ellas, siendo preciso destacar que se han aplicado filtros para excluir del procesamiento de datos aquellas palabras, como los artículos, las preposiciones o las conjunciones, que no juegan un papel central a la hora de desarrollar las ideas principales de un texto. Las palabras que obtienen una mayor frecuencia en cada uno de los informes, así como en la suma de los cinco, aparecen detalladas en la tabla 2:
La lectura de los informes nos confronta con la integración efectiva de un lenguaje técnico en las operaciones habituales de estas cinco empresas. De hecho, se presenta la sostenibilidad como una nueva dimensión de la cultura corporativa, intentando que una mirada optimista y, en ocasiones, autocomplaciente impregne el conjunto de las operaciones de la corporación.
A veces, los silencios son igual de significativos que las palabras que empleamos. Como muestra, podemos indicar que la palabra «obsolescencia» no se encuentra entre las 9.217 que se emplean entre los cinco informes corporativos. Lo mismo sucede con palabras como «multa» o «sanción», términos que sí que aparecen con frecuencia en los apartados previos de este capítulo, informando de aspectos negativos en las prácticas de las empresas que operan el sector tecnológico digital. Sí que podemos encontrar algunos términos negativos (o más próximos a un campo semántico centrado en la crítica acerca de las inconsistencias del discurso tecnófilo) en esos listados, como «basura» (359 ocasiones), «esclavitud» (40 ocasiones) o «centros de datos» (44 menciones, todas en el informe de Microsoft). El término «impuestos» solamente se utiliza en 16 ocasiones, evidenciando que los aspectos económicos no suelen ser objeto de atención en las memorias centradas en los aspectos medioambientales.
Las herramientas para el análisis que ofrece el programa Atlas.ti permiten identificar los conceptos centrales que se abordan en los contenidos publicados en cada informe. Por otra parte, en los cinco informes es posible identificar un compromiso directo con el abordaje científico en materia de lucha contra las alteraciones climáticas, como se puede observar en estos dos ejemplos:
«Sustainability science has been at the center of our commitments. In 2019, Microsoft took a step back to look at the science behind climate change and saw that our commitment to being carbon neutral was not enough. The world needs to reach net zero by or before 2050, and achieving it relies heavily on private sector partnership and action. This guided us to make our commitments to be a carbon negative, water positive, zero waste company by 2030» (Microsoft).
«We embrace our responsibility as a global company to address the climate challenge that impacts us all. On our journey to reach net zero emissions across our value chain, we will lead by example while following what science tells us must be done to align with the Paris Agreement» (Meta).
El objetivo formulado por las cinco corporaciones presenta un considerable grado de similitud, ya que todas las empresas han adoptado compromisos para la reducción de su huella digital, fijando metas ambiciosas que aspiran a alcanzar la neutralidad en términos de emisiones en un plazo que oscila entre los diez y los veinte años:
«We’re already carbon neutral for our corporate operations, and we’ve set a goal to become carbon neutral for our entire product footprint by 2030. We plan to get there by reducing our emissions by 75 percent compared with 2015, then investing in high-quality carbon removal solutions for the remaining emissions» (Apple).
Las dimensiones operativas de estos cinco gigantes tecnológicos son tan grandes que tienen la capacidad de poner en marcha o, al menos, de colaborar con una gran cantidad de proyectos medioambientales, contribuyendo con su acción a la consecución tanto de los objetivos de sostenibilidad globales como de los propios, fijados en la planificación a medio y a largo plazo que vertebra las políticas de responsabilidad social corporativa. Las memorias anuales se convierten, de este modo, en un espacio en el que se exponen los aspectos más positivos del compromiso medioambiental, con escaso espacio para una reflexión crítica acerca del impacto generado.
A su vez, están en condiciones de publicar información acerca de las mediciones de impacto medioambiental que supone su actividad, con la dificultad de que no sean agencias externas las que auditen esas mediciones. En esta línea, el documento titulado Data Fact Sheet,7 que acompaña al informe corporativo de Microsoft, resulta una herramienta de utilidad, en tanto que ofrece datos, auditados por una consultora global externa, acerca de los diversos impactos medioambientales que genera su actividad.
La función de la comunidad académica, en sintonía con la sociedad civil a través del tejido asociativo, consiste en la monitorización y la evaluación de estas acciones, buscando un equilibrio entre la retórica corporativa y la materialización de los compromisos adoptados con la sociedad y con el medio ambiente. El rol central que juegan las GAFAM en el escenario global contemporáneo obliga a prestar atención a su manera de entender y de aplicar las medidas que persiguen la sostenibilidad en sus diversas dimensiones, siendo los impactos tecnológicos una de ellas de relevancia no menor.
El estudio de los informes corporativos, obviamente, proporciona una información de parte, ya que traslada el relato de las actividades de la propia compañía, en un tono predominantemente positivo. Cabe resaltar que esta documentación resulta de gran utilidad para monitorizar el grado de involucración empresarial en los retos medioambientales, de ahí que un seguimiento periódico permitirá conocer con mayor precisión el rol que adoptan las GAFAM. El contraste entre su visión y los datos que se recaban fuera del radio de acción de la empresa ofrece una visión más ponderada. Estos informes chocan con una realidad tozuda, detectada y denunciada por actores ajenos a las propias organizaciones. Las grandes corporaciones evidencian un giro corporativo en cuanto a la conciencia del impacto medioambiental de sus operaciones, si bien la retórica todavía cuenta con un mayor margen de concreción para comprobar hasta qué punto se ha pasado de las palabras a los hechos.
Hemos radiografiado brevemente las diferentes formas que tiene el impacto de la tecnología digital en el medio ambiente. Hemos mostrado con ello que la digitalización forma parte del capitalismo fosilista y, por tanto, que participa de la gran depredación de recursos materiales y de la explotación de personas y entornos dedicados a la producción de dispositivos, y también que es un potente emisor de gases de efecto invernadero y un irrefrenable generador de desechos contaminantes, todo ello catapultado por la obsolescencia programada que mueve el diseño de sus dispositivos. Lo más importante de este análisis es demostrar la invisibilidad en la que están sumidos los diversos impactos medioambientales y sociales de la digitalización.
El determinismo tecnológico puede llevar a la idea simplista de que la tecnología resolverá automáticamente los problemas ambientales, lo que puede reducir el sentido de urgencia y la motivación para tomar medidas concretas para reducir la huella de carbono, paliar la esquilmación de recursos minerales y proteger vidas humanas en su extracción y en la fabricación de dispositivos o evitar la gigantesca y descontrolada acumulación de residuos. Sin embargo, la tecnología en sí misma no es suficiente para abordar el cambio climático, y se necesitan cambios más profundos en la estructura económica y social para reducir la huella de carbono y las demás formas de contaminación a las que contribuye la digitalización de manera creciente. Por ejemplo, Tim Jackson (2016) argumenta que la economía mundial actual es fundamentalmente incompatible con la estabilidad ecológica a largo plazo y que se necesitan cambios radicales en las políticas y prácticas económicas para reducir la huella de carbono y lograr la sostenibilidad. En el mismo sentido, Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes (2018: 181) sentencian que «ni la ciencia ni la tecnología van a ser capaces de resolver los problemas ambientales y sociales porque su causa es política, no técnica. Las soluciones tendrán que pasar, necesariamente, por la superación de la civilización basada en la dominación de la naturaleza y de las personas».
Desde este prisma, nos hemos aproximado a la posición adoptada por las principales empresas tecnológicas a escala global para comprender la distancia que existe entre el discurso en clave medioambiental que abandera el movimiento ecologista y la acción de las corporaciones que mayores beneficios económicos obtienen del ubicuo proceso de digitalización. El reto de contrastar ambas miradas y valorar las contribuciones y los obstáculos que presenta cada actor en este proceso global es un reto académico, pero nos confronta, de forma más urgente, con un reto para el conjunto de la ciudadanía.
Nos encontramos, por tanto, ante una realidad que tiene que abordarse necesariamente desde la economía política. No podemos hablar de sostenibilidad del sistema de medios en sus funciones y fines, ni de cualquier otro sistema humano, sin analizar su sostenibilidad material y la de su funcionamiento.
Amnesty International (2017). «Industry giants fail to tackle child labour allegations in cobalt battery supply chains». 15/11/2017. https://www.amnesty.org/en/latest/press-release/2017/11/industry-giants-fail-to-tackle-child-labour-allegations-in-cobalt-battery-supply-chains/
Barros, M.; Dimla, E. (2021). From planned obsolescence to the circular economy in the smartphone industry: an evolution of strategies embodied in product features. International Conference on Engineering Design, ICED21. 16-20 august 2021,
Belkhir, L.; Elmeligi, A. (2018). Assessing ICT global emissions footprint: Trends to 2040 & recommendations. En Journal of Cleaner Production 177 (2018) 448-463. https://doi.org/10.1016/j.jclepro.2017.12.239
Blasco, Lucía (2018). ¿Cuánto tiempo podría durar un celular si no existiera la obsolescencia programada? BBC Mundo News, 20 de noviembre. https://www.bbc.com/mundo/noticias-46261763
e
Feenberg, A. (1991). Critical theory of technology. Oxford University Press.
Global E-waste Statistics Partnership.
s
.
Tabla 2. Doce palabras con mayor frecuencia en los cinco informes corporativos.
Palabra |
Amazon |
Apple |
|
Meta |
Microsoft |
Total |
||||||
Total |
% |
Total |
% |
Total |
% |
Total |
% |
Total |
% |
Total |
% |
|
Energy |
168 |
0,57 |
483 |
1,28 |
109 |
2,7 |
127 |
0,74 |
202 |
0,96 |
1089 |
0,99 |
Carbon |
192 |
0,65 |
350 |
0,93 |
71 |
1,76 |
68 |
0,39 |
304 |
1,44 |
985 |
0,9 |
Data |
137 |
0,46 |
257 |
0,68 |
51 |
1,26 |
270 |
1,56 |
155 |
0,74 |
870 |
0,79 |
Emissions |
90 |
0,3 |
331 |
0,88 |
82 |
2,03 |
156 |
0,9 |
183 |
0,87 |
842 |
0,77 |
Water |
66 |
0,22 |
194 |
0,51 |
26 |
0,64 |
234 |
1,36 |
252 |
1,2 |
772 |
0,7 |
Climate |
146 |
0,49 |
221 |
0,58 |
9 |
0,22 |
213 |
1,23 |
156 |
0,74 |
745 |
0,68 |
Sustainability |
233 |
0,79 |
17 |
0,04 |
16 |
0,4 |
187 |
1,08 |
207 |
0,98 |
660 |
0,6 |
Use |
93 |
0,32 |
318 |
0,84 |
18 |
0,45 |
55 |
0,32 |
135 |
0,64 |
619 |
0,56 |
Renewable |
98 |
0,33 |
320 |
0,85 |
63 |
1,56 |
58 |
0,34 |
56 |
0,27 |
595 |
0,54 |
Products |
131 |
0,44 |
328 |
0,87 |
24 |
0,59 |
49 |
0,28 |
39 |
0,19 |
571 |
0,52 |
Report |
175 |
0,59 |
167 |
0,44 |
28 |
0,69 |
155 |
0,9 |
38 |
0,18 |
563 |
0,51 |
Environmental |
40 |
0,14 |
281 |
0,74 |
40 |
0,99 |
71 |
0,41 |
104 |
0,49 |
536 |
0,49 |
Fuente: Elaboración propia