Título del Capítulo: «Con mi corazón en Yambo. Memoria de las desapariciones forzadas en Ecuador»
Autoría: Victoria César Velázquez
Cómo citar este Capítulo:César Velázquez, V. (2024): «Con mi corazón en Yambo. Memoria de las desapariciones forzadas en Ecuador». En Cuenca-Navarrete, C.; Navarro-Mañá, T. (eds.), Violencias, memoria y cine. La construcción audiovisual del pasado. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-10176-04-1
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c3.emcs.31.c46
Victoria César Velázquez
Universidad de Sevilla
La única lucha que se pierde es la que se abandona.
En Ecuador, la historia es ampliamente conocida: en Quito, el 8 de enero de 1988 Santiago y Andrés Restrepo Arismendi, de diecisiete y catorce años, conducían (sin licencia, por ser menores de edad) el Trooper familiar. Primero llevaron a su hermana Fernanda, de diez años, a la escuela y, a continuación, se dirigieron a recoger a un amigo que viajaba a Estados Unidos para llevarlo al aeropuerto. Pero nunca alcanzaron su destino. Así, el 8 de enero de 1988 marcaría el comienzo de lo que más tarde pasaría a ser conocido como el «caso Restrepo», emblema de los crímenes de lesa humanidad (concretamente, las desapariciones forzadas) cometidos por el Estado ecuatoriano y, al mismo tiempo, ejemplo de activismo y lucha social por la consecución de derechos humanos en el país andino. No en vano, el caso Restrepo ha sido estudiado en universidades, abordado recurrentemente por los medios de comunicación e incluido en las formaciones sobre derechos humanos de la Policía Nacional ecuatoriana. La interpretación de todos ellos es, en cierto punto, consensuada: el caso Restrepo nunca debería haber sucedido y nunca debería volver a suceder. Sin embargo, ¿en qué grado se ajusta esta premisa a la realidad social y política ecuatoriana?
La desaparición forzada de los hermanos Restrepo es un caso complejo y doloroso, debido a la multitud de versiones que existen sobre las circunstancias de la desaparición; a la constante negativa por parte de las personas implicadas de asumir su responsabilidad en el delito; a la participación activa del Estado ecuatoriano en el encubrimiento del crimen; al hecho de que los cadáveres de los jóvenes no hayan sido encontrados y, en definitiva, a la violencia cultural a la que fue sometida la familia Restrepo-Arismendi por su búsqueda de justicia. No se trata de un hecho aislado. Según la Comisión de la Verdad del Ecuador (2010a: 30), el gobierno de León Febres Cordero (1984-1988), bajo el cual se cometió la desaparición forzada de los hermanos Restrepo, se caracterizó por «un estilo de gobierno autoritario y de permanente confrontación con todos los sectores que discrepaban de su proyecto político». Asimismo, la Comisión de la Verdad (2010a: 25-26) sostiene que los delitos de lesa humanidad investigados durante el periodo 1984-2008 (ejecuciones extrajudiciales, homicidios o muertes bajo custodia; desapariciones forzadas; torturas; violencia sexual y detenciones arbitrarias) fueron prácticas sistemáticas y sostenidas en el tiempo durante el gobierno de Febres Cordero, por lo que «se pueden reunir los elementos para calificarlas como producto de una política de Estado».
En este sentido, la desaparición forzada de los hermanos Restrepo trasciende el trauma familiar y pasa a formar parte del trauma colectivo de las víctimas de la represión policial en Ecuador; violaciones a los derechos humanos que, lamentablemente, no han dejado de reproducirse, como podemos constatar en el actual gobierno, presidido por Daniel Noboa.1 En palabras de Alexander (2016: 207):
El sufrimiento individual tiene una enorme trascendencia humana, moral e intelectual; no obstante, por sí mismo es un asunto de ética y psicología. Mi preocupación es por aquellos traumas que se vuelven colectivos, con la forma en que pueden ser concebidos como heridas para la identidad social compartida.
De esta forma, entendemos que un trauma colectivo surge cuando uno o varios colectivos sociales son víctima directa o testigo (en cuyo caso se les considerará, hipotéticamente, como «víctima indirecta») de «violencia extrema» por parte del Estado, lo que afecta sus mecanismos de representación cultural, con repercusiones duraderas sobre los procesos de significación del presente (Barria-Asenjo et al., 2023). Así, el trauma colectivo supone una fractura en la identidad social de una población, una fractura que genera conflicto y obstaculiza la convivencia pacífica hasta que es debidamente reconocida y reparada. Los procesos de reparación de traumas colectivos requieren la creación e implementación de políticas públicas; por lo tanto, voluntad por parte del Estado. Sin embargo, cuando, como en el caso que nos ocupa, el Estado actúa como perpetrador del trauma y los mecanismos de represión social son heredados por los sucesivos gobiernos, el trauma colectivo puede llegar a perpetuarse y hacer que, como sostiene Galeano (1996), la historia se repita como una pesadilla.
Ante el olvido intencionado (Yerushalmi, 1998: 25) promovido por parte del Estado como estrategia de ocultamiento de su responsabilidad sobre crímenes de lesa humanidad, las víctimas del trauma colectivo pueden tratar de reparar el trauma mediante otros mecanismos, siendo la comunicación uno de ellos. Como sostiene Kaufman (1998: 16), «en el proceso terapéutico la posibilidad de formular una nueva narrativa, reconstruir la historia, articularla con la realidad y transferirla a un otro fuera de sí mismo, permite externalizar la experiencia». Este intento de «materializar» verbalmente el trauma puede dar lugar a un «vehículo de la memoria» (Jelin, 2002: 37) y eso es, precisamente, la película documental Con mi corazón en Yambo (2011), dirigida por Fernanda Restrepo Arismendi, veintitrés años después de la desaparición forzada de sus hermanos.
En este capítulo, hablaremos de memoria y trauma colectivo, activismo y otros mecanismos de reparación del trauma y comunicación de la memoria a través del caso de estudio Con mi corazón en Yambo (2011). En este sentido, no ofreceremos una explicación detallada del caso Restrepo más allá de lo necesario para abordar determinados conceptos que resultan fundamentales en este texto. Tampoco analizaremos el lenguaje audiovisual del documental (Borja Salguero, 2018) ni nos adentraremos en el debate sobre cómo la producción de la narrativa audiovisual imprime necesariamente una naturaleza de ficción al producto (Gómez, 2015: 317; Soler, 2012: 8). Aceptamos, siguiendo a Suárez (2014: 55), que el documental no puede aspirar a una «objetividad absoluta»; en efecto, Con mi corazón en Yambo (2011) no pretende aportar un relato objetivo.
Nos proponemos estudiar los «discursos de la memoria» presentes en el documental en forma de testimonios, aportados por la propia directora, sus familiares (Pedro Restrepo y Martha Arismendi, padre y tía de los hermanos Restrepo) y las personas a las que entrevista, entre las que se incluyen algunos de los victimarios de Santiago y Andrés Restrepo. En definitiva, nos interesa analizar los mecanismos que determinan la construcción de los relatos de la memoria colectiva, sus procesos de reparación y la producción de representaciones que aspiran a combatir el silencio y la impunidad. Y nada de ello tiene un carácter objetivo.
En la década de 1980, el gobierno neoliberal de los Estados Unidos presidido por Ronald Reagan ejecutaba una estrategia de política exterior basada en el terror (Chomsky, 2003). Su objetivo era interferir en el desarrollo de movimientos y gobiernos de tendencia marxista o socialista en el extranjero, incluyendo algunos países en América Latina. En Ecuador, León Febres Cordero, aplicando la Doctrina de Seguridad Nacional (Leal Buitrago, 2003), asumió las prioridades (y la financiación) estadounidense en materia de seguridad2 (Piedra, 2022), lo que en su discurso se tradujo como un firme propósito de combatir al «enemigo interno» y al «terrorismo». Situando como objetivo central de su persecución a los miembros de los grupos insurgentes Alfaro Vive Carajo y Montoneras Patria Libre, el gobierno transmitió una «concepción excluyente de los derechos humanos»: «éstos estaban reservados para quienes respetaban el orden establecido» (Comisión de la Verdad Ecuador, 2010a: 32). Así, el discurso de la «lucha contra el terrorismo» fue utilizado para justificar la represión estatal a toda forma de disidencia política, la cual era calificada de «subversiva».
En el marco de esta estrategia de represión de la disidencia, el Estado creó diferentes operativos, en mayor o menor medida clandestinos, en el seno de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional con el objeto de combatir a los grupos subversivos. Entre estos operativos cabe destacar el conocido como SIC-10, perteneciente al Servicio de Investigación Criminal de Pichincha (SIC-P), en cuya sede se estipula que se retuvo ilegalmente a los hermanos Restrepo. Allí se los sometió a torturas cuando se encontraban bajo la custodia del sargento Guillermo Llerena y un agente hasta ahora desconocido, apodado «Chocolate» (según el testimonio del agente Hugo España).3 Según el informe de la Comisión de la Verdad (2010b: 504), estas torturas habrían causado la muerte de Santiago Restrepo, siendo las circunstancias del asesinato de Andrés aún una incógnita. España también declaró haber participado en el traslado de los cadáveres de los jóvenes a la laguna de Yambo, donde habrían sido arrojados.4 En el documental de 2011, Fernanda Restrepo declara: «Luego de que nos enteramos que estaban ahí, Yambo se convirtió en nuestro corazón y en el único vínculo real para sentirlos cerca».
Por formar parte de una política de Estado represiva en la que las violaciones de derechos humanos suceden de manera sistemática, la desaparición forzada es un delito que afecta a la sociedad en su conjunto (Sferrazza Taibi, 2019). Como veremos, la decisión de la familia Restrepo de denunciar públicamente la desaparición forzada logró movilizar a otras víctimas de crímenes de lesa humanidad en Ecuador, afectadas por el mismo trauma colectivo: «miembros de una colectividad (...) que han sido sometidos a un acontecimiento horrendo (...) marcando sus memorias para siempre y cambiando su identidad futura de manera fundamental e irrevocable» (Alexander, 2016: 193). Además de a las víctimas directas y sus familiares o personas cercanas, los crímenes de lesa humanidad afectan, en mayor o menor medida, a toda la sociedad. Por un lado, debido al elemento social del trauma que describe Calmels (2015: 88): «qué se hace con esa violencia producida y con las personas singulares que la han sufrido desde la comunidad, el Estado y la justicia». Por otro lado, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, aunque propagandísticamente vayan dirigidas a grupos determinados, aumentan la vulnerabilidad de gran parte de la población, como demuestra el caso Restrepo.
Según el artículo 2 de la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas (Organización de las Naciones Unidas, 2010), la desaparición forzada es un crimen cometido por «agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado». Sus elementos constitutivos son la privación de libertad en cualquiera de sus posibles formas (tanto dentro como fuera del marco legal); la denegación de información, incluyendo el ocultamiento de la privación de libertad y/o del paradero, condiciones, etc., de la víctima; y el sujeto activo, el cual, como hemos mencionado, estaría relacionado con el Estado en cuestión (Sferrazza Taibi, 2019). Huelga señalar que las víctimas de desaparición forzada son privadas de acceso a los recursos legales que debieran encontrarse a su disposición. En relación con la desaparición forzada de sus hijos, Pedro Restrepo lo definió de la siguiente manera: «No [fue] detención, [fue] secuestro. A estos niños no les permitieron ninguno de los derechos más elementales» (Restrepo, 2011). En efecto, los Restrepo fueron aprehendidos por miembros de la Policía Nacional, quienes, ante las indagaciones de la familia, ocultaron la privación de libertad y el paradero de los hermanos.
Con mi corazón en Yambo (2011) reconstruye el proceso de encubrimiento que puso en marcha la Policía Nacional ecuatoriana tras la desaparición forzada de los hermanos Restrepo, objetivando así un periodo de extrema violencia emocional para la familia. Cuatro días después de la desaparición de Santiago y Andrés, cuando se estipula que ninguno de ellos seguía con vida, la Policía Nacional asignó el caso a la subteniente Doris Morán quien, con la colaboración de su madre, Aída Rivadeneira, prometieron durante meses que los chicos regresarían a su hogar —bajo la condición de que la familia no compartiese el caso públicamente—. Mientras tanto, Morán trataba de construir un discurso oficial, difundido por la policía, en el que los hermanos aparecían vinculados al narcotráfico y grupos subversivos. La multitud de versiones que Morán y Rivadeneira ofrecieron a los Restrepo-Arismendi en conversaciones telefónicas sobre la supuesta investigación en curso, el porqué de la desaparición y el paradero de los Restrepo quedaron grabadas y forman parte del documental de 2011.
El 13 de febrero de 1988, dos trabajadores avistaron los restos del Trooper que conducían los Restrepo el día de su desaparición en el fondo de la quebrada Paccha.5 Sin embargo, no se halló ningún rastro de sus cuerpos. Por el contrario, varios indicios apuntaban a que el coche había sido precipitado a la quebrada de forma intencionada y sin ocupantes (Comisión de la Verdad Ecuador, 2010b: 487-491). Finalmente, tras casi un año de silencio impuesto, la familia decidió denunciar la desaparición a través de los medios de comunicación. Las imágenes de archivo (Restrepo, 2011) muestran a una indignada Luz Helena Arismendi, madre de los hermanos, describiendo en televisión las evidencias manipuladas con las que la Policía Nacional intentaba encubrir la detención ilegal, la tortura y el asesinato de sus hijos. Más adelante, la protesta social sostenida durante años por la familia permitiría generar núcleos sociales de contrapoder (Castells, 2012: 22) con significativa repercusión política y legal. Fue cuando la familia decidió comunicar socialmente su sufrimiento y su reivindicación de justicia que se inició la posibilidad de que otras personas se reconocieran, en su discurso, como víctimas del mismo trauma, que es en realidad colectivo. De esta forma, la lucha social se inicia con la palabra.
A partir de marzo de 1989, la familia Restrepo-Arismendi inició una protesta pacífica semanal (cada miércoles) en la Plaza Grande de Quito, frente al Palacio de Carondelet, sede del gobierno y residencia oficial del presidente de Ecuador. A esta manifestación, que se sostendría durante más de veinte años, se irían uniendo progresivamente otras personas y colectivos que también reivindicaban justicia ante las violaciones a los derechos humanos por parte del Estado. De este modo, eventualmente se crearía el Comité de Familiares de Víctimas de la Represión (Comisión de la Verdad Ecuador, 2010b: 509). El colectivo activista ocupó así el espacio público, dotándolo de simbolismo al posicionarse frente a la sede del gobierno. Alexis Ponce, representante de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (organización presente en la movilización iniciada por los Restrepo-Arismendi), lo define de la siguiente manera: «Ese espacio se abre como una posibilidad, como una fuente de resistencia, de dignidad y de lucha» (Barraza Morelle, 1995: anexos). En este sentido, el objetivo de la movilización social gira en torno a la «construcción de significados». En palabras de Castells (2012: 23):
La coacción y la intimidación, basadas en el monopolio del Estado para ejercer la violencia, son mecanismos fundamentales para imponer la voluntad de los que controlan las instituciones de la sociedad. Sin embargo, la construcción de significados en la mente humana es una fuente de poder más estable y decisiva. La forma en que pensamos determina el destino de las instituciones, normas y valores que estructuran las sociedades (...) Por eso, la lucha de poder fundamental es la batalla por la construcción de significados en las mentes.
En efecto, el caso Restrepo (incluyendo tanto la desaparición forzada como el proceso de protesta social de la familia, el cual aún continúa) evidencia el «triángulo de la violencia» (directa, estructural y cultural) del que habla Galtung (2003). A la represión estatal de la protesta,6 el colectivo activista responde con un discurso en el que los derechos humanos son el eje fundamental. ¿Se puede hablar de derechos humanos, concepto en el que la universalidad es inherente, cuando, como sostiene Herrera Flores (2004: 40) «vivimos en la época de la exclusión generalizada?» ¿Se puede hablar de derechos humanos a partir de un crimen tan arbitrario como la desaparición forzada de los hermanos Restrepo?
Sin ser entendidos como una realidad presente sino, más bien, como la utopía de Galeano (2001)7, los derechos humanos pueden utilizarse como instrumento para la «resistencia a la arbitrariedad, a la opresión y a la humillación» (Habermas, 2010: 108). Así, en la denuncia social de crímenes de lesa humanidad, la reivindicación de derechos humanos deslegitima la represión, aun (y especialmente) cuando es ejercida por la autoridad. La construcción de significados (incluyendo la representación del trauma colectivo) es un proceso promovido por la organización social y el diálogo sobre experiencias comunes. Cuando estos significados se traducen en acción política, como ocurre en este caso, la autoridad erigida sobre métodos represivos puede llegar a ver su estabilidad amenazada.
En el caso Restrepo, el Estado trató de encubrir la desaparición forzada de los hermanos creando una red de teorías infundadas y falsas evidencias que pretendían evitar el potencial efecto del caso en la opinión pública, además de forzar a la familia a abandonar su reivindicación. No obstante, la protesta social no solo se mantuvo, sino que aumentó y atrajo la atención de los medios de comunicación social. De esta forma, se crearon las circunstancias que obligaron al gobierno de Borja a convocar una Comisión Especial Investigadora (mediante Decreto Ejecutivo 1662), sin carácter jurisdiccional, en 1990. El informe de la Comisión fue publicado en 1991, incriminando a la Policía Nacional (particularmente el Grupo de Operación y Rescate, el SIC-P y el SIC-10) en la desaparición y encubrimiento del crimen, y reconociendo el fallecimiento de los hermanos. Este informe supuso la disolución del SIC-10 (que fue sustituido por la Oficina de Investigación del Delito), pero no el fin de las políticas de Estado represivas ni del abuso policial.
Con las evidencias y resultados recabados por la Comisión Especial, los Restrepo-Arismendi iniciaron una causa penal en 1991, resultado de la cual se realizó la primera búsqueda (infructuosa) de los cuerpos en la laguna de Yambo. Pedro Restrepo sostiene: «Tuvimos que entrar nosotros, como familia, y pelear con más de cuarenta abogados (...) Pero yo me veo con el derecho de decirle a los cuatro vientos la injusticia que se está cometiendo» (Restrepo, 2011). La investigación, que se extendió hasta 1994, propició un cambio constitucional y, por primera vez en el país, los policías fueron juzgados en cortes civiles y no policiales. Lamentablemente, Luz Helena Arismendi falleció en un accidente de tráfico en 1994, antes de conocer el veredicto.
De las treinta personas implicadas (entre las que se encontraba el exministro de Gobierno, Luis Robles Plaza), sólo siete recibieron sentencia condenatoria, excluyendo a los más altos cargos: Guillermo Llerena y Camilo Badillo como autores de detención arbitraria, torturas y asesinato; Trajano Barrionuevo, Juan Sosa y Doris Morán como cómplices; y Gilberto Molina y Hugo España como encubridores. Sólo Llerena y España cumplieron su condena en la cárcel común. Molina cumplió condena en su propio cuartel en Pusuquí, del que se dio a la fuga. El resto, en la cárcel número 4 de Quito, «cárcel de cinco estrellas creada especialmente para ellos» (Restrepo, 2011), en la que tenían libertad para efectuar salidas. Todos fueron privilegiados con una reducción de su condena a la mitad.
La familia Restrepo-Arismendi sostiene que la desaparición forzada de los hermanos es consecuencia de una política de Estado y que, por lo tanto, personas en altos cargos de responsabilidad pública, como el coronel Gustavo Gallegos, el exministro Robles Plaza e incluso el expresidente Febres Cordero, deberían haber sido juzgadas. Este planteamiento es corroborado por Rivera (2012): «En la literatura macrocuantitativa sobre violaciones de derechos humanos existe una premisa compartida en torno a que el uso de los recursos coercitivos del Estado es resultado de la decisión de las máximas autoridades gubernamentales». Por lo tanto, en 1997 los Restrepo-Arismendi presentaron una demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contra el Estado ecuatoriano por violación del derecho a la vida, a la integridad personal, a la libertad personal, garantías judiciales, derechos del niño y derecho a la protección judicial (Comisión de la Verdad Ecuador, 2010b: 508). El Estado, presidido por Fabián Alarcón (1997-1998) reconoció la existencia de un crimen de Estado en el caso Restrepo y aceptó su culpabilidad, con lo que las partes llegaron a un acuerdo que incluía una indemnización económica a la familia y una nueva búsqueda de los cuerpos en la laguna de Yambo, la cual no se efectuó hasta once años más tarde, durante la Comisión de la Verdad.
Los procesos judiciales que dictaminaron la responsabilidad del Estado ecuatoriano en la desaparición forzada de los hermanos Restrepo, condenando de forma limitada a algunas de las personas implicadas, no evitaron que los Restrepo-Arismendi fueran víctimas constantes de violencia cultural. Según Galtung (2003: 7) la violencia cultural se refiere a los aspectos culturales (incluyendo religión e ideología, lengua y arte y ciencias empíricas y formales; es decir, en buena medida, violencia que se transmite a través de la comunicación) que pueden utilizarse «para justificar o legitimar violencia directa o estructural». Ejemplo de esta violencia cultural en el caso Restrepo es la decisión, por parte de la Policía Nacional, de conformar una Comisión de Defensa Institucional en 1992 (Comisión de la Verdad Ecuador, 2010b: 506-507) para evitar «injurias, calumnias y agresiones verbales» por parte de los Restrepo-Arismendi, quienes, irónicamente, se sostenía que vulneraron los derechos humanos de los miembros de la Policía Nacional. Otro ejemplo es la reunión a la que fue convocada Fernanda Restrepo en 2008, en la que se encontraban algunos de los responsables de la desaparición forzada de sus hermanos: Llerena, Badillo, Barrionuevo y Sosa, entre otros. El objeto de la reunión, para los victimarios, no era otro que continuar eludiendo su responsabilidad en la desaparición forzada. Sobre este encuentro, Fernanda Restrepo (Restrepo, 2011) declaró: «Entendí que la verdadera pelea no era enfrentarlos, era repetirles una y otra vez el crimen que cometieron y que siguen negando».
Sirvan estos ejemplos para entender por qué el reconocimiento oficial, en 1998, del Estado ecuatoriano sobre crímenes de lesa humanidad (únicamente referido al caso Restrepo) no fue suficiente para «sanar» el trauma colectivo de las víctimas de la represión estatal. Por el contrario, desde sus inicios, la reivindicación de justicia de los Restrepo-Arismendi ha estado marcada, paradójicamente, por la revictimización. Si bien el caso Restrepo es ampliamente reconocido por la sociedad ecuatoriana,8 existe información relevante del caso (como la localización efectiva de los cuerpos de los hermanos o la identidad de todos los perpetradores) que continúa oculta. Asimismo, se puede considerar que el procedimiento de justicia penal resultó insuficiente desde la perspectiva de las víctimas. En primer lugar, porque, debido a la corrupción del aparato de justicia ecuatoriano, los victimarios no fueron sancionados de forma equivalente al delito cometido. En segundo lugar, porque las sanciones que se impusieron no estuvieron dirigidas, en ningún sentido, a prevenir que las entidades estatales incurrieran nuevamente en el cometimiento de crímenes de lesa humanidad.
En estas circunstancias, el gobierno de Rafael Correa (2007-2017) determinó la formación de una Comisión de la Verdad (en funcionamiento desde enero de 2008 hasta septiembre de 2009) para investigar los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado ecuatoriano entre 1984 y 2008, incluyendo la desaparición forzada de los hermanos Restrepo.9 La Comisión de la Verdad del Ecuador investigó 118 casos de crímenes de lesa humanidad, cometidos por agentes del Estado, contra 456 víctimas directas. El resultado fue un exhaustivo informe, en cuya realización participaron de manera activa las víctimas directas e indirectas (incluyendo a Pedro Restrepo en la función de «comisionado»). La Comisión recabó información detallada de cada uno de los casos estudiados; elaboró un proyecto de ley para la reparación de las víctimas y la judicialización de graves violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad (que se registró oficialmente como ley en 2013); y emitió un listado de 155 recomendaciones en materia de satisfacción, restitución, rehabilitación, indemnización, garantías de no repetición y reparación por vía administrativa. Asimismo, se reconoció la existencia de políticas de Estado represivas causantes de crímenes de lesa humanidad, especialmente durante el gobierno de Febres Cordero, en el que se perpetraron el 66% de los casos (Comisión de la Verdad Ecuador, 2010a: 255).
Las comisiones de la verdad, como organismo oficial para la investigación de violaciones de derechos humanos, dependen de «la realidad y las posibilidades de su entorno particular» (Hayner, 2006: 2), si bien cabe señalar que no suelen contar con el poder de iniciar acciones judiciales. La Comisión de la Verdad del Ecuador trató de generar un efecto reparador del trauma colectivo duradero mediante la recuperación de la memoria de la represión estatal y la emisión de recomendaciones consecuentes para garantizar la no repetición. Sin embargo, en 2019 la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos (INREDH) y el Comité de víctimas de graves violaciones a derechos humanos y delitos de lesa humanidad emitieron un informe que denunciaba la falta de cumplimiento de las obligaciones derivadas de la Comisión de la Verdad por parte del Estado ecuatoriano. Entre sus observaciones, cabe destacar la ausencia de una política clara de memoria dirigida a institucionalizar la memoria de las víctimas (INREDH, 2019: 36); la escasa aplicación de la Ley de víctimas (2013), con la que únicamente se consiguieron dos sentencias firmes del total de 118 casos investigados por la Comisión (INREDH, 2019: 40); la falta de cooperación de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional; y, en general, la escasez de voluntad estatal para lograr una reparación efectiva.
Por lo tanto, podemos concluir que la Comisión de la Verdad del Ecuador (al igual que otros procesos similares globalmente) cumplió de manera limitada con su propósito de reparación del trauma colectivo. Su alcance limitado no debe ser adjudicado al equipo de trabajo que conformó la Comisión, sino a la falta de voluntad o capacidad por parte del Estado ecuatoriano de implementar las recomendaciones y actuar coherentemente con su reconocimiento de autoría de crímenes de lesa humanidad. En efecto, la creación de una comisión de la verdad es un paso importante en el proceso de recuperación y reparación de la memoria de las víctimas, pero si esta medida no se acompaña de profundos cambios estructurales, dirigidos a alcanzar una «cultura de paz» (Galtung, 2003), su valor resulta simbólico (aunque no por ello menos notable). Los resultados de la Comisión de la Verdad ecuatoriana siguen vigentes como una herramienta para la garantía de no repetición de crímenes de lesa humanidad en el país andino. Sin embargo, cuando el Estado depende, en buena medida, de las políticas represivas para mantener un orden social caracterizado por la desigualdad, ¿hasta qué punto se puede esperar que renuncie a la violencia como uno de sus instrumentos fundamentales?
Una de las acciones ejecutadas por la Comisión de la Verdad del Ecuador fue llevar a cabo una segunda búsqueda de los cuerpos de los hermanos Restrepo en la laguna de Yambo, en 2009. Mientras viajan, Fernanda Restrepo pregunta a su padre: «¿Por qué es importante rescatar los cuerpos del Santi y el Nene?» Consideramos que la respuesta de Pedro Restrepo (Restrepo, 2011) resume eficazmente los contenidos expuestos en este capítulo:
Porque ellos siguen gravitando, son nuestro espíritu, son nuestra esencia. Desde el punto de la gente cómoda, huesos nomás son, pero allá ellos. Para nosotros no son huesos nomás, son vidas. Nos tocó a nosotros, en cierto modo, dar ese mensaje (...) Es muy fácil llamar error a esto. No son errores, son políticas de Estado, dirigidas y establecidas para crear terror, para que las cosas no cambien, para que la sociedad esté callada. Esto nos mantiene vivos y con energía, si no hubiéramos muerto, al menos yo, de dolor, de nostalgia, de frustración, de no haber hecho nada.
Así, el trauma colectivo surge de un acontecimiento de extrema violencia que en ningún caso puede ser considerado un accidente o el producto de una decisión individual. Se trata de políticas de Estado dirigidas a reprimir la disidencia social que nace en respuesta a sistemas estructuralmente desiguales y violentos. Todas las víctimas de estas políticas de Estado son víctimas de crímenes de lesa humanidad y su recuerdo permanece como una herida en la memoria colectiva. Esta herida la sufren las víctimas directas e indirectas, pero afecta al conjunto de la sociedad en la medida en que la ausencia de reparación perpetúa la violencia cultural contra las víctimas y provoca su revictimización.
Cuando se genera un trauma colectivo, el silencio es un efecto natural (Kaufman, 1998) y necesario para asimilar un acontecimiento excesivamente doloroso. Sin embargo, el proceso de razonamiento y, en la medida de lo posible, la reparación del trauma requiere la comunicación del mismo. Es entonces cuando se producen vehículos de memoria (Jelin, 2002) como Con mi corazón en Yambo (2011). La construcción de significados durante el proceso de comunicación del trauma tiene el potencial de redefinir la forma en que respondemos, como población civil, a la estructura de poder social que habitamos. Por eso, es fundamental que la recuperación de la memoria de las víctimas de crímenes de lesa humanidad incluya, como este documental, una reconstrucción de la represión sufrida que evidencie las representaciones específicas del triángulo de la violencia (Galtung, 2003).
En Ecuador, los crímenes de lesa humanidad, en el marco de políticas de Estado represivas, no han dejado de suceder.10 Treinta y seis años después de la desaparición forzada de los hermanos Restrepo, la relevancia social del caso es evidente. Estas líneas se escriben en un momento en el que el discurso del gobierno ecuatoriano vuelve a girar en torno a la represión del «enemigo interno» y el «terrorismo», a la «concepción excluyente de los derechos humanos»; términos cuya cruenta historia no ha logrado desterrar del discurso oficial. Asimismo, trece años después de su estreno, Con mi corazón en Yambo (2011) sigue llenando salas de cine en cada nueva proyección y ampliando el alcance de su reivindicación. Así, mientras el trauma colectivo (y la violencia que lo genera) continúe vigente, también existirán colectivos, organizados alrededor de significados compartidos, que enfrenten la autoridad represiva.
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