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Violencias, memoria y cine. La construcción audiovisual del pasado (2024)

 

 

Título del Capítulo: «El testimonio en un carrete. Reflexiones en torno a la ético-estética cinematográfica en el acceso a la violencia franquista en España»

Autoría: Cora Cuenca-Navarrete; Tibisay Navarro-Mañá

Cómo citar este Capítulo: Cuenca-Navarrete, C.; Navarro-Mañá, T. (2024): «El testimonio en un carrete. Reflexiones en torno a la ético-estética cinematográfica en el acceso a la violencia franquista en España». En Cuenca-Navarrete, C.; Navarro-Mañá, T. (eds.), Violencias, memoria y cine. La construcción audiovisual del pasado. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-10176-04-1

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c1.emcs.31.c46

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1. El testimonio en un carrete. Reflexiones en torno a la ético-estética cinematográfica en el acceso a la violencia franquista en España

 

 

 

Cora Cuenca Navarrete

Universidad de Sevilla

 

Tibisay Navarro Mañá

Universidad de Minnesota-Twin Cities

Una cronología histórico-cinematográfica desde la Transición hasta los albores del nuevo siglo

 

Escribió Santos Juliá que «recordar es una cuestión política, de celebración, de voluntad, y tiene que ver con la relación del sujeto con su propio pasado y con lo que, al traerlo al presente, quiere hacer con su futuro» (Juliá, 2006: 18). No se encuentra lejos de Ricoeur y su reflexión en torno al olvido como condición necesaria para otorgar el perdón: «El perdón se encuentra vinculado al olvido activo: no al de los hechos, realmente indelebles, sino al olvido de su sentido presente y futuro» (Ricoeur, 1999: 69). En síntesis y añadiendo la dimensión discursiva intrínsecamente vinculada a la memoria, diremos que ésta toma materialidad en distintos dispositivos para asentar o rebatir el sentido y el uso —tornado en abuso en ocasiones— dado desde el presente a los hechos pasados.

En este capítulo, vamos a ocuparnos de la memoria de las víctimas de la guerra civil española (1936-1939) y de la represión franquista, en particular de aquellas que sufrieron violencia directa o vicaria a manos de los partidarios del Movimiento que posteriormente solidificaría en el régimen dictatorial con Francisco Franco a la cabeza (1939-1975). Partiendo de la dinámica de paulatina incorporación de «los vencidos» a la narrativa institucionalizada (Reyes-Mate, 2008) tras 1977, vamos a reflexionar en torno a la representación audiovisual de los testimonios de las víctimas sirviéndonos de un amplio catálogo de películas que vieron la luz entre 1977 y 2018, entre las que destacan1 El silencio de otros (Almudena Carracedo y Robert Bahar, 2018) y El nome de los árboles (Ramón Lluis Bande, 2016).

En el documental Las fosas del silencio2 (Montserrat Armengou y Ricard Belis, 2003), el historiador Francisco Espinosa afirma sobre la Guerra Civil que

Franco no quería una victoria inmediata que no le permitiera establecer el tipo de sociedad que él quería; necesitaba una implantación lenta que le permitiera ir haciendo la depuración, la desinfección total, zona por zona, que es lo que van a hacer con cada región que vayan tomando (Armengou y Belis, 2003, 00:08:30).

Por su parte, el académico Nicolás Sesma resume la represión que sucedió a la guerra en estos términos: «Ni permanecer en su puesto, ni ocultarse, ni el exilio… en realidad, ni siquiera la muerte libraba verdaderamente de la persecución de los vencedores» (Sesma, 2024: 33).

Ante el trauma provocado por esta represión sistemática y planificada, las víctimas directas y vicarias aún con vida, que habían tenido además que sobrevivir a casi cuarenta años de dictadura, no pasaron a ocupar el espacio que merecían en el centro del debate público tras la muerte de Franco. Así, los documentales que se produjeron durante el periodo de Transición se encargaban principalmente de evaluar la situación actual, como Informe general sobre unas cuestiones de interés general para una proyección pública (Pere Portabella, 1977),3 de dar voz a personajes concretos,4 como ocurre en Ocaña, retrato intermitente (Ventura Pons, 1978), Raza, el espíritu de Franco (Gonzalo Herralde, 1977) o El desencanto (Jaime Chávarri, 1976), o de rescatar voces de las figuras políticas protagonistas de la Guerra Civil —Dolores Ibárruri, Federica Montseny, José María Gil-Robles, Enrique Líster o Josep Tarradellas, entre otros— como es el caso de La vieja memoria (Jaime Camino, 1977).

Todos estos trabajos, a su vez, vinieron precedidos por la monumental trilogía del cineasta salmantino Basilio Martín Patino, gestada antes incluso de la muerte del dictador: Canciones para después de una guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) y Caudillo (1974). A través de estas películas, que sufrieron la censura del régimen, Patino consiguió articular una crítica y una sátira desde la experimentación con el dispositivo fílmico, poniendo el foco en la amarga realidad de la posguerra y la dictadura, hasta entonces pocas veces expuesta. Así, el trabajo documental de los años setenta se ve caracterizado por un incipiente interés en mirar hacia el pasado totalitario de España, pero todavía se muestra tímido en cuanto a la representación de la violencia sufrida y los testimonios de las víctimas.

La década de 1980 queda inaugurada con el estreno de Rocío (Fernando Ruíz-Vergara, 1980), un documental que sí incorporaba testimonios de personas que habían sufrido la represión franquista durante la guerra y los años que la sucedieron o que habían sido testigos de la violencia impartida por las tropas sublevadas orquestada en connivencia con los señoritos y hermandades rocieras de la provincia de Huelva. Durante los años sucesivos, verían la luz varias películas que se acercaban a la guerra y a la represión desde la ficción —algunas de ellas dirigidas por los cineastas que ya habían retratado la transición en los años setenta—, como Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984), La vaquilla (Luis García Berlanga, 1985), Dragon Rapide (Jaime Camino, 1986) o El viaje a ninguna parte (Fernando Fernán Gómez, 1986). Ya en los noventa, el cine de ficción sobre la guerra y la dictadura siguió proliferando, estableciendo una forma de llevar el pasado a la pantalla que continúa vigente hoy. Se estrenaron grandes producciones como ¡Ay, Carmela! (Carlos Saura, 1990), Libertarias (Vicente Aranda, 1996) o La niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1998) que se situaron entre las diez películas más vistas en su año de estreno. Por lo tanto, aunque los silencios privados seguían perpetuándose intergeneracionalmente, las personas españolas sentían un interés genuino por estas películas sobre la guerra y la represión que se acercaban al conflicto desde lo emocional, lo melodramático y lo romántico.

 

La memoria cobra fuerza en España: la influencia de Europa y el desmoronamiento del relato transicional

 

La cuestión de la memoria de la guerra y la dictadura en España llegó al nuevo siglo fuertemente influenciada por los debates acerca de la memoria del Holocausto que tuvieron lugar en Europa entre 1980 y 1990. Al igual que había ocurrido en España, las décadas anteriores al año 2000 fueron testigo de la aparición de varias producciones audiovisuales sobre el exterminio judío a manos de los nazis, que empleaban diferentes formatos y grados de ficción para acercar los hechos al espectador. No obstante, una distinción fundamental con el caso español es que las películas más influyentes en el desarrollo de la memoria histórica del Holocausto a nivel mundial fueron producidas por la industria cinematográfica estadounidense —con «Hollywood» como metonimia—; la influencia de series como Holocausto (Marvin J. Chomsky, 1978), o películas como La decisión de Sophie (Alan J. Pakula, 1983) o La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) atravesó con creces las fronteras de Estados Unidos hasta llegar al corazón de Europa (especialmente Alemania), transformándose en símbolos de la memoria de la Shoah a nivel mundial, e influyendo de forma irrevocable en la creación de una cultura cosmopolita del Holocausto (Levy; Szneider, 2002), pero también de un estándar a la hora de representar la violencia y el sufrimiento humano. Así, los debates que surgieron a raíz de las representaciones audiovisuales del Holocausto ofrecen una perspectiva interesante para el análisis del caso español y su influencia en el desarrollo de la memoria histórica en España.

Ya en 2001, Alejandro Baer afirmaba que «hablar de memoria significa hablar de la representación audiovisual de la historia» (Baer, 2001: 1), refiriéndose a la inminente inmersión de una era en la que la historia y la memoria estaban adquiriendo un papel central en la esfera cultural. Igualmente, Baer recuperaba los argumentos de Theodor Adorno cuando a principios de los años ochenta afirmó que la mercantilización5 de la historia (a través de productos audiovisuales) equivalía al olvido. En otras palabras, mantenía que la industria audiovisual convertía la historia «real» en un espectáculo de entretenimiento. Tal afirmación presuponía además la existencia de una sola historia a la que diferentes memorias se acercaban con más o menos exactitud. Ésta fue precisamente una de las principales nociones desafiadas a finales del siglo XX: la memoria pasó a ser concebida como un proceso dinámico de transformación y constante cambio, que negocia contradicciones en la percepción de un pasado común, en detrimento de una memoria como narrativa coherente y consensuada, mantenida a lo largo del tiempo (Gutman; Wüstenberg, 2023: 7).

Estos debates aterrizaron en España fundamentalmente de la mano de la fundación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en el año 2000, a cargo del periodista Emilio Silva y el historiador Santiago Macías. Dos años más tarde, el 20 de noviembre de 2002 —fecha no falta de simbolismo, pues también un 20 de noviembre, 27 años antes, había muerto el dictador—, el Congreso de los Diputados condenó por primera vez el régimen franquista y reconoció el derecho de las familias a recuperar los restos de sus seres queridos de las fosas comunes a las que habían sido arrojados hacía décadas. Estas fueron las palabras del diputado de Izquierda Unida Felipe Alcaraz recogidas aquel día en el diario de sesiones:

Ustedes verán que se publican constantemente novelas, historias noveladas, películas sobre temas de gentes que lucharon por la libertad, que no se rindieron, que lucharon por un régimen legítimo, el de la República, y que, sin embargo, no se sienten totalmente representados, no habitan de manera serena en esta situación a pesar de la Constitución de 1978, denominada Constitución de la reconciliación. Se planteó entonces la transición también como una especie de pacto de olvido. Se planteaba, por lo menos tácitamente —así han sido las consecuencias—, el olvido de Franco como un dictador, pero al mismo tiempo también el olvido de todos los que lucharon por la libertad y por la democracia y de los que cayeron a partir de 1936 y 1939 (Congreso de los Diputados, 2002: 3).

La crítica a la Ley de Amnistía de 1977 emitida desde el sector a la izquierda del PSOE iría solidificando a lo largo de los años venideros hasta integrarse por completo en la llamada «Cultura de la Transición». Este concepto, acuñado en 2011 por un grupo de intelectuales provenientes en su mayoría de los movimientos asamblearios del 15M, nacía de la necesidad de revisitar críticamente el «idilio transicional» que seguía predominando en la esfera político-institucional española. En palabras del periodista Guillem Martínez, «en un proceso de democratización inestable, en el que al parecer primó como valor la estabilidad por encima de la democratización, las izquierdas aportaron su cuota de estabilidad: la desactivación de la cultura» (Martínez, 2012: 15). Y termina apuntando: «La relación del Estado con la cultura en la CT es la siguiente: la cultura no se mete en política —salvo para darle la razón al Estado— y el Estado no se mete en cultura —salvo para subvencionarla, premiarla o darle honores— (Martínez, 2012: 16).

Fue precisamente en ese marco de «desactivación cultural» que la memoria traumática de las víctimas directas y vicarias empezó a ocupar espacio desde el ámbito documental. Piezas como Las fosas del silencio (Montse Armengou y Ricard Belis, 2002), Las fosas del olvido (Alfonso Domingo e Itziar Bernaola, 2004) o Los nietos (Marie-Paule Jeunehomme, 2009) constituyeron un acceso, para todo aquél que quisiera asomarse, a la cuestión de las fosas comunes a las que habían sido arrojadas decenas de miles de personas durante la guerra y la violenta represión. Según Paul Preston
(2011: 280):

Para todas las familias, la muerte de un ser querido sin el debido entierro y funeral fue traumática; poder visitar una tumba, dejar flores o meditar contribuye a sobrellevar la pérdida, pero esos detalles esenciales les fueron negados a casi todas las familias de los asesinados en la represión. Ver arrebatada la dignidad del difunto causaba un hondo pesar.

Otros, como Los niños de Rusia (Jaime Camino, 2001) o La guerrilla de la memoria (Javier Corcuera, 2002), daban voz a supervivientes —ya personas septuagenarias y octogenarias— encarnados en los niños de familias republicanas que habían sido enviados a la URSS durante la guerra para salvar su vida, o en guerrilleros antifranquistas que lucharon contra el régimen después de la contienda. A través del cine, proliferaban historias personales de personas anónimas, los recuerdos traumáticos eran expuestos y el dolor de las víctimas comenzaba a incorporarse al debate público.

El espectador se convertía así en depositario de una información valiosa trasladada a través de documentales canónicos en lo formal, bien planificados, que constituían espacios en los que las víctimas y sus familiares narraban sus tristes historias de vida, emocionándose ante las cámaras y elevando una suerte de reclamo tácito a las instituciones para que se involucraran de facto en la reparación de la memoria vulnerada. En 2007, esta demanda fue tomando materialidad con la promulgación de la Ley de Memoria Histórica por parte del gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero. Con esta ley, se reconocía por primera vez a todas las víctimas de la guerra civil y de la dictadura franquista, así como la ilegitimidad de las condenas judiciales declaradas durante la dictadura por tribunales franquistas. Entre otras medidas, se establecía que las Administraciones públicas «faciliten, a los interesados que lo soliciten, las tareas de localización, y, en su caso, identificación de los desaparecidos, como una última prueba de respeto hacia ellos» (BOE 310, Ley 52/2007). A pesar del reconocimiento por parte del gobierno de la necesidad de localizar e identificar las fosas, la tarea de la excavación permaneció en manos de iniciativas privadas y asociaciones memorialistas, que presentaron varias denuncias ante la falta de implicación del gobierno en la excavación de las fosas a pesar de su mención en la nueva ley.

Menos de un lustro después, con la llegada del Partido Popular de M. Rajoy al poder en 2011, la ley quedó derogada de facto y la «desactivación de la cultura» en torno a la memoria se hizo más patente que nunca, especialmente en el cine de ficción comercial.6 El cine documental, por su parte, mantuvo, en fondo, su postura del lado de las víctimas y, en forma, la representación normativa ofrecida por el grueso de películas, especialmente desde el comienzo del nuevo siglo: ante nuestros ojos se seguían sucediendo personas —sentadas en habitaciones atemporales bien iluminadas o situadas en el presente a pie de fosa o haciéndole frente a algún símbolo franquista— cuyas trayectorias vitales, de una manera u otra, habían sido vulneradas y truncadas por el régimen.

Intercaladas entre sus testimonios, las imágenes de archivo (audiovisual, fotográfico y hemerográfico) imprimían contexto y credibilidad a las palabras, al igual que una voz omnisciente que narraba hechos y desdichas y servía como articuladora de las imágenes. A veces, como en Las maestras de la República (Pilar Pérez, 2013), se empleaba el recurso de la dramatización, definida por Pavis como una interpretación escénica «utilizando escenas y actores para fijar la situación» (Pavis, 1996: 357). En la película, una música emocional al piano colorea la pieza mientras se van sucediendo esas dramatizaciones, imágenes de archivo, documentos, declaraciones de expertas y de familiares de maestras represaliadas. Se trata de una pieza simple y emocionalmente efectiva que perpetuaba la visualidad establecida.

Por otro lado, y aunque se mantenían dentro de la dinámica representacional que venimos dibujando, hubo piezas como El retratista (Alberto Bougleux y Sergi Bernal, 2013) o Los colonos del Caudillo (Dietmar Post y Lucía Palacios, 2013) que comenzaron a desviarse ligeramente de la norma, apostando por una forma de narrar que procuraba un acceso a la dimensión emocional de las historias sin necesidad de hipertrofiar los recursos cinematográficos, evitando así estetizar el relato de las víctimas y, por tanto, depositando la confianza en un espectador que se enfrentaba al visionado cada vez más libre.

 

Del testigo al espectador pasando por el cineasta. Sobre lo kitsch y lo auténtico

 

Ostentar la capacidad de dictar el sentido de acontecimientos traumáticos ha constituido tradicionalmente una garantía de éxito para el poder político y social (Castells, 2009); no en vano, en El libro de la risa y el olvido (1979), Milan Kundera dejó por escrito, a través del personaje de Mirek, que «la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido» (Kundera, 1979: 5). Así las cosas, el testimonio en España, especialmente aquel que expresa lo vivido durante la Guerra Civil española y la posguerra, se enfrenta a polarización en lo que respecta a la construcción del pasado, creado a partir de la institucionalización de una memoria asentada sobre los pilares de una amnistía que, ante todo, garantizaba impunidad ante los crímenes cometidos.7

Desde el ámbito cinematográfico, observamos cierta estandarización de una forma concreta de trasladar los testimonios que se rige por la estetización y el deseo de llevar al espectador a un estado catártico en el que prime la emoción en detrimento del acceso complejo al conocimiento de los hechos. En este sentido, Shobchack indica que tanto el cineasta como el espectador quedan implicados éticamente en el «acontecimiento de muerte» a través de las imágenes producidas. Según ella, la relación del cineasta con el hecho queda plasmada mediante su trabajo de cámara, de montaje y de puesta en escena; en un segundo nivel, la respuesta del espectador a las imágenes planteadas por el cineasta será objeto de «escrutinio ético» (Shobchack, 2004: 76).

Sin embargo, también debemos tener en cuenta, como apunta Thagard (2005), que para que se produzca una aceptación automática de la información proveniente de un testimonio es necesario que ésta sea consistente con nuestras creencias. Entendemos por esto que el valor otorgado al testimonio queda generalmente sujeto al conocimiento y las concepciones particulares previas sobre el acontecimiento en cuestión; una creencia institucionalizada a lo largo de los años que va a necesitar de una forma de acceso al testimonio igualmente institucionalizada y solidificada. La catarsis, pues, llegará de la mano de un discurso que ya forma parte de la cosmovisión del espectador, pero también de una manera de trasladarlo muy concreta, a través de la cual se siente interpelado en su acepción althusseriana. Para Althusser ([1970] 2008), la interpelación es el proceso por el que la ideología convierte en sujetos a los individuos. Así, la ideología interpela a los individuos y estos, al articular su respuesta, se constituyen como sujetos con identidades y comportamientos específicos y estandarizados en sociedad. Por tanto, el «escrutinio ético» sobre el que escribía Shobchack sería una evaluación de esa interpelación y de la transmisión ideológica intrínseca a la misma.

Llegados a este punto, se abre ante nosotros una certeza: el proceso de interpelación mediante el que la información producida por el testigo llega al espectador está mediada por el trabajo del cineasta. Por tanto, si deseamos reflexionar acerca de cómo y hasta qué punto los testimonios audiovisuales interpelan a las personas, les trasladan una ideología concreta y las activan o no ético-políticamente, debemos remitirnos a la observación de los recursos estético-cinematográficos empleados para «recoger» audiovisualmente el testimonio. Según Moral (2012), las representaciones cinematográficas más recientes sobre la Guerra Civil y la represión franquista han perdido «didactismo histórico en detrimento de un didactismo personal». Y sigue:

Se comprende mejor ahora la importancia del valor testimonial que exhiben estas nuevas recreaciones, así como la habitual presencia de un personaje que escucha y aprende de ese testimonio, individuo del presente que aprende del pasado y consigue pertrecharse con las herramientas necesarias que le permitirán revertir sus limitaciones (Moral, 2012: 174).

La dimensión problemática que se desprende de estas palabras es que, en última instancia, ese interlocutor que se encuentra tanto dentro de la película como detrás de la cámara se convertirá en protagonista indiscutible, dentro y fuera de la diégesis, relegando a un segundo plano a los testigos. Importa su aprendizaje, su catarsis y también su triunfo en taquilla o en el circuito de festivales. Así, reconocer críticamente el rol que juega el cineasta en el proceso es fundamental, pues nos permite ubicar patrones de representación que pueden llegar a instrumentalizar el dolor de los testigos para manipular al espectador y llevarlo hacia un territorio estetizante y superfluo que nos aleja de ese didactismo histórico y de la complejidad intrínseca a los hechos. Inevitablemente, esta reflexión nos llevará a la figura del nuevo depositario tanto de la información como de la didáctica: el espectador.

Para acceder a ella, merece la pena remitirnos aquí al ensayo titulado Photographs of Agony que John Berger escribió originalmente en 1972 a propósito de la utilización de fotografías de atrocidades ocurridas en el contexto de la Guerra de Vietnam en periódicos estadounidenses de gran tirada. En él, Berger se preguntaba acerca de los efectos —y la efectividad— que esas fotografías podían tener en la población norteamericana y concluía: «el problema de la guerra que ha causado ese momento [la atrocidad mostrada en la foto] resulta eficazmente despolitizado». Y sigue:

El enfrentamiento con un momento de agonía fotografiado puede enmascarar otro enfrentamiento mucho más amplio y urgente. Por lo general, las guerras que nos muestran se están llevando a cabo en «nuestro nombre». Y lo que nos enseñan de ellas nos horrorizan. El siguiente paso debería ser el enfrentarnos con nuestra propia falta de libertad política. (...) Darse cuenta de esto y actuar en consecuencia es el único modo eficaz de responder a lo que muestra la fotografía. Sin embargo, la doble violencia del momento fotografiado funciona de hecho contra esta toma de conciencia (Berger, 2013: 49).

En un mecanismo similar al que Berger proponía en su análisis de las imágenes de atrocidades, la estetización de los testimonios o su articulación desde lo kitsch en el cine también puede llevar a la despolitización. El crítico Clement Greenberg definió lo kitsch como un estilo basado en la imitación que reduce las cuestiones a fórmulas banales, trilladas y predecibles y a motivos estándar (Greenberg, 1993). Kundera, por su parte, escribió en La insoportable levedad del ser: «El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped! La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped! Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch» (Kundera, 1984: 263).

Así, las historias auténticas, atravesadas por el dolor de las víctimas, se confunden entre lo kitsch, lo estetizante y las fórmulas manidas hasta el punto de que el legítimo lugar protagónico de la persona sufriente se acaba difuminando en la bruma del momento catártico de disfrute entre los espectadores, que nos miramos entre nosotros con aprobación ante las lágrimas derramadas. Este marco teórico nos permite establecer la diferencia entre un testimonio recogido cinematográficamente desde lo kitsch y otro trasladado a la pantalla desde lo auténtico.

En cuanto a lo auténtico, escribió Benjamin que «precisamente porque la autenticidad no es susceptible de que se la reproduzca, determinados procedimientos reproductivos técnicos por cierto han permitido al infiltrarse intensamente, diferenciar y graduar la autenticidad misma» (Benjamin, 1989: 3). No en vano, el alemán concibe lo auténtico en relación con su «testificación histórica». Así, tomar la decisión ética de estetizar y edulcorar al testigo y su testimonio a través de los elementos fílmicos pone en entredicho su autenticidad puesto que, al eliminar los matices —los silencios, las equivocaciones, los finales abiertos—, al encorsetar la historia en una narrativa preestablecida, esta queda cercenada, así como la libertad del espectador.

 

Potencia y ético-política del testimonio en el documental. El nome de los árboles y El silencio de otros

 

Hemos señalado que fue especialmente a partir del comienzo del nuevo siglo cuando los testigos empezaron a poblar la pantalla, con la proliferación de piezas orientadas a arrojar luz sobre un pasado que comenzaba a brotar de entre las grietas del silencio institucionalizado. En este contexto, que se prolonga hasta nuestros días, surgen El nome de los árboles (Ramón Lluis Bande, 2016) y El silencio de otros (Almudena Carracedo y Robert Bahar, 2018).

En 2014, el cineasta asturiano Ramón Lluis Bande estrenaba Equí y n’otru tiempu, una película pausada y casi obsesiva en lo formal que buscaba resignificar espacios en los que las fuerzas franquistas habían asesinado a guerrilleros maquis —los «fugaos»— en Asturias. Bande se alzaba como una voz incómoda que, a través de la investigación fílmica, traía al presente los crímenes cometidos a lo largo y ancho de la bella geografía asturiana. Del trabajo de documentación para realizar Equí y, en particular, de las entrevistas a los testigos que iban guiando al pequeño equipo de grabación hacia esos «lugares de muerte», surgió al año siguiente, reivindicándose como película independiente, El nome de los árboles. En palabras del propio Bande,

Era como tomar apuntes. La letra no tenía que entenderse, podía haber tachones. Y con todo esto, de una manera más bien inconsciente, conseguimos lo que yo defino como el documento urgente de un acto político radical. Ir a los pueblos y escuchar a los vecinos, devolverles la palabra, preguntarles por unos asesinatos que setenta años después siguen sin ser juzgados, y mostrarlo tal cual, sin manipulación, tiene algo de radical (Bande, 2015).

En las antípodas de este acercamiento desde la radicalidad formal y semántica, en 2018 se estrenó El silencio de otros. El filme de Carracedo y Bahar alcanzó fama mundial, cosechando multitud de premios entre los que destacaron dos Emmy y un Goya o el Premio por la Paz en la Berlinale. La película reunía en sí una multitud de historias vehiculadas por la violencia ejercida por el régimen franquista contra toda aquella persona disidente que se negara a habitar el universo simbólico de la dictadura. Este deseo de abarcar la represión en todas sus dimensiones, aplicando a todas ellas un barniz estetizante, emocional y efectista, fue uno de los motivos por los que empezaron a surgir voces críticas contra la pieza. En palabras de Carracedo,

Hay muchos crímenes que están en la querella que en la película están sólo esbozados y que se merecen todo un documental entero: trabajo esclavo, exilio —un tema dificilísimo—, los preventorios, la matanza de Vitoria... Era muy importante poder elegir una serie de historias precisamente porque lo que queríamos es que la gente pudiera sentirse en la piel de los personajes y embarcarse en ese viaje con ellos (Carracedo, 2018).8

Las «trampas» del cine o la desactivación de la memoria a través de la emoción

 

El nome de los árboles y El silencio de otros buscan reivindicar la memoria de las víctimas a través de sus testimonios e incorporar su dolor a la conversación política presente para que, en última instancia, quedara plasmado en la legislación —la ley 20/2022, conocida popularmente como Ley de Memoria Democrática, entraría en vigor en octubre de 2022—. Lo hacen, sin embargo, a través de mecanismos completamente distintos, siendo una de las diferencias sustanciales que, si la película de Carracedo busca principalmente reivindicar el esfuerzo de quienes aún viven, la de Bande se articula en mayor medida en torno al restablecimiento de la memoria de quienes ya no están.

Bande y su equipo proponen una búsqueda en nada programática, cediendo protagonismo absoluto a los testigos, cambiando de dirección cuando es necesario e incorporando en la narración los gestos, las equivocaciones, los silencios y los quiebros de la voz. La cámara, ágil y en constante movimiento, se convierte en un fiel dispositivo para mostrar —que no demostrar— lo que ocurrió en los bosques asturianos, para recoger las negociaciones entre los testigos y el choque o el concilio de los distintos testimonios. Desde un rechazo a lo extradiegético —no hay banda sonora, voz en off o imágenes de archivo—, Bande nos lleva a un «aquí y ahora» peculiar en el que el paso del tiempo que impregna las palabras de los testigos juega un papel protagonista a la hora de resignificar los espacios de muerte. Será a través del montaje —esa ordenación en nada inocente del material por parte del cineasta— que accederemos a una dimensión emocional alejada de lo estetizante:

Arrancar con un «aquí están». Después, a través de diferentes testimonios, llegamos a descubrir el nombre propio de uno de los asesinos, que es algo complicado. Luego vamos a un cementerio en el que hay una fosa común y nos reencontramos con la muerte. Y la mayor trampa, entre comillas, al menos para mí, es que la parte final ocurra en Polio, con Quilino, un superviviente que habla en primera persona, algo que carga emocionalmente el final de la película (Bande, 2015).

Que Bande hable de «trampas» no es casual. El asturiano es consciente de que manipular al espectador, cargar emocionalmente la película hasta tal punto que el velo de lágrimas le impida vislumbrar el hecho traumático para posteriormente trabajar en su comprensión no comulga con una forma ético-política de hacer cine sobre pasados violentos. Precisamente, El silencio de otros estaría minado de esas trampas desde un punto de vista ético-estético, que lo convierten en claro exponente de una manera de hacer cine y presentar audiovisualmente los testimonios desde lo kitsch.

En primer lugar, y como escribió el periodista Javier Padilla, «el documental no distingue entre asuntos que merecen tratamientos diferenciados. Mete en el mismo saco los asesinatos y torturas de la posguerra, los crímenes del último franquismo, los cambios de nombres de las calles, el secuestro de bebés, Billy el Niño y las fosas comunes» (Padilla, 2019). Estas dolorosas cuestiones quedan homogeneizadas a través del tratamiento cinematográfico aplicado a la cinta en general y al testigo en particular. En lo extradiegético, destaca una poderosa banda sonora —que recuerda en ocasiones a la de La lista de Schindler— y la voz en off de la directora, que explica, contextualiza y reflexiona; también imágenes de archivo sobre distintos y variados momentos históricos: vemos imágenes del estallido de la guerra, de la transición, de procesos restaurativos de memoria internacionales (Chile, Argentina, Perú, Ruanda, Camboya, etc.).

Hacia el comienzo de la segunda mitad del documental, imágenes del Mirador de la Memoria (Francisco Cedenilla, 2009) grabadas con dron se suceden ante el espectador transitando el mapa escalar de planos mientras oímos en fuera de campo los testimonios de las víctimas que se sobreponen a un zumbido; es un zumbido construido sobre más voces, más testimonios. El recurso, que pretende embellecer y aportar simbolismo a la cinta —representa la cantidad ingente de víctimas que comienzan a hablar—, acaba por constituir una metáfora de la misma: tantas voces, tantos momentos, tantos mecanismos cinematográficos en busca del efectismo, que los cineastas no dejan otra opción al espectador que enfrentarse a la película desde un plano emocional estandarizado que pone en suspenso la plasticidad de la memoria y el acceso crítico a los hechos. Hay voces que se escuchan nítidas, pero ¿qué ocurre con las que conforman el murmullo de fondo? Los testimonios que sí son «audibles» se presentan a lo largo de la película encapsulados en habitaciones bien iluminadas, ante un fondo negro, vertidos por personas cuyos ojos se anegan de lágrimas. Las historias, organizadas principalmente en torno a un eje cronológico y progresivo —la querella argentina contra los crímenes del franquismo constituye el origen principal de la narración— se van intercalando entre sí, generando tensión cuando se ponen en pausa y sorpresa cuando se revelan informaciones inesperadas.

 

De finales catárticos, Quilinos y Ascensiones

 

Al final de El nome de los árboles, un superviviente de la represión llamado Quilino cuenta cómo se salvó de una emboscada de la guardia civil en la que perecieron sus compañeros. A través de sus palabras y de las de más de dos decenas de hombres y mujeres a lo largo de la película, hemos ido reconstruyendo la historia de la cruenta represión que las fuerzas franquistas llevaron a cabo en los bosques asturianos. Frente a una propuesta fílmica en la que los recursos estéticos están dirigidos a generar —a veces, a imponer— emociones concretas en el espectador, Bande depositaba toda su confianza en los testimonios, dejándose llevar de un lado a otro como un cuerpo ingrávido mecido por el viento que sopla en los bosques asturianos. El cineasta nos muestra una memoria fragmentada, viva, escondida entre los árboles, que toma materialidad y se concreta en lugares, fechas y nombres de quienes lucharon —y murieron— en defensa de la libertad. Cuando Quilino se ve superado por el recuerdo, pide a la cámara, de manera casi inaudible y haciendo un elocuente gesto con la mano: «Déjalo» (Bande, 2016, 01:41:30). Entonces, aparecen los títulos de crédito. La película está tan cargada de memoria que no es necesario que la lente se recree en las lágrimas del superviviente para conmover; así, se respeta su dolor y se encomia su lucha.

El silencio de otros cierra, por su parte, de la mano de Ascensión Mendieta,9 hija de Timoteo Mendieta, asesinado por el régimen. Conocemos a la valiente Ascensión hacia la mitad de la película, a punto de embarcarse en un viaje hacia la lejana Argentina junto a los demás querellantes para «ver si podemos sacar a mi padre» (Carracedo y Bahar, 2018, 00:46:50). El final de la película nos lleva a la exhumación de la fosa en la que supuestamente estaba enterrado Timoteo. Ascensión, desbordada, llora y dedica agradecimientos al equipo de arqueólogos y forenses. El espectador disfruta del momento junto con la anciana, con la que el resto de asistentes se emocionan y a la que abrazan sin descanso mientras suena una canción dedicada a las víctimas de la represión franquista.

Sin embargo, como dejó escrito la propia nieta de Ascensión: «Por mucho que valore el trabajo desarrollado por los directores de El silencio de otros, el documental no consigue elaborar un retrato real de la historia de mi abuela. El cuerpo que ella mira en el metraje del documental no era el de su padre, sino el de otra persona»10 (Vargas, 2019). Justo después, antes de que aparezcan los títulos de crédito, se nos informa a través de un rótulo de que «Ascensión tuvo que esperar hasta julio de 2017 para poder enterrar a su padre, tras revelar las pruebas de ADN que sus restos estaban en la fosa común adyacente» (Carracedo y Bahar, 2018, 01:28:25). Para el espectador, aún conmocionado, ese hecho quedará relegado a un segundo plano, convencido de que Ascensión se ha reunido con su padre en esa lacrimógena secuencia en el cementerio. Comprobamos cómo la verdad genuina de las víctimas queda adulterada por la forma de trasladar sus historias a la pantalla.

Luchas a las que aún se enfrentan miles de personas hoy en España —según la web del Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática, a junio de 2024 aún existen 1.632 fosas que aún no han sido intervenidas— se convierten en El silencio en relatos de excepción y superación, cargados de una emoción en ocasiones prostética que induce al llanto y nos impide hacernos cargo de la injusticia respetando la complejidad de los hechos y la verdad histórica que se encuentra en la memoria de los represaliados y sus familias.

 

Conclusiones y nuevos interrogantes hacia el futuro

 

La académica especializada en el Holocausto Shoshana Felman escribió en 1992 que «prestar testimonio es hacerse responsable de la verdad». Slavoj Žižek, por su parte, afirmó que «el testigo capaz de ofrecer una narrativa serena y clara acerca del campo de concentración se estaría descalificando a sí mismo» (Žižek, 2009: 144). De ambas reflexiones extraemos que la verdad del testimonio se presenta ante nosotros a través de las palabras, pero también de los silencios espontáneos y las miradas soslayadas. Así, serían los elementos del relato experiencial del sujeto traumatizado los encargados de confirmar la verdad de ese relato, ya que señalan que el contenido relatado ha contaminado hasta la forma de relatarlo.

Entonces, ¿en qué lugar dejaría esto a un testimonio que se despliega ante una cámara en una habitación correctamente iluminada? ¿Qué elementos metatextuales de interés podemos encontrar en una narración testimonial pautada y guionizada? ¿Puede ser que la puesta del testimonio al servicio de una forma de filmar estandarizada y estetizada deje en suspenso la potencia ético-política que alberga? ¿Qué tipo de transformación intangible se produce cuando los «actos fallidos» de los testigos traumatizados son eliminados o, por su contrario, hipertrofiados en pos de un objetivo estetizante que busque la catarsis del espectador? Merece la pena plantearse estas cuestiones pues, al fin y al cabo, estamos reflexionando acerca de cómo la potencia ético-política intrínseca al testimonio —toda aquella didáctica histórica que podemos extraer de él— se puede ver amenazada por el uso de recursos estéticos que lo releguen al plano de lo kitsch, desactivando su autenticidad y convirtiéndolo en un relato de ficción desvinculado del tiempo y el espacio.

En cualquier caso, no se nos escapa que El silencio de otros llevó las historias de más de una decena de víctimas del régimen franquista, en sus distintas dimensiones, a unas 25.000 personas en España (Prensa RTVE, 2019). Así, surge inevitablemente la cuestión de si es preferible mostrar los crímenes del franquismo a través de la estetización y el efectismo o no mostrarlos; o si apostamos por confiar la tarea a películas como El nome de los árboles, que, sin embargo, quedan circunscritas al ámbito del cine de resistencia, transitan por festivales y no acumulan éxitos comerciales ni reciben inyecciones económicas por parte de grandes productoras.

La paulatina y creciente distancia temporal respecto a los eventos traumáticos, así como la explosión académica y activista en cuanto al interés por el desarrollo de la memoria histórica en Europa y en España, convierten los últimos años del siglo XX y la primera década del siglo XXI en un momento de auge de la figura del testigo secundario (Bernard-Donals, 2006). Tales testigos secundarios serán interpelados por los dispositivos culturales que den cabida a testimonios y por sus artífices, extraerán la ideología de los mismos e incorporarán lo apre(he)ndido a su proceder político. Por tanto, ante las preguntas que nos planteamos, no cabe dar una respuesta categórica más allá de reivindicar el acceso a los hechos a través de una cinematografía que respete la complejidad y el dolor de las víctimas sin intención de explotarlo o monetizarlo. De esta forma, las enseñanzas de los testigos y de los supervivientes quedarán integradas en nuestra forma de concebir lo político y de actuar contra quienes suponen una amenaza contra las libertades conseguidas tras décadas de lucha.

El día 18 de junio de 2024, el presidente del Parlament balear, perteneciente al partido de extrema derecha VOX, arrancó del ordenador portátil de una diputada socialista la fotografía de la líder sindicalista Aurora Picornell, fusilada por los sublevados franquistas en 1937 y la expulsó de la estancia. Esto ocurrió en el marco del debate para derogar la Ley de memoria y reconocimiento democrático, una triste iniciativa a la que ya se han sumado los gobiernos de Aragón, Comunitat Valenciana y Castilla y León.11 Este episodio se integra en una larga lista de aberraciones democráticas y vulneraciones a la memoria de las víctimas que se llevan produciendo en territorio español desde que las fuerzas iliberales comenzaron a penetrar en los parlamentos. La negociación por una memoria que dignifique a las personas que murieron o sufrieron en la lucha por esa reivindicación o consecución de libertades sigue más vigente que nunca, y tiene lugar en ámbitos muy distintos, desde las aulas a los parlamentos autonómicos pasando, por supuesto, por el cine.

 

Referencias

 

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1 Se han escogido estas dos películas porque ofrecen una articulación cinematográfica de los testimonios esencialmente diferente.

2 Este documental, junto con El convoy de los 927, también dirigido por Armengou y Belis en 2005, es de los primeros que se produjeron en España con el objetivo de dar voz a las víctimas e integrarlas en la memoria colectiva de la guerra y la represión.

3 Debido al gran número de películas que citamos, en las referencias finales listadas en el sexto epígrafe incluiremos sólo las películas que constituyan parte esencial del texto, es decir, sobre las que trabajemos en profundidad.

4 Cabe destacar que, a través de estos personajes, ya fueran Pilar Franco y Alfredo Mayo en Raza, la saga de los Panero en El desencanto o el pintor e icono travesti sevillano José Pérez Ocaña en Ocaña, los cineastas también establecían una conversación con el contexto convulso transicional.

5 En inglés commodification, traducción de las autoras.
6 Si nos ceñimos al cine comercial respaldado por grandes compañías, durante los dos mandatos populares, se estrenaron unas diez películas que giraban en torno a la guerra civil, frente a las 22 que se produjeron entre 2004 y 2011 (Cuenca, 2023), con el partido socialista en el gobierno. De hecho, la vuelta del PSOE a Moncloa en 2018 —que a partir de 2020 gobernaría en coalición con Unidas Podemos— trajo consigo el estreno de seis largometrajes sobre memoria que ofrecían una aproximación a la violencia franquista similar a la que encontrábamos en las películas producidas entre 1990 y 2011. Esto ponía aún más de relieve lo disonante de películas como Encontrarás dragones, Un dios prohibido, Bajo un manto de estrellas —estas tres últimas contaron con financiación eclesiástica y versaban sobre ataques perpetrados contra el clero a manos del ejército republicano—, La mula —protagonizada por un soldado del bando sublevado—, Guernica o Miel de naranjas.
7 Lo definió acertada y tristemente el líder del Grupo Vasco Xabier Arzalluz, en 1977: «Es simplemente un olvido. Una amnistía de todos para todos. Un olvido de todos para todos. Hemos de procurar que esta concepción del olvido se vaya generalizando porque es la única manera de que podamos darnos la mano sin rencor.»
8 Mientras que El silencio recopila un gran número de víctimas que sufrieron represión en momentos distintos a lo largo de la dictadura, El nome incluye también testimonios de testigos que presenciaron los asesinatos de paisanos a manos de las fuerzas de Franco. Son estas personas, entre las que igualmente se encuentran víctimas directas y supervivientes de la represión, quienes van guiando a Bande y su equipo. En la película, se pone en valor la memoria oral de la represión construida entre las gentes de la zona.
9 Debemos igualmente evocar la muerte de María Martín al final del filme, hija de la represaliada Faustina López. De una forma en nada inocente, se contraponen las dos historias, la de María, que muere esperando encontrar los restos de su madre y la de Ascensión, que consigue recuperarlos antes de fallecer. Además, en un momento tremendamente emocional, conocemos tras la muerte de María que su hija Mª Ángeles, que partía de una postura más indiferente que la de su madre respecto a la memoria histórica, se suma a la querella argentina, continuando así la lucha de la familia.
10 Original en inglés. Traducción de las autoras.
11 Según La Moncloa (2024), hasta ahora, los grupos parlamentarios del PP y Vox de Castilla y León presentaron en abril de 2024 una proposición de ley autonómica de la Concordia con la pretensión de derogar el Decreto de Memoria Histórica y Democrática aprobado por el anterior gobierno de la comunidad. En febrero del mismo año, el Gobierno de Aragón derogó la Ley autonómica de Memoria Democrática impulsada por el anterior ejecutivo y la Comunitat Valenciana hizo lo propio en marzo.