Título del Capítulo: «Un pasado que no cesa. La práctica fílmica implicada frente a la violencia ultra durante La Transición»
Autoría: Lurdes Valls Crespo; Ana González Casero
Cómo citar este Capítulo: Valls-Crespo, L.; González-Casero, A. (2024): «Un pasado que no cesa. La práctica fílmica implicada frente a la violencia ultra durante La Transición». En Cuenca-Navarrete, C.; Navarro-Mañá, T. (eds.), Violencias, memoria y cine. La construcción audiovisual del pasado. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-10176-04-1
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c2.emcs.31.c46
Lurdes Valls Crespo
Universitat de València
Ana González Casero
El pasado 23 de abril de 2024, casi 50 años después de que España iniciase la senda del proceso de cambio político tras la dictadura que hoy en día conocemos como La Transición, el Consejo de Ministros del Gobierno de la XIV legislatura aprobaba, en el marco de lo previsto en la Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática, la creación de una comisión técnica para el estudio de la violencia político-institucional que circunda este periodo. Dicha comisión tiene como objetivo elaborar un informe «sobre los supuestos de vulneración de derechos humanos a personas por su lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los valores democráticos, entre la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y el 31 de diciembre de 1983, que señale posibles vías de reconocimiento y reparación a las mismas».1
La primera cuestión llamativa del texto que anuncia la creación de esta comisión de estudio —que no de investigación— es la horquilla temporal que contempla. Las fechas que abren y cierran el momento histórico al que hacemos referencia con el término «transición» no son fijas y dependen de una multitud de variables entre las que destacan la idiosincrasia y los diferentes «paradigmas transicionales» desde los que se escrute el periodo.2 Lo curioso del marco temporal fijado por el Consejo de Ministros es que, mientras las fechas que más controversia generan entre los investigadores son las que marcan el final del mismo —siendo la muerte del dictador en noviembre de 1975 un punto de partida relativamente común— esta comisión sitúa el inicio del periodo a estudiar tras la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978. Para muchos, este episodio es precisamente el momento de cierre del proceso transicional, que quedaría enmarcado, al menos en su estadio más puro, entre la muerte de Francisco Franco y la aprobación de la Carta Magna.
Según el investigador Pau Casanellas «alrededor de 50 personas perecieron entre enero de 1976 y diciembre de 1977 a manos de los cuerpos policiales y de comandos ultrafranquistas o parapoliciales» (Casanellas, 2014: 245). Estas cifras aumentan hasta los 103 muertos entre el último trimestre del año 1975 y el final del año 1978 si atendemos a la cronología detalladamente expuesta por la historiada Sophie Baby —quien formará parte de la comisión de estudio a la que nos venimos refiriendo— en su obra El mito de la transición pacífica. Violencia y política en España (1975-1982) (Baby, 2018: 681-697). De este modo, el marco temporal fijado para el trabajo que habrá de desarrollar el grupo de estudio deja fuera de su radio de acción buena parte de los crímenes cometidos por la violencia política institucional y de extrema derecha durante el proceso de cambio político, dado que la mayor parte de estos se dieron, a escala nacional, precisamente, antes de la aprobación de la Constitución, es decir, en la primera etapa de la transición española, la más inestable del proceso.
Por otra parte, el texto que acompaña al anuncio de ratificación de dicha comisión, publicado en el apartado que la página web de La Moncloa dedica a la Relación de los acuerdos adoptados en las reuniones del Consejo de Ministros, explicita que:
Entre las eventuales víctimas de tales vulneraciones, en ningún caso se incluirán las personas vinculadas a una organización o grupo terrorista, o que realizaron actos con la finalidad de subvertir el orden constitucional, suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, alterar gravemente la paz pública o provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella.3
Esto es especialmente relevante si atendemos a la misma genealogía de la violencia política en España tanto durante la transición, como durante las décadas de los ochenta y los noventa. Si bien la violencia perpetrada por la extrema derecha y las fuerzas policiales y parapoliciales se da de una manera más a menos generalizada en el conjunto del Estado hasta finales del año 1978 —siendo especialmente virulenta en los núcleos urbanos, las grandes capitales y los territorios periféricos—; es a partir de la aprobación de la Constitución cuando esta violencia se desplazará y reubicará, focalizando en territorios como el País Vasco precisamente bajo el pretexto de que los objetivos de la misma eran «personas vinculadas a una organización o grupo terrorista, o que realizaron actos con la finalidad de subvertir el orden constitucional […]», es decir, muchos de aquellos a los que la comisión recientemente aprobada dejará fuera.
La creación de este grupo de trabajo supone un punto de fuga respecto de la que, hasta fechas recientes, había sido la lectura monolítica que las instituciones del Estado hacían de la transición, que operaba, según esta interpretación, como el mito fundacional de la democracia por su carácter supuestamente ejemplar, pacífico e incruento. Sin embargo, tanto el marco temporal fijado para el informe que se llevará a cabo, como la exclusión de determinados sujetos como tema de análisis, reconocimiento y reparación, incurren de nuevo en la obliteración de un gran número de actos perpetrados por la violencia política institucional y de extrema derecha durante el periodo transicional. Nos encontramos así frente a un proceso de olvido intencional doble, que no solo vela la violencia de extrema derecha durante la primera transición (1975-1978), sino que también deja fuera la dialéctica que se establece entre el terrorismo de ETA y las relaciones entre el Estado y los grupos de extrema derecha durante el periodo a estudiar. Esta dialéctica, que acabó con la creación de los GAL y el inicio de la guerra sucia contra el terrorismo, es la que explica muchos de los atentados perpetrados por la extrema derecha bajo un conjunto de siglas cambiantes y difusas durante el periodo 1978-1983.
Llegados a este punto cabe preguntarse: si, por acción u omisión, los discursos proferidos tanto por el poder judicial, como por el ejecutivo y el legislativo tienden a ocluir aún hoy la violencia de extrema derecha perpetrada durante la transición, ¿quién se ha encargado de escrutarla?, ¿cómo han llegado estas narrativas hasta nuestros días?, ¿quién ha puesto en escena al perpetrador y a los procesos de perpetración en los que se enmarca este tipo específico de violencia política que no solo involucra a grupos y gentes radicalizadas sino también a las mismas instituciones del Estado?
Lo que nos proponemos hacer en este capítulo es mostrar el rol central que a este respecto ha jugado —y sigue jugando— en España la creación audiovisual implicada, que asienta sus raíces en el papel de la prensa y de los colectivos de cine militante durante la misma transición. Este tipo de dispositivos narrativos no solo devienen en artefactos documentales y memoriales, sino que se erigen, en nuestro contexto específico, en discursos estéticos forenses y parajudiciales (Winter, 2018), dado que imbrican el reconocimiento y la reparación de las víctimas con el juicio otro tanto a los perpetradores de este tipo de violencia, como a los mismos procesos judiciales que, en contadas ocasiones, los han sentado en el banquillo de los acusados. Para mostrar cómo operan estos dispositivos y la importancia de los mismos en el contexto político-memorial español, desplegaremos un análisis comparativo de los documentales Lunes negro, Atocha 55 (Tino Calabuig, 1997) y Yolanda en el país de lxs estudiantes (Isabel Rodríguez, 2013). Ambos filmes son piezas que surgen del interés y la financiación personal de sus respectivos autores y ambos trabajan con sucesos marcados por la violencia de extrema derecha que, a pesar de ser acontecimientos clave en el proceso democratizador vivido por el país, son susceptibles de quedar fuera del estudio que desarrollará la comisión recientemente aprobada si atendemos a los límites que se han establecido para la misma. Nos referimos, por un lado, al atentado múltiple perpetrado por José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada la noche del 24 de enero de 1977 en el despacho laboralista de la calle Atocha 55 de Madrid. Y, por otro, al secuestro, tortura y asesinato de la joven Yolanda González en el año 1980 a manos de Emilio Hellín Moro e Ignacio Abad Velázquez, vinculados, como en el caso anterior, al partido ultra Fuerza Nueva. El primero, se produjo antes de la aprobación de la Constitución, y el pretexto para llevar a cabo el segundo fue la vinculación —nunca demostrada— de la joven Yolanda González con el entorno del grupo terrorista ETA.
El cambio político fue escrito, reescrito y prescrito; así, jugando con el campo semántico de la producción de lenguaje entrevemos las funciones desempeñadas por la prensa en torno a la transición. La expresión «Parlamento de Papel» (Renaudet, 2003; Fontes; Menéndez de Gijón, 2004) adjetivó el rol representado por los medios ante la carencia de las instituciones. Primero, las páginas de los periódicos y las revistas visibilizaron las alternativas ideológicas y sus proyectos de acceso a la democracia. Tras las elecciones de 1977 la acción política se traslada al Congreso de los diputados; los medios retratan la actividad institucional a través de sus crónicas, análisis y fotografías. Imágenes fugaces y escrituras de inmediatez que dieron pie a una condición de posibilidad: articular un discurso modélico sobre un período incierto. Los medios asumieron con el tiempo un cometido preciso: salvaguardar y evocar la «transición pacífica y consensuada». Escribiendo y reescribiendo, emborronaron esos otros relatos y escenarios por suponer «una visión incómoda de los desajustes y estridencias del paso de la dictadura a la democracia» (Tranche, 2022: 72). Pero antes de que esto sucediese o incluso, yuxtaponiéndose a este suceder, parte de la prensa escrita —entre la que destacarán el conjunto de semanarios, cuadernos y revistas surgidos durante los últimos años de la dictadura al calor de la ley de prensa de 1966— extendió su labor del parlamento a la judicatura, convirtiéndose en investigadora, testigo y juez de los crímenes cometidos por la violencia política de distinto signo alrededor del país. Así, entre los últimos años de la dictadura y los primeros de la transición en las noticias de prensa se van fraguando distintas posiciones que abarcan desde una lectura crítica hasta la integración en el discurso hegemónico de los estallidos de violencia.
Medios como Triunfo, Cuadernos para el diálogo, Cambio 16, Avui, El País, Diario 16 o Interviú, entre otros, fueron los testigos de cargo de la virulencia transicional, tanto en relación con el contenido, como en lo que respecta a la morfología de las violencias. El elemento gráfico se convierte en ingrediente fundamental de la construcción de la noticia. Esta apreciación de la fotografía no solo confiere valor a su competencia informativa. Las imágenes «conjugan el registro de la actualidad con ingredientes que permiten una lectura alegórica. Lectura que incidiría en tres factores: su valor testimonial, su capacidad sintética y el reconocimiento en el interior de la foto de claves simbólicas del momento histórico captado» (Tranche, 2024: 36). En último término las imágenes no aluden únicamente al instante, sino a su permanencia en la memoria. El entrelazamiento entre la producción visual y los procesos de memorialización es determinante para considerar a las imágenes de prensa no ya como meros registros, sino como documentos, como artefactos discursivos cuyo itinerario mediático acabará imbricándose con las prácticas fílmicas militantes y contrainformativas que los invocan con el paso del tiempo, dando lugar a un caleidoscopio de espacios discursivos que vehiculan las historias de la violencia transicional en la memoria colectiva.
Las narrativas desplegadas tanto en la prensa como en el cine documental militante —e incluso, en la docuficción comercial— en torno al atentado contra los abogados laboralistas de Atocha seccionan el acontecimiento en cuatro elementos: la sacudida emocional y política que produjo el asesinato múltiple. El carácter adhesivo que tomó con respecto a los distintos episodios de violencia, interpretados de forma unitaria como la «Semana Trágica», la «Semana Negra» o la «Semana del Complot», esto es, como una «estrategia de la tensión» a la italiana que pretendía desestabilizar el proceso democratizador. La visibilidad y legitimidad que consiguió el PCE durante el funeral público y que fue determinante en su posterior legalización. Y, por último, la dimensión política e ideológica del crimen. Durante el proceso de enjuiciamiento penal, los medios construyeron sus narrativas alrededor de la figura del perpetrador, perfilando un giro forense y parajudicial en el tratamiento informativo que se vería reforzado por el trabajo llevado a cabo a través de los filmes Hasta siempre en la libertad (CCM, 1977) y 7 días de enero (J.A Bardem, 1979). De este modo, las fotografías y las imágenes en movimiento adquieren un papel central como elemento documental y probatorio. Estas constituyen la génesis visual no solo de las post-escenas de los crímenes, sino también de las manifestaciones de duelo público que estos provocan. Las imágenes permiten detectar claves de época en términos alegóricos: las huellas de la brutalidad como síntoma de la escalada de tensión y la retórica de la multitud, el silencio y el gesto del puño como expresión última tanto de la visibilidad y presencia pública del Partido Comunista, como de la organización colectiva frente a la violencia.
En la transmisión y construcción ante la opinión pública del asesinato de Yolanda González detectamos, igualmente, distintos estadios. Las noticias de urgencia extienden la mácula de la vinculación etarra y el campo de significaciones que conlleva en un 1980 donde el terrorismo de ETA causaría cerca de 90 muertes. Los comunicados de las organizaciones donde militaba la joven junto a la falta de evidencias de la relación con la banda terrorista llevan a la mayoría de los medios a encauzar su relato denunciando la violencia de ultraderecha como desestabilizadora del proceso democrático. Paralelamente, se produce un desplazamiento hacia un foco de contestación primordial, el movimiento estudiantil: los estudiantes abrigarán el recuerdo de Yolanda con un funeral público y distintas movilizaciones. Diario 16 lleva a la portada del 5 de febrero una foto de Gustavo Catalán, a 3 columnas, de la capilla ardiente. El féretro estaba cubierto por una bandera roja del Partido Socialista de los Trabajadores, frente a él una pancarta en la que se leía «Yolanda, no te olvidamos», mensaje que se repite en las protestas. Puede parecer un lugar común, pero esta promesa de no olvido marcaría una memoria del episodio caracterizada por sus laxitudes y evanescencias.
La representación visual del atentado conjuga mecanismos de ausencia e imágenes de violencia explícita. Pasamos de la desnudez visual de las primeras noticias, a un esfuerzo de personalización a partir de una sencilla foto de carnet, es decir, a la imagen como archivo de una existencia. Este retrato fotográfico se enfrenta a un primer plano de la joven amortajada que nos traslada al escenario del velatorio. Se diría que esta persistencia en el rostro responde a un mecanismo de reparación de las acusaciones iniciales. Es ahora cuando se la presenta como víctima de la violencia de extrema derecha. La contestación estudiantil ante el asesinato es relatada por los medios con imágenes que muestran un espacio público tan enrarecido como violentado por las cargas de la policía. En este marco, podemos analizar el crimen de Yolanda González a manos del Batallón Vasco Español desde la idea de lo fantasmagórico o hauntológico (Derrida, 2012): la reaparición intermitente de un pasado traumático responde a fallas en el sistema de reparación.
En ambos episodios, los procesos judiciales devienen en los catalizadores del espectro. Si bien es cierto que tanto los autores materiales del atentado contra los laboralistas como los de la ejecución de Yolanda fueron sometidos a juicio y condenados, las respectivas fugas de Fernando Lerdo de Tejada —que sigue aún hoy en paradero desconocido—, de Carlos García Juliá y de Emilio Hellín —ambos huidos a Paraguay— devaluó la justicia aplicada a estos casos. Además, durante ambos procesos se dejó en vía muerta la connivencia entre la policía, las bandas fascistas y el partido Fuerza Nueva. En este sentido, es la prensa y el cine militante e implicado el que asume, en diferentes momentos del tiempo, el rol de juez último, focalizando su investigación no solo en la figura del perpetrador y en la denuncia de las tramas derechistas que circunscriben los atentados, sino también en las carencias y las fallas de los procesos judiciales que estos provocaron. Este movimiento, que se manifiesta desde el presente inmediato de los respectivos sucesos, superará las barreras del tiempo y seguirá reproduciéndose en los artefactos culturales que años después repiensan los acontecimientos, a través de los cuales se evidencia la apertura del tiempo frente a un pasado que no cesa en un país que no ha juzgado o que ha juzgado de forma deficiente a sus perpetradores.
Una acepción de prueba es la de ensayo. En este sentido, tratamos con un material que esboza, tantea formas audiovisuales para acercarse a un episodio de violencia. Tanto Lunes Negro, Atocha 55 como Yolanda en el país de lxs estudiantes son ejemplos de un cine sostenido por la implicación íntima de sus autores con los hechos narrados. De un lado, a través de la militancia artística que Tino Calabuig desarrolló en el marco del trabajo llevado a cabo por el Colectivo de Cine de Madrid entre 1975 y 1977, su carrera como cineasta y artista visual quedó indisociablemente unida a la historia de Atocha. Fue él quien registró la mayor parte de las imágenes en movimiento que conservamos de la semana negra y también fue él quien, junto al resto de miembros del colectivo, montó el primer filme sobre el atentado, el documental Hasta siempre en la libertad (CCM, 1977). Por su parte, la directora Isabel Rodríguez era compañera de colegio de Yolanda González. El documental que esta dirige y produce sobre la historia de la joven surge como un proyecto personal para recuperar su memoria que acaba convirtiéndose en un recurso del colectivo de familiares y amigos para impulsar la denuncia contra la impunidad que envuelve estos hechos y sus reivindicaciones de verdad, justicia y reparación. Este entrecruzamiento entre la vida de los creadores y la muerte de las víctimas es la que explica la obstinación de los primeros por esclarecer, llevar al «foro» (Winter, 2018: 187), narrativizar y re-narrativizar, estas historias de violencia en permanente peligro de olvido.
Este aspecto nos dirige al sentido primero de la noción de prueba: las cintas son muestras visuales concebidas con carácter demostrativo. Este gesto reivindicativo frente a un pasado —y unos actos de perpetración— en peligro de silenciamiento tiene una función «ético-social-restitutiva, retributiva o reparadora» (Winter, 2018: 186). En suma, partimos de unas prácticas cinematográficas frágiles, comprometidas y autogestionadas. Aunque quien registra/cuenta posee una mirada intensamente anudada al acontecimiento, adopta cierta distancia que, si bien en algunos tramos sufre el riesgo de colapso o agrietamiento por la cercanía afectiva con el objeto de análisis, sigue remitiendo a la función probatoria del documental. Sin embargo, aun cuando la lógica del recorrido que vehicula ambos filmes sea expositiva (Nichols, 1997), en Lunes negro, Atocha 55 encontramos cierto afán de experimentación y exploración del lenguaje audiovisual. La compleja contextura testimonial, la circularidad narrativa, las incesantes reconstrucciones de la noche del tiroteo desde distintos puntos de vista y las lecturas de las actas judiciales por actores profesionales son algunas de las estrategias estéticas y discursivas que extrañan el esquema tradicional. Por su parte, Yolanda en el país de lxs estudiantes, es una pieza que pretende ser intencionalmente modélica, entendida, entonces, como una tentativa documental que aporta luz a una región oscurecida de la transición.
La forma discursiva de ambas piezas atraviesa dos territorios: víctima/perpetrador que, al desdoblar el metraje multiplican las cualidades retóricas y los planteamientos enunciativos. Las respectivas primeras partes de ambos documentales, aquellas que trabajan con la figura de las víctimas, trazan los contornos y fronteras transicionales para abrocharlos con unas biografías concretas. El cambio en la escala de observación requiere el uso de diversos materiales, de este modo, recurren tanto al cine doméstico —en el caso del documental de Yolanda—, como a las imágenes de archivo registradas en el presente del acontecimiento —en el caso del documental sobre los laboralistas— para recuperar el pasado personal y colectivo. Este es un acto de apropiación, reciclaje y, en el caso de las imágenes de archivo, de desplazamiento de sentido o de vuelta al sentido original pues, desde su autoría y contemporaneidad, los directores de ambas piezas apuestan por un cine contrainformativo de claro compromiso político. Así, la recuperación del archivo se plantea como un ejercicio narrativo subalterno, que visibiliza el papel jugado por la movilización social en la instauración de la democracia y que, a la vez, denuncia la conflictividad y violencia que acompañó al período. El material de archivo, numeroso y heterogéneo, es reelaborado críticamente, con el objetivo de acreditar probatoriamente esa otra visión del pasado. Según Baron (2014) las «películas de apropiación» provocan un «efecto» particular en el modo de recepción del espectador, que experimenta esos fragmentos, secuenciados y dotados de sentido, con la autenticidad y autoridad que aporta la prueba, con ese remanente de sentido que contienen las imágenes y que permite al espectador aprehenderlas a partir de su condición de archivo. Se presentan, entonces, como un recurso didáctico acerca de una Historia incompleta. El contrapunto es la pequeña historia, que toma vuelo con metraje militante, películas caseras y fotografías familiares. Las imágenes preservadas en el entorno cercano se exteriorizan para así componer el retrato de unos jóvenes comprometidos con su tiempo, que militaban en grupos políticos y en el movimiento vecinal, sindical y estudiantil. Tanto las imágenes domésticas, en el caso del documental de Isabel Rodríguez, como las provenientes del trabajo llevado a cabo por el CCM, en el caso del documental de Tino Calabuig, cumplen con el objetivo seminal: custodiar el recuerdo y proyectar una narrativa memorial de los hechos mostrados. El acceso a retazos de vida a través de la imagen, tanto militante como doméstica, nos devuelve esa idea formulada por André Bazin (1999) de la capacidad del cine para «embalsamar el tiempo». Resguardadas en ese puñado de imágenes, rudimentarias pero vitales, ni sus vidas ni sus muertes serán olvidadas. Aquí emerge esa condición espectral que se acentúa con una certeza perturbadora: lo que sabemos de la historia y lo que los personajes filmados aún no saben o no saben del todo. A través de los vestigios de la intimidad, del compromiso y de la implicación de los cineastas para con sus respectivas obras aparecen las cadencias históricas, y surge «la sensación de presencia de la historia», es decir, «de un encuentro afectivo con el pasado» (Baron, 2014: 121).
Junto a la compilación, encontramos otro mecanismo retórico: la voz. Las tramas orales de ambas piezas se apoyan por una parte en una voice over narration que conduce y guía entre imágenes de archivo y, por otra, en un conjunto de entrevistas o testimonios del allegado, esto es, un «prójimo privilegiado» en tanto que se ubica «en una gama de variación de las distancias en la relación entre el sí y los otros» (Ricoeur, 2003: 172). La técnica adoptada es la de los talking heads característica en este tipo de prácticas con aspiración tanto documental como probatoria: los testigos nos hablan directamente ofreciendo un relato de los acontecimientos y expresando un discurso de denuncia ante esas experiencias de violencia. La comprensión del testimonio se da desde una intencionalidad factual, que implica un pacto no ficcional de lectura (Lejeune, 1975). De nuevo, esta producción estética se enmarca epistemológicamente en un discurso fáctico, forense, dado que se compromete con la recuperación de una verdad histórica y, a la vez, impugna el discurso judicial proferido sobre la misma (Winter, 2018: 185).
En ese discurrir en paralelo, espacios y temporalidades, voces y discursos, interioridad y exterioridad, se van tocando, rozando y atravesando hasta llegar al punto de ignición: los atentados. Es aquí cuando el relato apunta frontalmente a la figura del perpetrador. La línea expositiva de ambos documentales está encuadrada en el «giro forense» que plantea Winter (2018) como paradigma de representación de las violencias políticas. Los relatos estéticos se mimetizan con los discursos jurídicos e historiográficos e incluso proponen una jurisdicción alternativa y reparadora ante la falta de validez social de las normas y las instituciones jurídicas (Winter, 2018: 192). Tanto los sucesos que nos ocupan, como los juicios que les siguieron se dieron en un contexto transicional en el que los nuevos marcos jurídicos estaban gestándose y la judicatura arrastraba un hondo bagaje dictatorial. Aunque con algunas diferencias, en ambos procesos penales se manifiesta la permisividad de las instituciones, ya democráticas, con las fuerzas de extrema derecha, de la que ambas piezas se harán eco. En el caso del atentado contra los laboralistas, los autores materiales y sus cómplices directos fueron sentenciados por un delito de terrorismo cometido por motivos ideológicos. A pesar de esto, las múltiples negligencias y los intentos de obstaculización del primer juez instructor posibilitaron, de un lado, la fuga de Lerdo de Tejada antes de la celebración de la vista oral —a la que se sumaría años después la de Carlos García Juliá—; e imposibilitaron, por otro, ahondar en los responsables últimos del atentado, en las relaciones entre estos y los miembros de la extinta brigada político-social y en el intento de desestabilización política en la que todo esto se enmarcaba. Por su parte, en el caso de Yolanda González, los responsables no fueron condenados por asociación ilícita ni terrorismo y, además, como en el caso anterior, recibieron tratos de favor que facilitaron otra fuga, la de Emilio Hellín, a la que se le sumó la concesión de un tercer grado tras el que quedó en libertad y en el anonimato gracias a la autorización de cambio de nombre en el registro civil. Estos avatares judiciales provocaron sendos procesos de revictimización que se extienden a la actualidad si atendemos a las vidas otras de los perpetradores de ambos atentados: cuando la justicia volvió a dar con García Juliá, este fue extraditado y puesto en libertad. Tras su liberación, Falange lo presentó como candidato a las elecciones municipales de Bilbao en 2023 y ha sido objeto de distintos homenajes. Por su parte, Emilio Hellín —o Luís Enrique, como pasó a llamarse tras su cambio de nombre— es en la actualidad un perito informático de «reconocido prestigio» en cuya carrera profesional destaca tanto la participación en numerosos procesos judiciales por corrupción, en los que se han visto envueltos políticos de diferente signo, como la continua participación como docente y formador para los distintos cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
Avery Gordon en su libro Ghostly Matters: Haunting and the Sociological Imagination (1997) reflexiona acerca de las figuras del pasado que han sido «desaparecidas»; estas componen una «materia fantasmática» que habita la cotidianidad. Lo reprimido políticamente, aparece y reaparece entre las grietas y perturbaciones, por los escombros fragmentarios de la historia (Labanyi, 2000: 67). Ese pasado «silenciado, borrado u obliterado» produce, sin embargo, cierta vibración o zumbido y retorna de forma «espectral» (Derrida, 2012), es la «huella de aquellos a los que no se les permitió dejar rastro» (Ibíd.: 175) o la de aquellos a los que se les permitió no dejarlo. La aparición intermitente del asesino se asemeja a una suerte de fenómeno sísmico, pero en este caso la sacudida afecta a una topografía espectral que imbrica al perpetrador. Las piezas que hemos analizado generan un espacio propicio para vehicular los recuerdos, los afectos, los olvidos y los borrados. Los autores de ambos filmes reensamblan fragmentos visuales y testimonios, articulan lo que ha quedado sin expresar y así dan cobijo tanto a la memoria de los abogados laboralistas y de la joven Yolanda González, como a la desmemoria de sus victimarios.
Lunes negro, Atocha 55 y Yolanda en el país de lxs estudiantes habitan los márgenes desde su propia concepción. Sus condiciones de producción son precarias y circulan discretamente bajo una visibilidad saturada. Estos trabajos documentales, además, tientan estructuras latentes, relatos fragmentados y silenciados de la narrativa oficial con la intencionalidad precisa de hacerlos visibles y de repensarlos críticamente. Y en esa búsqueda se arman como actos radicales y exponentes de la justicia poética, vicaria, aquella que demanda la corrección del pasado. Esta incursión temporal puede ser «imaginaria o simbólica, pero de ninguna manera irreal» (Winter, 2018: 187). La operación discursiva trazada por estos documentales de investigación se sostiene sobre pruebas, sobre testimonios y sobre la emergencia de la imagen de archivo. Y de este modo, atribuyen e imputan actos, es decir, producen relatos críticos sobre las «contrafiguras de la violencia» (Ros; Rosón; Valls-Crespo 2021: 15). Estos discursos estéticos funcionan con una lógica parajudicial y se constituyen como «herramientas reparativas» que impugnan los discursos y las sentencias proferidos sobre los perpetradores en el ámbito judicial (Eser, 2018: 49). Es así como devienen en espacios donde se articulan los tres ejes del concepto de resarcimiento hacia las víctimas de un período represivo: verdad, justicia y reparación, que nunca podremos llegar a asir como colectividad si no forzamos el viraje hacia el perpetrador.
.
Rodopi.
Ros, V.; Rosón, M. y Valls-Crespo, L. (2021). Contrafiguras de la violencia. Imágenes, relatos y arquetipos de la perpetración de los crímenes del franquismo. Quaderns de Filologia: Estudis Literaris, 26, 9-19. https://doi.org/10.7203/qdfed.26.22095
Tranche, R. (2022). Agitación en las calles. La violencia política en la Transición española a través del fotoperiodismo. Historia y comunicación social, 27 (1), 71-81. https://doi.org/10.5209/hics.81589