Título del Capítulo: «La ‘idea rusa’ en el cine bélico sobre las guerras de Chechenia»
Autoría: Adrián Tarín Sanz
Cómo citar este Capítulo: Tarín Sanz, A. (2024): «La ‘idea rusa’ en el cine bélico sobre las guerras de Chechenia». En Cuenca-Navarrete, C.; Navarro-Mañá, T. (eds.), Violencias, memoria y cine. La construcción audiovisual del pasado. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-10176-04-1
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c5.emcs.31.c46
Adrián Tarín Sanz
Universidad Loyola de Andalucía
«Rusia no se puede comprender con la razón…
en Rusia solo se puede creer».
Nikita Mijalkov es la figura cinematográfica más distinguida de la Rusia moderna. Probablemente, si las últimas tres generaciones de rusos cerrasen los ojos, serían capaces de imaginar cada detalle de su esférico rostro, especialmente, su espeso bigote. Le han visto tanto, hay tanto fotograma suyo, que para muchos resulta como de la familia. Ha actuado en dos decenas de películas, amén de haber protagonizado muchas de las que ha dirigido. Precisamente, con este doble papel de actor y director consiguió su mayor logro: Quemado por el sol (1994) fue premiada con el Óscar a la mejor película extranjera. En ella narra las desventuras de Serguéi Kótov, un respetado bolchevique y veterano del Ejército Rojo que, en la década de los treinta, vacaciona en una granja colectiva. Su bucólico descanso es alterado por Mitya, un antiguo militar del Ejército Blanco reconvertido a espía del NKVD, que lo visita para, dice, detenerle por conspiración. Kótov, seguro de que su currículum como héroe de la Unión Soviética le avala, se enfrenta a Mitya, al que acusa de actuar por animadversión personal y no por razones políticas. Finalmente, confiado de su camaradería con Stalin, se deja capturar, pero, para su sorpresa, durante el trayecto hacia Moscú descubre que la orden de detención no solo es cierta, sino que proviene del Kremlin. Una tragicomedia que se mueve entre la crítica y la nostalgia, y que presenta a Koba como un líder, pero también como una oscura presencia, un padre que es protector y terrorífico a la vez. Antes de los créditos —sobre un plano estático de un tupido trigal— aparece un rótulo contundente: «Dedicado a quienes fueron quemados por el sol de la Revolución».
Además de como cineasta, Mijalkov destaca como intelectual orgánico del nacionalismo ruso. Quienes han analizado su cinematografía apuntan su gusto por la masculinidad patriarcal, la honorabilidad, la justicia, el respeto a la autoridad o el patriotismo, principios promovidos como virtudes nacionales y que, aunque supuestamente alcanzaron su esplendor en el siglo XIX, son presentados como acrónicos (Larsen, 2003; Beumers, 2005a). Así, «para Mijalkov, la imagen de la Madre Rusia es indestructible porque es atemporal y simbólica, (...) regresa al pasado sin conectarlo con el presente, pero haciéndolo sentir como el presente» (Beumers, 2005b: 115). Esta apuesta por un cine «verdaderamente nacional» es artística, pero también activista. Durante el IV Congreso extraordinario del Sindicato de directores de cine, celebrado en Moscú en 1998, mostró su preocupación por los posibles efectos colonizadores de la abundante programación norteamericana. Advirtiéndose incluso cierta admiración en sus palabras, añoraba una potencia cinematográfica igual para su país, que fuese capaz de construir héroes a la altura de Arnold Schwarzenegger o Sylvester Stallone con los que transmitir los «valores rusos» (Beumers, 1999).
Lejos de suponer un hito original, el discurso de Mijalkov encaja en la horma de un axioma teorético que se abre camino desde hace, al menos, dos siglos: Rusia es trascendentalmente diferente de Occidente. Como todo pensamiento complejo que aspira a ser hegemónico, ha sido resumido en el eslogan decimonónico «ortodoxia, autocracia y nacionalidad», que actúa como contraparte de los principios ilustrados europeos —liberté, egalité, fraternité—. Esta tríada ha inspirado a un sector nada desdeñable de la intelligentsia rusa, que abarca desde filósofos hasta reconocidos artistas. Sin ir más lejos, Fiódor Dostoyevski, admirador del panegirista de la autocracia Nikolái Karamzín, introdujo frecuentemente en su obra periodística y literaria el concepto «idea rusa» (russkaya idea): la existencia de una «originalidad rusa» basada en «la integridad, la reconciliación universal y la humanidad», distinguible del orgulloso divisionismo europeo. La democracia liberal, pensaba el autor de Crimen y castigo, está más interesada en honrar la diferencia que las similitudes, algo que no encaja con la búsqueda «naturalmente rusa» de la unicidad del hombre. De ahí que Rusia posea una misión salvífica —mesiánica, incluso, dada la intensa profesión ortodoxa del escritor— de reunir bajo un espíritu conciliar al género humano (Tijomirov, 1998).
Esta visión incorpórea del país, en el sentido más agustiniano del término, es la piedra angular del conservadurismo ruso. Rusia no es un conjunto de cosas tangibles —personas, fronteras, montañas, ríos, edificios—, sino una idealización que atraviesa la historia. No en vano, el filósofo Nikolái Berdiáyev (2015) definió la nación como «un organismo místico» cuyos custodios libran «la batalla de la eternidad contra el tiempo». Profundamente anticomunistas, estos pensadores entendieron el bolchevismo más que como un enemigo político o económico, como uno espiritual, cuyo internacionalismo y ateísmo amenazaba existencialmente la cultura nacional. Una cultura nacional fundamentada en el «espíritu del honor» frente a la cobardía; el «espíritu de servicio» frente a la indiferencia y el individualismo; y el «espíritu de lealtad» frente a la confusión mental, la doblez y la traición (Ilyín, 1999).
Uno de los representantes más influyentes de esta concepción «sagrada» del ser ruso fue Iván Ilyín; a propósito, filósofo de cabecera confeso del cineasta Nikita Mijalkov. Contrarrevolucionario, conservador monárquico, inicialmente coqueto y luego renegado del fascismo, consideraba que el ruso posee un «alma diferenciada» que le hace incomprendido por Occidente. De ahí que, frente al liberalismo europeo y estadounidense, falsamente ecuménico, Rusia necesitara transitar su propio camino: un modelo de estado (fuerte) que reflejase la naturaleza de su pueblo (Robinson, 2019). Concretamente, «una dictadura nacional, patriótica, autoritaria, educativa y vivificante (…) una dictadura no totalitaria, no internacionalista, no comunista; organizando una nueva democracia informal, por tanto, una dictadura democrática» (Ilyín, 2018: 44). El sistema de gobierno occidental —acusan los conservadores rusos— trata a la sociedad como «una máquina» basada en «principios racionales, sin tener en cuenta las costumbres o tradiciones nacionales». Le falta romanticismo, piel y memoria. En contraste, los «patriotas rusos» entienden la sociedad «como un ser vivo que evoluciona orgánicamente sobre la base de la experiencia acumulada de las generaciones anteriores» (Horvath, 2005: 153).
Como puede adivinarse, esta noción biologicista y esencialista de lo ruso —y, por extensión, de los demás pueblos— es utilizada como justificación de un proyecto político concreto. Las apelaciones no ya al pasado, sino a la perpetuidad de la cultura nacional, aspiran a bloquear cualquier argumento progresista. Si Rusia es, en sí, un conjunto de valores eternos, contradecirlos implica una mutilación. El conservadurismo es, entonces, irresistible, la única opción para evitar la destrucción del país. Como veremos, una parte del cine ruso contemporáneo milita en la «misión memorialista» de contrarrestar el «olvido radical» de Rusia, que, supuestamente, es consecuencia de la expansión de las industrias culturales extranjeras.
Llegados a este punto, tampoco resulta difícil notar la insistente preocupación que el conservadurismo ruso muestra por la influencia extranjera. Del escritor Aleksandr Solzhenitsyn se dijo que sus principales intereses fueron «la Rusia Sacra y el pensamiento antioccidental» (Congdon, 2017). Esto último cabría matizarlo. El autor de Archipiélago Gulag fue, también, un feroz cristiano ortodoxo. Dejó escrito que «la vida espiritual de una nación es más importante que su territorio» (Solzhenitsyn, 2009), por lo que, coherentemente, su principal detracción fue más moral que orientada a la política exterior. Solzhenitsyn, que se consideraba «un amigo, y no un adversario», creyó ver durante su exilio en Estados Unidos un país culturalmente decadente, en peligro por el socialismo, el ateísmo y la ideología de mercado. El reproche del premio Nobel responde a una estrategia común del conservadurismo, que con el tiempo se ha convertido en un patrón: a pesar de todos los ataques «rusofóbicos» (rusofobiya),1 y como parte del legado sagrado y la nobleza rusa, la crítica a Occidente es constructiva y pretende despertarlo de su letargo espiritual. Rusia, entonces, no odia, pero sí es odiada. Ahora se entiende, y volviendo al discurso de Nikita Mijalkov, que el desarrollo de una industria cinematográfica patriótica sea «una cuestión de seguridad nacional». «El cine es el arma más poderosa; si la dejamos escapar, podría ser incautada por nuestros enemigos y utilizada en nuestra contra» (Beumers, 1999: 52).
La pelota que lanzó Mijalkov estaba entonces en el tejado del Kremlin, y el presidente Vladímir Putin no tardó en recoger el guante. Según un estudio de los investigadores Petr Kratochvíl y Gaziza Shakhanova (2020), desde su llegada al poder el discurso patriótico aumentó un 2000% en las intervenciones oficiales. Esta afiliación a la tesis de la «necesaria renovación espiritual» de la nación no solo es retórica, sino que comprende directrices para todos los medios de comunicación, desde el sistema escolar al cinematográfico.2 De este modo, en una reunión del Consejo de Gobierno para el Desarrollo de la Industria Cinematográfica Rusa, Putin (21 de noviembre de 2011) expresó su deseo de que el cine tuviese «una misión digna y sustancial», ya que, debido a «su poder persuasivo y su potencial para transmitir emociones humanas (…) debería ser una fuerza constructiva que eleve al público». Dos meses después, amplió sus palabras poniendo de ejemplo a Hollywood, industria de la que «Rusia podría aprender» cómo dio «forma a la conciencia de varias generaciones de estadounidenses», promocionando «valores y prioridades que fueron bastante positivas para los intereses nacionales y la moral pública». «El gobierno tiene el derecho y el deber de enfocar sus esfuerzos y recursos hacia la resolución de sus desafíos sociales. Dar forma a una mentalidad que una a la nación es uno de estos desafíos», concluyó (Putin, 23 de enero de 2012).
Todas estas instrucciones tuvieron su traducción a políticas públicas. El Ministerio de Cultura ruso aprobó en 2011 un pliego para subvencionar «películas de contenido histórico, militar y patriótico, desarrollando un sentido de orgullo por su país», que en años siguientes fue afinándose más, mencionando conflictos concretos como la Gran Guerra Patriótica (II Guerra Mundial) o la anexión del este de Ucrania (Wijermars, 2019: 221). Este interés por lo bélico tiene sentido. Generalmente, la representación cinematográfica de la guerra —a excepción de aquellas películas con orientación pacifista— abre una ventana de oportunidad para la explosión del sentimiento nacionalista. El relato de actos heroicos y de sacrificios colectivos en nombre del país, topos del cine bélico, se ajusta a la perfección al espíritu de honor, servicio y lealtad que, según las corrientes conservadoras, rige el alma rusa. Permite solidificar la narrativa nacional y vincular a las personas en torno a una historia compartida, cuya construcción está políticamente dirigida al presente. Así, «para Putin y otros funcionarios gubernamentales, las narrativas sobre la guerra sirvieron como un ‘pasado útil’ que podría ayudar a construir un nuevo patriotismo ruso» (Norris, 2007: 184). Paradójicamente, el florecimiento del cine bélico postsoviético no ha desarrollado un lenguaje artístico propio, diferenciado, «verdaderamente ruso», y tiende a imitar la estética y efectos de guion de sus pares estadounidenses, sobre todo de las producciones más taquilleras o blockbusters. No sorprende, visto lo visto, que los deseos de Mijalkov se hayan visto satisfechos, incrementándose el número de superproducciones patrióticas en las dos últimas décadas.
La mayor parte de estas películas de alto presupuesto están ambientadas en la Gran Guerra Patriótica o en la época zarista, periodos imperialmente esplendorosos. Las guerras de Chechenia,3 por su parte, han despertado un interés francamente menor; apenas dos decenas de filmes, muchos de dudosa factura. Esto, probablemente, no tenga una única causa y averiguarla con exactitud merece más que un capítulo. Sí podemos constatar, no obstante, la incapacidad para construir una épica de la «guerra contra el terror» o de la «guerra contra el separatismo» que traspasase el discurso oficial y se moviese a la cultura popular. Este fracaso es, por demás, sorprendente, dada la importancia que el conflicto en el Cáucaso Norte ha tenido para la formación de la Rusia contemporánea.
Me explico: la desmembración de la Unión Soviética obligó a repensar la nación rusa. Tras siglos de administración colonial, y considerándose herederos de los regímenes anteriores, la nueva Federación debió enfrentar la titánica tarea de imaginar la continuidad de la comunidad, con unas fronteras distintas y un espíritu renovado, pero en un ambiente de derrota ideológica, de humillación histórica, de crisis económica radical y de aumento abrupto de la desigualdad social (catastroika). La declaración unilateral de independencia de Chechenia debió caer en Moscú como un jarro de agua fría, y en 1994 Borís Yeltsin mandó los tanques a Grozni para «garantizar la supervivencia» del país: «Los soldados rusos están defendiendo la integridad de Rusia. Es una condición esencial de la existencia del Estado ruso... Ninguno de los territorios tiene derecho a separarse de Rusia» (Yeltsin, 27 de diciembre de 1997).
Sin embargo, el plan de Yeltsin —una guerra relámpago que rememorase el poderío militar de los buenos viejos tiempos— falló. Derrotado, el ejército ruso se replegó y el Kremlin terminó aceptando la autonomía chechena, con una moratoria de cinco años. Al alicaído ánimo que la sociedad rusa arrastraba desde el arrío de la bandera roja allá por 1991, se sumó la transmisión del desastre militar por televisión. Los medios de comunicación ofrecieron en directo las pésimas condiciones de trabajo de los soldados, que frecuentemente recurrían al estraperlo y a la corrupción para completar su salario, y que morían precariamente. «Aunque la mayoría de los rusos no se sentían particularmente afectados por el sufrimiento checheno, las imágenes de sus soldados de reemplazo, desilusionados y asustados, les causaba furia» (Smith, 2002: 309). En estas condiciones, no resultó sencilla una narración orgullosa de los hechos. Tampoco había, como sí en años posteriores, políticas públicas específicamente patrióticas para la industria cinematográfica. Quizá por ello, algunas películas de la época mostraron sin tapujos cómo los soldados rusos trocaron armas con sus enemigos a cambio de vodka o hachís, cómo relajaron su uniformidad y protocolos marciales, así como el deshonor de los gerifaltes: en El prisionero de las montañas (Kavkazskiy plennik, Sergey Bodrov, 1996), dos soldados rusos son secuestrados por un respetado y anciano checheno, Abdul Murat, para que sean intercambiados por su hijo, previamente detenido. Maslov, comandante y mando de los dos cautivos, se niega a acceder al canje, y su estilo de vida, comiendo caviar a cucharadas y sabrosas sandías, contrasta con el de los secuestrados, que pasan hambre, frío y duermen en un hoyo excavado en el suelo. Por su parte, en Punto de control (Blokpost, Alexander Rogozhkin, 1999), que narra la pobreza cotidiana de un control de carretera acechado por una francotiradora, los burócratas del ejército arrestan a un excelente soldado por haber matado a una civil chechena, sin tener en cuenta que esta le había disparado primero. Finalmente, Purgatorio (Chistilishche, Alexander Nevzorov, 1998) se centra en el asalto a Grozni, la capital de Chechenia, que costó numerosas bajas a la tropa rusa. En la cinta se produce una auténtica carnicería —es, de hecho, exageradamente explícita y fantasiosa, con escenas ciertamente gore— cuando decenas de soldados son «enviados como corderos al matadero» a tomar un edificio fuertemente pertrechado. Cuando los reclutas se quejan del sinsentido que supone la misión, su superior, el coronel Suvorov, exclama que se trata de «¡Un buen regalo de los comisarios militares para Dzhojar Dudáyev, y de Pasha Grachev personalmente!», a la sazón, líder checheno y ministro de Defensa ruso respectivamente.
Los directores presentan esta primera guerra como inútil —sin «significado espiritual», que diría Iván Ilyín— en la que la «idea rusa» solo trasluce en la camaradería del soldado, en la conciencia justa del ruso de a pie que se ha visto arrastrado a matar y morir, y que lo daría todo por sus compañeros de filas. Son esos hombres los que atesoran la semilla del país de siempre, eterno, que, a pesar de enfrentar innumerables adversidades, como la guerra o la corrupción de unas élites occidentalizadas, desbordan el fundamento que irremediablemente tienen dentro. Un cine bélico que recuerda levemente —pues es idiosincrásicamente mucho más amable, oculta los crímenes de guerra propios— a las películas estadounidenses críticas con la guerra de Vietnam y que, junto con la derrota soviética en Afganistán, trata un conflicto seguramente equivalente en la memoria traumática nacional.
Cuando la «substancia rusa» parecía irrecuperablemente disuelta, todo cambió. En agosto de 1999 Vladímir Putin fue nombrado primer ministro y, una semana después, dio inicio la segunda guerra. Esta coincidencia, cuya inercia habría terminado de desalentar a cualquiera, fue eficazmente presentada como antítesis del depresivo periodo de Yeltsin. De un liderazgo timorato se pasó, así, a otro cargado de arrestos, con hipertrofia masculina y muy apegado a los valores conservadores. «Putin y Shoygu, al dirigir respectivamente las operaciones militares y de socorro en Chechenia, fueron capaces de mostrarse como ‘hombres de acción’, capaces de proteger a las personas en tiempos de guerra» (Zassoursky, 2004: 123). Algunos analistas, como Sakwa (2008), definieron este interés por diferenciarse del pasado reciente como «la vuelta a la normalidad», con toda la violencia ideológica que acarrea asignar a «lo normal» cualidades como el coraje, el militarismo y el tradicionalismo. Siguiendo este hilo, el nuevo gobierno marcó como prioridad anclar en la opinión pública que la crisis había terminado, así como los procesos revolucionarios y de transición que habían caracterizado los últimos años. Putin surgió, entonces, como un «restaurador del orden»: según la encuestadora VCIOM Nationwide Surveys, el 89% de la población rusa vinculaba al primer ministro con «el orden y el endurecimiento de la ley», dándole a este concepto un cariz positivo.
Ya desde sus primeros discursos, la trazabilidad de Vladímir Putin lleva a los popes del conservadurismo ruso. No quiere decir esto que no haya cierta flexibilidad en sus políticas o que su programa estratégico esté estrechamente fijado, pero sí que se aprecia una consistente adaptación. Entre otras, comparten la idea de que el Estado debe reflejar la poética del pueblo que lo sostiene, que, en este caso, es convenientemente autoritaria y con alto sentido del deber. En definitiva, un «Estado fuerte» (Tsygankov, 2013) y un pueblo con «conciencia jurídica» (Ilyín, 2016), cuyas bases están sentadas en la hoja de ruta para el presente milenio, un documento en el que, además de celebrar el dosmilésimo aniversario de la cristiandad, expuso:
La ausencia de acuerdo civil y unidad es una de las razones por las que nuestras reformas son tan lentas y dolorosas. La mayor parte de la fuerza se gasta en disputas políticas, en lugar de en el manejo de las tareas concretas de la renovación de Rusia. (…) Otro punto de apoyo para la unidad de la sociedad rusa son lo que pueden llamarse los valores tradicionales de los rusos. Estos valores son claramente visibles hoy, como el patriotismo. (…) Este es un sentimiento de orgullo por el país, su historia y logros. Es el afán de hacer que el país sea mejor, más rico, más fuerte y más feliz. (…) Es una fuente del coraje, la firmeza y la fuerza de nuestro pueblo. Si perdemos el patriotismo, el orgullo nacional y la dignidad, nos perderemos como nación capaz de grandes logros. Creed en la grandeza de Rusia. Rusia fue y seguirá siendo una gran potencia, que está precondicionada por sus inseparables características de su existencia geopolítica, económica y cultural. Estas determinan la mentalidad de los rusos y la política del gobierno a lo largo de la historia, y no pueden dejar de hacerlo en la actualidad. (…) Rusia necesita un poder estatal fuerte y debe tenerlo (Putin, 30 de diciembre de 1999).
Desde entonces, el cine bélico ruso no volvió a permitirse la licencia de contrariar la «memoria fuerte». He aquí algunos ejemplos:
Capturado (Plenny, Alexei Uchitel, 2008) es la enésima película de secuestros ambientada en Chechenia. Esta cuestión, la del rapto, forma parte de la mitología folclórica del Cáucaso Norte, que ha tenido un enorme arraigo en el «siglo de oro» de la literatura rusa. Lev Tolstói, por ejemplo, escribió El prisionero del Cáucaso —por cierto, homónimo del poema de Alexander Pushkin—, un cuento que narra las desventuras de Zhilin, un militar capturado por un grupo de tártaros. También es autor de Hadji Murat, en donde el Imán Shamil, histórico líder norcaucásico, secuestra a la familia del protagonista. Por su parte, Mijaíl Lérmontov noveló Un héroe de nuestro tiempo, en cuyas páginas se secuestra a una doncella cherquesa.4 En la cinta en cuestión, un convoy ruso queda atrapado en una posición comprometida, y los soldados Rubajin y Vovka son enviados a rescatarlo. Para llegar a su destino, tendrán que apresar a un insurgente que les haga de guía. Durante la travesía, Rubajin no se comporta indisciplinadamente, como sus pares de la primera guerra, sino que se muestra sagaz, fuerte, justo, compasivo cuando puede e inflexible cuando debe; siempre toma la mejor decisión, es el último en dormirse y el primero en despertarse. Cuando debe sacrificar su moral, no lo hace (solo) por salvar su vida y la de sus compañeros, sino porque comprende el alcance de su misión: garantizar el modo de existir ruso —el único posible, por supuesto—, amenazado de muerte por sus enemigos. En Capturado, los mandos rusos todavía negocian con los líderes chechenos, pero no por interés propio, sino para obtener información. Incluso intercambian armamento defectuoso, demostrando así su astucia.
En Avance (Proryv, Vitali Lukin, 2006), se narra la historia de la 6ª Compañía de Paracaidistas de Pskov, que en el año 2000 intentó —sin éxito— embolsar a la insurgencia chechena en su huida de Grozni. Según cifras oficiales, que nadie ha podido comprobar pero que sujetan la memoria legendaria del acontecimiento, alrededor de cien soldados se enfrentaron a más de dos mil guerrilleros. La batalla responde al mito, muy común en la épica bélica, de la resistencia hasta el último aliento. Otro «martirio» que no es en vano, ya que, a pesar de que la operación no culminó con éxito, respondió al compromiso nacional, a la responsabilidad que el «verdadero ruso» contrae con su país. Una Rusia encarnada en la figura de Vladímir Putin, centinela de los valores patrióticos y que, como tal, aparece de fondo en una escena informando por televisión del curso de la guerra. En esta película los uniformes están completos e impolutos —como contraste, en Punto de control uno de los soldados pasa un día con los genitales al aire porque está secando su pantalón, y otro ha grapado la cola de un zorro a su casco—, los reclutas forman marcialmente y mantienen el orden militar. A pesar de su corta edad, las facciones no son aniñadas sino viriles, tienen «aspecto de hombre». Cumple con el prototipo de cine bélico en el que el bando con el que tiende a sentirse identificado el espectador mata por doquier a un enemigo masificado y anónimo. En varias escenas clave, los soldados rusos afrontan su final con entereza, matándose para no ser capturados y llevándose por delante a algunos villanos.
La teleserie El paso de la tormenta (Gorozye Vorota, Andrei Malyukov, 2006) es especialmente interesante en este punto. Amén de que también transita la senda de la profesionalización del ejército ruso como contrapunto al periodo inmediatamente anterior, establece continuidades explícitas entre la conquista zarista del Cáucaso, en el siglo XIX, y la segunda guerra de Chechenia, en el XXI.5 Tanto en el opening como en el ending de cada capítulo se superponen fotografías de ambos conflictos, presentando la «operación especial» de 1999 como una prolongación de los momentos más heroicos de la historia nacional, la Rusia Sacra que demuestra su poderío natural. Asimismo, los destacamentos rusos deben defender una colina cuya cima corona una cruz de piedra construida como homenaje al Regimiento Preobrazhenski, el más antiguo y prestigioso de la guardia imperial, creado por Pedro I «El Grande». La comparación, condensada en el símbolo de la cristiandad, constituye un acto de legitimación piadosa: la batalla que deben enfrentar es justa porque es la misma que libraron sus valientes antepasados, dando fin a la sacrosanta empresa patria. A la sombra de aquel monolito, que se proyecta sobre las posiciones enemigas, el tirador Konstantin Vetrov recita a Mijaíl Lérmontov, «poeta nacional», oficial en el Cáucaso y caído como «un hombre de verdad» en un duelo al alba.
En ninguna de estas tres películas hay concesiones. El enemigo está claramente identificado: son los separatistas chechenos y sus aliados. Sin embargo, y como ya nos alertó Jason Merrill (2012), el sentimiento de hermandad es un elemento clave de la identidad nacional rusa. La historia del país está repleta de alertas de lo que podría pasar en caso de guerra civil o conflicto fraticida. Su mera posibilidad constituye «el trauma nacional más grave», superado cuando los pueblos rusos se unen alrededor de objetivos comunes y elevados, como sucedió en la Gran Guerra Patriótica. En esta tesitura, el conservadurismo se enfrenta ciclotímicamente a la pregunta política por excelencia, «qué hacer» con «los montañeses». Por un lado, reproducen el imaginario del checheno como salvaje, mafioso e individuo de segunda categoría. Por otro, comprenden que esa alteridad forma parte del exotismo propio de la Gran Rusia. Solo desde esta dialéctica pueden entenderse los esfuerzos que los directores de cine locales hacen por diferenciar a los pobladores autóctonos de los guerrilleros extranjeros. Así, en Avance, un viejo checheno acompaña a los insurgentes, vestidos con ropas pastún, kufiyas y diademas con la chahada bordada, para separar inequívocamente a los enemigos vernáculos de los árabes. Este anciano desaprueba el deshonroso trato que dan a los prisioneros de guerra rusos, por lo que, y sin necesidad de sumarse a la causa unionista, termina rebelándose contra el jefe muyahidín (que, para colmo, es drogodependiente). En Purgatorio sucede algo similar, y el comandante de campo checheno Dukuz Israpilov reconoce que, para granjearse el favor de los guerrilleros extranjeros —que aquí no solo son árabes, también son afros... inaudito—, debe permitirles saciar su sed de sangre, aunque su fuero interno rechace tamaña barbarie: los extranjeros decapitan y usan las cabezas como proyectiles de lanzacohetes, orinan sobre cadáveres, hacen barricadas con los despojos y crucifican a un tanquero mutilado.
Pero si existe una película que, con mayor descaro, buscó intervenir no en la memoria, sino en el curso de la guerra, esa es Cuenta atrás (Lichnyy nomer, Evgeni Lavrentev, 2004). Lavrentev presenta una visión burda y disminuida de los acontecimientos, que bien parece haber sido cocinada por el asesor presidencial más entregado. Allí, Alekséi Smolin, un agente del servicio secreto ruso (FSB), es drogado por un comando checheno para que mienta ante las cámaras y «confiese» que la segunda guerra de Chechenia fue desencadenada por un ataque de falsa bandera, una teoría de la conspiración que realmente circula entre los círculos de oposición; la cinta, en lugar de confrontar esta versión con base en la falta de pruebas, decide desacreditarla burlonamente con el uso de psicotrópicos: quien dude del relato oficial es un alucinado. Smolin, además, se enfrenta a un grupo terrorista de ¡Oriente Medio! que, en colaboración con los separatistas norcaucásicos, ha secuestrado un circo lleno de niños, situación inspirada en la toma del Teatro Dubrobkna. El líder coordina el ataque desde un desierto de aspecto arábigo. La persona escogida por los insurgentes para negociar es Lev Pokrovski, un oligarca que tiene prohibida la entrada a Rusia tras haber sido condenado por un delito de corrupción, y que, conchabado con los guerrilleros, pretende regresar como el héroe que desactivó el atentado. No hay que ser muy audaz para ver en él al empresario Borís Berezovski. La sucesión de argumentarios oficiales culmina cuando se descubre que los terroristas planean, de manera simultánea al rapto del circo, envenenar ¡Roma! con polonio.
Hasta el momento, he conducido mis comentarios cinematográficos a señalar cómo el cine bélico ruso sobre la segunda guerra de Chechenia se adapta a las políticas oficiales de memoria, diseñadas para reconstruir un discurso del pasado barnizado de patriotismo, orgullo nacional, honor y masculinidad hegemónica. Estos valores no son escogidos al azar, sino que forman parte de un proyecto político vivo, el conservadurismo, que los considera inherentes al carácter ruso. Son, en sí mismos, la mística del pueblo, y su adhesión es la única forma de evitar la degeneración espiritual que desea el enemigo. Al mismo tiempo, toda identidad necesita un afuera para definirse, una magnitud distinta (peor) que le dé sentido. Esta dimensión, en su proporción más cercana, son los chechenos, los oligarcas y los muyahidín. Pero también hay otra, una unidad de medida civilizatoria y lejana llamada Occidente.
En La guerra (Voyna, Alekséi Balabánov, 2002) aparece ese contraste. John, un actor inglés, es secuestrado por la insurgencia chechena junto a Margaret, su esposa. Después de unos días es liberado a condición de que regrese con una elevada suma de dinero; si no, su mujer será violada en grupo y decapitada. Tras tocar varias puertas, consigue que un medio de comunicación le ceda el dinero del rescate a cambio de que grabe toda su aventura. Para regresar a las montañas, pide ayuda a Iván, un soldado ruso que conoció durante su cautiverio. Juntos conseguirán liberar a Margaret y acabar con la célula chechena. Todo esto lo conocemos porque Iván lo está contando en una entrevista desde la cárcel. Según su relato, John terminó haciéndose famoso cuando vendió las imágenes y escribió un libro, aun a sabiendas de que la grabación documentaba las ilegalidades que tuvo que cometer para ayudar al británico en su periplo checheno. Esta es la decepcionante razón por la que está encarcelado. Resignado, sabe que no hay nada que hacer, está ante una síntesis de purezas: aunque Occidente sea débil, individualista y deshonroso, él tiene que ser valiente, noble y cumplir con su justo deber, sean cuales sean las consecuencias.
Mijalkov estaría orgulloso de Iván.
Routledge.
Russkaya kniga.
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