Título del Capítulo: «Epílogo. El entierro de Navalny o el poder político de las imágenes»
Autoría: Miguel Vázquez-Liñán
Cómo citar este Capítulo: Vázquez-Liñán, M. (2024): «Epílogo. El entierro de Navalny o el poder político de las imágenes». En Cuenca-Navarrete, C.; Navarro-Mañá, T. (eds.), Violencias, memoria y cine. La construcción audiovisual del pasado. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-10176-04-1
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/epil.emcs.31.c46
Miguel Vázquez-Liñán
«La memoria es una máquina de editar »
El primero de marzo de 2024 se celebró en Moscú el funeral de Alekséi Navalny, figura cardinal de la oposición política rusa, que había sido asesinado en una cárcel de su país dos semanas antes.
A pesar de que desde el «inicio» de la invasión de Ucrania por parte del ejército ruso en 20221 el Kremlin había eliminado toda posibilidad de protesta política en las calles, el funeral de Navalny se planteó desde el inicio, en las redes de oposición al putinismo, como un acto político. Y claro, las autoridades rusas hicieron todo lo posible por evitarlo. Para ello, retrasaron la entrega del cadáver a los padres de Navalny, concedieron el permiso para el entierro «público» muy poco antes del mismo, intentaron persuadir a la ciudadanía de que no asistiese a la ceremonia, y a la familia de que celebrasen el entierro a puerta cerrada. De hecho, Yulia Navalnaya, la esposa de Navalny, que se había visto obligada a salir del país, no pudo acudir: su presencia en Moscú la hubiese llevado directamente a la cárcel.
El día del entierro, las calles adyacentes al cementerio amanecieron abarrotadas de policías armados hasta los dientes. La sensación de que en cualquier momento podían comenzar las detenciones —como ocurría en toda protesta contra la guerra— flotó en el ambiente durante aquella fría jornada. Aun así, miles de personas asistieron al sepelio, formando una enorme fila desde la que se gritaron eslóganes contra la guerra de Ucrania y contra el presidente ruso por primera vez en muchos meses.
Paralelamente, en diversos lugares de Moscú y del resto del país —también, por su puesto, fuera de Rusia— surgieron memoriales espontáneos, compuestos a menudo de lo que ya se ha convertido en una especie de estándar en estos casos: fotos, velas, flores... La policía fue destruyendo uno a uno estos memoriales, símbolos de fugaces victorias ético-políticas de la oposición: las autoridades eran muy conscientes del potencial movilizador de los mismos. Y los memoriales migraron a las redes, que se llenaron de imágenes de Navalny.
Comenzó, de esta forma, el proceso de edición de la «memoria inmediata», destinada a alimentar de representaciones simbólicas la acción política presente. Las imágenes de las largas filas de personas ante el cementerio enviaban un mensaje —somos muchos—, que hizo perder el miedo a algunos de quienes dudaban si asistir o no. El poder movilizador de la imagen nutrió las colas de asistentes.
Por otro lado, en los días previos y durante el transcurso del mismo uno de marzo se reavivó el recuerdo de funerales anteriores que también habían estado cargados de protesta y tensión política. Se unía, así, el entierro de Navalny con una determinada tradición, añadiendo solemnidad y envergadura política al momento y al homenajeado.
En las redes volvimos a ver las grabaciones del sepelio de Andréi Sájarov en 1989, el disidente y activista por la democracia y los derechos humanos al que muchos consideran el mejor representante del «espíritu de la Prestroika». También se acudió a la imagen del entierro de Jan Palach, estudiante checo que se quemó vivo en señal de protesta ante la ocupación soviética de Checoslovaquia en 1968; o a la del anarquista Piotr Kropotkin, en 1921, que congregó a aquellos que pensaban que la revolución debía haber sido otra cosa.
La importancia simbólica del ritual funerario está fuera de duda. Es, quizás, el acto de memoria por antonomasia. Usado política y mediáticamente, «santifica» al fallecido, ahora héroe de una causa cuyos seguidores suelen adquirir ese día estatura moral y respeto de la comunidad. En ese momento —nadie garantiza que al día siguiente se mantenga el efecto— se pueden permitir salir a la calle, exhibirse… decir lo que ayer era impronunciable: ¡No a la guerra! ¡Rusia sin Putin!, gritaban los asistentes al entierro de Navalny, eslóganes que el día antes, y al día siguiente, eran castigados con largas penas de cárcel. Reprimir el funeral supone, así, sobrepasar una clara línea roja. Significa distorsionar el ritual, lo siempre igual, lo sagrado: lo intocable. La transmisión en directo amplificó el entierro de Alexéi Navalny, le dio categoría de «día histórico».
Las imágenes del cementerio llegaban en un feed permanente, como las piezas de un tetris. Y como en él, iban encajando hasta componer una frágil representación. Frágil, porque se desvanece rápidamente para ser sustituida por una nueva, compuesta por imágenes que siguen llegando y hay que situar con rapidez. Se trata de secuencias fugaces que forman parte del guion de la movilización —y de nuestras vidas—, que usa recuerdos pasados para construir la memoria del hoy. Sólo la fijación consciente de una colección determinada de imágenes, su difusión repetida e interpretación a través de los medios de comunicación aspira a convertir el pantallazo del tetris en memoria colectiva. «La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla», escribió García Márquez en sus memorias. O la que nos recuerdan, podríamos añadir.
Siguiéndolo tras la pantalla, el guion audiovisual del funeral de Navalny me provoca emociones, me indica cómo he de sentirme, cuáles son las sensaciones «correctas». La cámara que politiza la imagen me indica a dónde tengo que mirar, me recuerda una topografía de la protesta —en esta ciudad ya hubo otras, que me son recordadas—, cómo he de comportarme —también como otros se comportaron antes—. La música de fondo que acompaña a algunas imágenes me entristece; más tarde, la melodía se detiene para dejar el crudo sonido de los eslóganes, con un encuadre que subraya la multitud y que llama a la rabia y al sentido de comunidad. En ese momento, soy parte de ellos. No soy ruso, no estoy en Moscú, no me apunta una cámara ni un fusil de la policía, pero soy parte de ellos. Y entonces pienso en la memoria de los policías en ese momento: ¿recordarán a aquellos agentes que se pasaron «al otro lado» durante las protestas que acompañaron la caída de la URSS? O no; quizás sus redes hayan priorizado el recuerdo de protestas con policías heridos por el ataque de los manifestantes, provocando lo contrario a la empatía hacia ellos. La hegemonía de la oposición empezará a fraguarse cuando las imágenes que acuden a las mentes de esos policías hundidos en sus uniformes de antidisturbios se acerquen a las de los manifestantes. La memoria se tornará colectiva… por algún tiempo.
Mientras tanto, la rabia y la tristeza son alimentadas por la sucesión de imágenes y testimonios que se cuelan en los teléfonos móviles de quienes guardan la fila, durante horas y a temperaturas bajo cero, para despedirse de Navalny. En efecto, con el paso de las horas, va cuajando la sensación de estar viviendo una jornada histórica. Pienso en la memoria futura: yo estuve allí… porque seguí las imágenes sin despegarme de una pantalla, a 5.000 kilómetros de distancia. Me emocioné con ellas. Y lo que es más importante: decenas de miles de rusos que tuvieron que salir de su país por la guerra, estuvieron allí en aquel momento: fueron —pudieron sentirse— parte del grupo. Otras redes, sin embargo, están enviando imágenes diferentes. Construyendo otra representación de lo que allí ocurre, con otros subrayados. Ambas memorias se enfrentarán en el futuro. La máquina de editar no deja de funcionar. La construcción de la memoria colectiva se presenta como lo que es, un proceso creativo y permanente.
La imagen editada prepara la movilización política: la precede y alimenta. Recupera, editándola, la memoria de movilizaciones previas; orienta la mirada hacia la injusticia, la documenta e interpreta mientras provoca las emociones necesarias para la agitación. Las imágenes nos sugieren que somos parte activa de una lucha con su propia historia: construyen nuestra identidad como grupo. Durante la movilización, las imágenes pasadas nos muestran la topografía de la protesta: volvemos a los lugares simbólicos para llevar a cabo allí mismo actos cargados de significado, a menudo acompañados de la banda sonora de antiguos himnos. Recordamos héroes de otros tiempos; es la memoria en acción, la memoria futura. Tras la agitación, la experiencia editada formará parte del relato de futuras movilizaciones. La máquina de edición seguirá en funcionamiento y, por fin… haremos historia.