Andalucía y Cataluña. Cultura e interacción en las representaciones audiovisuales contemporáneas (2025)

 

 

Título del Capítulo: «Introducción. Sociedad, cultura y territorio: representaciones y dislocaciones audiovisuales»

Autoría: José Luis Sánchez Noriega

Cómo citar este Capítulo: Sánchez Noriega, J.L. (2025): «Introducción. Sociedad, cultura y territorio: representaciones y dislocaciones audiovisuales». En Ruiz Muñoz, M.J.; Ruiz del Olmo, F.J.; Simelio Solà, N. (eds.), Andalucía y Cataluña.Cultura e interacción en las representaciones audiovisuales contemporáneas. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-17600-17-4

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/intro.emcs.32.c47

 

 

 

Introducción. Sociedad, cultura y territorio: representaciones y dislocaciones audiovisuales

 

 

José Luis Sánchez Noriega

Universidad Complutense de Madrid

 

Me propongo, en este capítulo introductorio a la cuestión del legado cultural y la memoria compartida de Andalucía y Cataluña, pergeñar unas reflexiones propedéuticas en el sentido de preguntarnos cuáles son las corrientes que entrelazan las sociedades, sus territorios y sus culturas en las representaciones audiovisuales, singularmente en el cine. Se trata de plantear preguntas y esbozar cuestiones que conviene tener en cuenta para las indagaciones particulares que el resto del libro propone, antes que presentar un discurso cerrado y, mucho menos, un marco normativo. Agradezco a los editores del volumen, las profesoras María Jesús Ruiz Muñoz y Núria Simelio Solà, y el profesor Francisco Javier Ruiz del Olmo, la invitación a participar en este sugerente proyecto.

 

1. Las patrias del cine y las tensiones «glocalizadoras»

 

Venimos de una tradición historiográfica que ha acuñado y empleado durante décadas el concepto —más práctico que teórico— de «cine nacional» como medio o vehículo para delimitar un ámbito de producción de películas o trazar una historia del cine. En el mejor de los casos, y con diferente fortuna, se trataba de establecer las características, el estilo, los temas o el «aire de familia» que dotara de identidad precisa a ese cine nacional más allá de la mera pertenencia o referencia a un país o región.

Sin embargo, esa identidad, atribuida a ciertas cinematografías, también ha servido para caricaturizar sus defectos y, con ello, llegar a la paradójica negación de la identidad que se quería afirmar. Así, se percibe un malestar histórico con la tradición de cierto cine español donde destaca esa forma de folclorismo señalada como «españolismo», uno de cuyos componentes ha sido el «andalucismo» de toreros, flamencos y bandoleros, esto es, el correspondiente a la visión tópica de los viajeros franceses o británicos del siglo XIX. Ese españolismo estaba ya presente en los orígenes del cine español: nos referimos a películas de Alberto Marro y Ricardo de Baños de 1911-1913 como Carmen o la hija del contrabandista, Celos gitanos, Amor andaluz, Carmen o Sangre gitana, y poco más tarde, ya en los años 20, a las piezas de José Buchs Rosario la cortijera, Curro Vargas, El empecinado, Diego Corrientes, Carceleras, La hija del corregidor, etc.

No pensemos que la caricatura de lo español responde a una mirada actual y, por tanto, anacrónica, sobre esas películas. Los contemporáneos ya rechazaban el cultivo del tópico, como muestra este comentario sobre la visión de nuestro país que reflejaba una producción norteamericana:

Lo que realmente debe prohibirse es la proyección de una película que presente a la España de pandereta, de calzón corto y trabuco a la espalda, faca en la liga, ruin, atrasada, fanática, inculta y cruel… Ningún español debería poner los pies donde se exhibieran películas de la marca [United Artists] de ese film [Don Q, el hijo del Zorro, 1925] (La Vanguardia, 4 de mayo de 1926).

La visión crítica del cultivo del tópico continúa en esa obra hecha en estado de gracia, con su extraordinaria capacidad para sobrevivir a la miseria cultural de la época, que es Bienvenido Mr. Marshall (1953), en la que Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem y Miguel Mihura idean la esperpéntica estrategia de un olvidado pueblo de Castilla para satisfacer a los norteamericanos: disfrazarse de andaluces, con sus casitas blancas con reja, batas de cola y coplas aflamencadas. Pero ese modelo de españolada entra en declive, como revelan los trabajos que han profundizado en esta cuestión, entre los que destacan la compilación de Rafael Utrera y Virginia Guarinos, Carmen Global. Estudios sobre Carmen en las artes y los medios (Sevilla, PUS, 2010), el recorrido de Luis Navarrete, Historia de un género cinematográfico: la españolada (Madrid, Quiasmo, 2009), o la exhaustiva indagación de Carlos Aguilar y Anita Haas, Flamenco y cine (Madrid, Cátedra, 2019). Ello no significa su total eclipse, pues se han producido reapropiaciones y desplazamientos, como se aprecia en las procesiones de Ocaña, retrato intermitente (Ventura Pons, 1978) y en buena parte del ciclo de cine quinqui de esos años.

Ya en la Transición, la construcción del Estado de las autonomías exige la reformulación del concepto de «cine español». Al igual que otras expresiones culturales y ciudadanas, el cine se erige en mecanismo promotor de las culturas nacionales y del nacionalismo político. Así, en el Congrés de Cultura Catalana (1977) se propone una definición de «cine catalán» como aquél «producido y realizado por ciudadanos que viven y trabajan en los Països Catalans, que refleje directa o indirectamente la realidad nacional de esos países y que utilice la lengua catalana»; en las I Jornadas de Cine Vasco (1976) se plantea «un cine nacional vasco, hecho por vascos, para el pueblo vasco y dentro de esta definición general; queremos hacer un cine en euskera, que subtitularemos en castellano, de cara a presentarlo ante un público vasco-parlante; queremos hacer un cine que tenga en cuenta la realidad del País; queremos avanzar en la búsqueda de una estética vasca para nuestro cine». Sin embargo, ese rol será asumido de forma más ágil y directa por las televisiones de las nacionalidades históricas y de Andalucía y la Comunidad Valenciana, que trabajan en pos de la normalización lingüística, el reforzamiento de la identidad político-cultural o la puesta en valor del patrimonio histórico-artístico, con series, adaptaciones literarias, piezas costumbristas, etc.

A partir de los años 80 y 90, la estética de la posmodernidad y el cine posclásico permiten una renovación que coincide con el incremento de canales tanto en la televisión analógica (terrestres, por satélite y por cable) como en la digital, con las plataformas que ahora dominan la nueva forma de consumo que llamamos streaming. En este punto, el concepto de «cine nacional» vigente durante décadas para la Historia del Cine mantiene un valor funcional, jurídico y administrativo en la normativa de subvenciones, premios, festivales, etcétera, pero cada vez va perdiendo más relevancia cultural: ¿por qué no hablar de cine europeo o de cine occidental? Sigue sirviendo esa etiqueta para aludir a ese «aire de familia», como cuando nos referimos a la comedia italiana o al cine histórico británico, etcétera., y quizá se podría hablar también de cines nacionales cuando coinciden con una estética o un estilo identificables con facilidad, como ocurre con el cine japonés o el cine iraní.

Ángel Quintana (2008: 7) llama la atención sobre la crisis del modelo de cine nacional en su artículo «Un cine en tierra de nadie»:

¿Podemos continuar pensando el cine a partir de los sistemas simbólicos propios de cada país o debemos pensarlo en función de las migraciones y de los flujos de la globalización? ¿Tiene sentido continuar dividiendo el cine en apartados nacionales o quizás debamos pensarlo en función de unos sistemas de circulación de formas en los que lo universal y lo hiperlocal están en contacto?

Y, en otro momento, opone la estética del cine catalán (Guerín, Jordà, Isaki Lacuesta, Albert Serra…) a la de un cine de Madrid más deudor del realismo, aunque con disidencias (Almodóvar), llegando a plantear que el énfasis identitario tiene una relación inversa con la universalización.

Ciertamente, parece evidente la dinámica transnacional del mercado audiovisual, con producciones plurinacionales, directores nómadas y películas en varios idiomas o que se valen del inglés como lengua franca en tanto sus historias tienen unas coordenadas que no se corresponden precisamente con las de un territorio angloparlante. Se suele argumentar que el mundo de la cultura y la creación artística no permanece al margen del gran proceso de globalización de los mercados, economías, tecnologías, mentalidades e ideas políticas... que vive el mundo con la revolución digital, aunque surjan resistencias antiglobalizadoras y el propio sistema potencie lo local para ampliar los mercados y rentabilizar la pluralidad. Por poner algunos ejemplos, nos referimos a un cine español transnacional con obras como Two Much, Los otros, Ágora, Buried, Los crímenes de Oxford, Elegy, etc., de capital y equipos españoles, rodadas en inglés y ambientadas en otros territorios; pero si se trata de directores, habrá que constatar los casos de cineastas de múltiples patrias, como hemos dejado escrito en otro lugar:

El polaco Roman Polanski tiene películas polacas, norteamericanas, británicas y francesas; la filmografía del griego Costa Gavras afincado en Francia consta de coproducciones con participación de muchos países; el húngaro István Szabó filma en su país, en Gran Bretaña, Alemania y en Estados Unidos; a este último pertenece toda la filmografía del indio M. Night Shyamalan; el taiwanés Ang Lee rueda en el Reino Unido una producción norteamericana; el turco Ferzan Ozpetek tiene coproducciones de su país con Italia y filmes exclusivamente italianos, al igual que sucede con el germano-turco Fatih Akin; la barcelonesa Isabel Coixet ha filmado más en inglés que en castellano; también emplea ese idioma el español nacido en Chile Alejandro Amenábar… (Sánchez Noriega, 2018: 610).

Queda constatada la tensión global/local por la que ese proceso de homogeneización contiene también una potenciación de las diferencias culturales; y, al mismo tiempo, la reacción de la «excepción cultural» —reivindicada en Francia desde finales de los años 80, cuando la directiva comunitaria «Televisión sin fronteras» estableció cuotas de producción propia en el conjunto de las emisiones como freno al telefilme norteamericano— para contener las dinámicas unificadoras del mercado y el colonialismo cultural, por el que las economías más fuertes imponen sus productos a las más pequeñas. La tendencia a la homogeneización se percibe como un empobrecimiento cultural por riesgos como la «macdonalización» de las series televisivas, la prevalencia del estándar norteamericano del show business, el llamado europudding con un cine transnacional artificial propiciado desde la industria por motivos fiscales o de otro tipo, y experiencias negativas en ciertas coproducciones, como en el caso de Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008), con ambientaciones arbitrarias y postales del prerrománico asturiano. Sin embargo, el propio sistema busca la corrección de esa tendencia, como se aprecia en la estrategia de multilocalización de Netflix, cuya producción propicia la diversidad de estilos, temas y un público global en el que se aprecian sinergias homogeneizadoras. Por todo ello, habría que hablar de «glocalización» para describir este fenómeno en que lo universal y lo hiperlocal están en conexión (Quintana, 2008).

De hecho, frente al concepto de «cine nacional» habría que abogar por otras «patrias (emergentes) del cine» que, más allá de los géneros y condicionantes industriales, tienen que ver con las sensibilidades, los temas, las mentalidades, las perspectivas estéticas, etc. Me refiero a cuestiones como las reflejadas por Gérard Imbert en dos trabajos esenciales de cartografía y análisis del cine contemporáneo, Cine e imaginarios sociales (2010) y Crisis de valores en el cine posmoderno (2019): el cuerpo y el sexo; la identidad y el cuestionamiento de los roles de género; la violencia, las representaciones, lo invisible, la muerte y los trabajos de duelo; los imaginarios posapocalípticos; el neoexistencialismo; el malestar existencial; el eclipse del héroe; el cambio de valores de pareja; el horror frío; las dinámicas verdad/mentira, autenticidad/impostura; el cine minimalista; las nuevas articulaciones de sonido e imagen; las hibridaciones ficción/no ficción; lo espectral, etc.

 

2. Sociedad-cultura-territorio

 

Preguntarse por el legado cultural y la memoria compartida entre Andalucía y Cataluña a través del sistema mediático y el universo audiovisual remite, a mi juicio, a tres conceptos o dimensiones insoslayables e interrelacionadas: la sociedad, la cultura y el territorio. Estas tres variables son esenciales a la hora de indagar en las identidades en el audiovisual.

Tanto la televisión como el cine se han erigido, a lo largo del siglo XX, en muchos países y con diferente énfasis, en mecanismos culturales de integración, vertebración social y creación de ciudadanía. Como es sabido, la percepción de lo real, su representación y su comunicación están vinculadas al lenguaje, a la propia construcción de los discursos. Como resume Manuel Trenzado Romero leyendo a Stuart Hall: «La teoría del discurso —o el análisis crítico del discurso en la perspectiva de Van Dijk— examina por tanto no sólo cómo el lenguaje y la representación producen sentido social, sino cómo el conocimiento de la realidad que genera un discurso concreto y particular conecta con el poder, regula la conducta social, construye identidades y subjetividades y define la manera en que ciertas cosas son pensadas, puestas en práctica y evaluadas» (2000: 188). Más concretamente, este profesor indica cómo el lenguaje —y, por extensión, los mensajes mediáticos y las obras culturales y artísticas— impone una determinada definición de las relaciones de poder:

Podríamos denominar de manera genérica como (neo) constructivismo a una cierta tendencia que integra enfoques provenientes del feminismo, neo-marxismo, teoría literaria o crítica cultural postmoderna, agrupados en torno a la idea de que el lenguaje no refleja ninguna realidad externa a él que exista separada e independientemente, sino que es un instrumento para dotar de sentido a las relaciones desiguales de poder en una sociedad. Por tanto, según esta tendencia, el sujeto —individual o colectivo— es construido por el discurso, y esta construcción se define en última instancia por las posiciones antagónicas en que el lenguaje ubica al sujeto dentro de las relaciones de poder» (Ibíd.: 187).

Es obvio que ha habido, hay y habrá perspectivas nacionalistas y esencialistas que buscan hacer de la cultura una herramienta subordinada a la cohesión política y, en buena medida, a la manipulación ciudadana en un determinado sentido partidista, que, en última instancia, restringe el pluralismo. Por el contrario, desde nuestra perspectiva —no nacionalista—, se trata de abogar por culturas territoriales de identidades transitorias, en proceso constante de reformulación; no son construcciones ideológicas, ni religiosas ni políticas ni estatalistas, pues la preeminencia reside en lo cívico, en la ciudadanía en cuanto colectivo concreto y en permanente cambio en virtud de las migraciones y las identidades elegidas que caracterizan las sociedades actuales.

Nos referimos a la sociedad como una entidad constituida sobre la base de los derechos humanos y sociales, lo cual no obvia ni anula los conflictos y tensiones inherentes a la realidad misma. El cine que emerge en esa sociedad es un cine comprometido con la madurez ciudadana de la comunidad; por tanto, evita la manipulación de la obra artística y cultural en beneficio de identificaciones o discursos políticos sobrepuestos a la libre expresión. No es un cine aséptico, intemporal o desubicado, sino que refleja las características específicas de esa sociedad, con sus modos de vida, costumbres, hábitos familiares y sociales, valores en circulación, uso del ocio, prácticas culturales, formación del tejido social, tradiciones gastronómicas, trabajos y profesiones, industrias pesquera, agropecuaria, siderúrgica o textil, etc.

La primera dimensión de la cultura relevante en el cine está ligada al formato audio-verbo-visual del propio medio. Se suele privilegiar la imagen cinética frente al sonido, cuando, desde varias perspectivas, es más determinante esta otra dimensión, que conlleva ruidos, música, habla y palabras —dejando al margen el cine silente en el que, por otra parte, no están ausentes ciertas formas de sonido ni tampoco las palabras. Las herencias culturales del cinematógrafo son decisivas: históricamente, el audiovisual no es independiente del teatro o la novela, ni de la canción o la música. Sólo el ruido permite construir un universo de ficción que remite a un territorio y a una geografía más o menos identificables. Y, por supuesto, la música y la canción otorgan un espacio humano, un marco social específico a la acción dramática, de manera que su presencia en bailes, fiestas populares o tradiciones religiosas permite comprender esos marcos como auténticos espacios mitopoéticos con una envergadura cultural que sobrepasa la anécdota y remite a comprensiones antropológicas y etnográficas de mayor calado.

Pero, sin duda, lo decisivo es —más que el idioma— el habla, con el vocabulario, la prosodia, los acentos, los dichos que revelan la competencia lingüística y la clase social o el nivel sociocultural, además de los estados de ánimo, las intenciones, las emociones, los sentimientos y los afectos de los personajes. El habla es lo más humano y su modulación específica dentro del texto audiovisual hace del espacio físico un espacio dramático.

No se puede hablar de sociedad y cultura sin referirse a unas coordenadas espacio-temporales, de ahí la importancia del territorio como espacio geográfico, humano y social; un espacio con historia que, en ocasiones, sólo gracias al audiovisual adquiere pertinencia, porque el lugar ha sido transformado hasta anular el pasado. Así lo refleja, por ejemplo, el documental Prohibido recordar. Cárcel de Saturrarán 1938-1944 (Josu Martínez y Txaber Larreategi, 2010), donde familiares de presas vascas encerradas en esa prisión vuelven allí al cabo de los años para pintar en el suelo el contorno del edificio del penal ahora inexistente.

En otro sentido, espacio y territorio ponen de relieve la identidad en los relatos con el protagonismo de la arquitectura, la personalidad de los espacios rurales, las costumbres y las tradiciones, o la apropiación psicológica del espacio que pondera la pertenencia a un lugar manifestada por los personajes. Del mismo modo, el clima y su influencia en las formas de socialización, los trabajos o los estilos de vida son factores determinantes asociados con el territorio.

Historia y literatura se presentan como dos anclajes relevantes para esas dimensiones de sociedad-cultura-territorio que forman un continuum. Además de que nada ni nadie puede sustraerse a la historia y de que las citadas coordenadas espacio-temporales remiten a sucesos pretéritos, los argumentos cinematográficos se nutren de la historia por el deseo de cada generación de conocer su pasado, por las heridas y las herencias que se perciben en el presente, y por la épica y las lecturas emocionales que hacemos en la actualidad de ciertos acontecimientos históricos. Del mismo modo, la literatura oral y escrita, dramática o lírica, es una fuente argumental inagotable y se configura como elemento sustantivo para un cine de integración; el apoyo literario permite además un anclaje cultural e incluso histórico, pues buena parte de la novela o del teatro se inspira en sucesos reales concretos.

Me detengo un poco más en un ejemplo singular que nos permite hacernos preguntas sobre cómo las películas dialogan con los propios géneros y con la historia a través de la literatura; o, si se quiere, sobre cómo historia, literatura y cine inevitablemente reflexionan acerca de la condición humana. En Intemperie (2019), Benito Zambrano se vale del imaginario y las constantes narrativas del western para plasmar la novela de Jesús Carrasco; el relato literario es atemporal, mientras que el cinematográfico adquiere una historicidad precisa con su ambientación en los años 40 del siglo XX. Recordamos que se cuenta la huida de un niño por las tierras calcinadas del Sur español en los años más duros de la posguerra. La familia, muy pobre, de este niño sin nombre —al igual que la mayoría de los personajes: síntoma de la miseria de una época donde se pierde hasta la identidad— vive en una cueva dentro de un latifundio con tierras de secano y campos baldíos o de esparto; el capataz de la finca es un ser odioso, agresivo y cruel que no consiente una negativa y se lanza sin piedad a la captura del niño, tras haberlo agredido repetidamente.

La historia es áspera, violenta a ratos, austera en los diálogos, pero muy capaz de transmitir humanidad a través de la figura del hombre solitario que atraviesa los parajes desérticos con una mula y algunas ovejas. Ese hombre, antiguo soldado en la guerra de Marruecos, combatiente republicano y herido en otras batallas, parece haber abandonado toda esperanza —como pedía Dante en La divina comedia a los que entraban en el infierno—, pero, contra toda probabilidad, mantiene un resquicio de humanidad que lo lleva a ayudar al niño y a enterrar debidamente a sus enemigos. La dignidad y el compromiso moral que alberga ese hombre sin hacer exhibición de ellos permite que la historia trascienda los esquemas del género y otorga al relato profundidad moral. Por ello, más allá del argumento concreto, Intemperie adquiere la universalidad de la fábula y constituye una mirada sobre la España del hambre y los caciques.

 

3. Estudio de casos: Moriarti Produkzioak y Bodas de sangre

 

Llegados a este punto puede resultar de interés analizar algunos títulos del cine español que nos interrogan acerca de la identidad «nacional» por defecto, rechazan esquemas heredados o niegan esa identidad para aspirar a otra personalidad. La productora vasca Moriarti Produkzioak —de los cineastas Jon Garañano, Aitor Arregi y José Mari Goenaga— tiene un muy interesante recorrido sobre el que queremos llamar la atención, enfocándonos en tres largometrajes de ficción que pueden ser representativos de distintos anclajes o referencias a una sociedad-cultura-territorio.

El primero, Loreak (Jon Garañano y José Mari Goenaga, 2014), cuenta una historia bastante universal que podría transcurrir en cualquier país y sociedad. El territorio, con zonas industriales no identificables, carreteras secundarias, autopistas y zonas rurales con ovejas, existe en el País Vasco, pero no es exclusivo de él. Sin embargo, es un filme hablado en euskera, donde la lengua, el habla y los silencios tienen su singularidad y ubican la historia narrada en ese territorio determinado. Como señala Ángel Antonio Pérez Gómez (Equipo Reseña, 2015):

He visto dos veces Loreak y aprecio haberla escuchado en su lengua original y versión subtitulada. Cada vez comprendo menos cómo no exigimos con más vehemencia el fin del doblaje. Hay películas como ésta en que la voz y la lengua ayudan a comprender mejor a los personajes. Y desde luego, merece un sitio de honor en la filmografía del País Vasco y no sólo por haberse rodado en vascuence. Es una obra excelente, tal vez la mejor de las realizadas bajo esta denominación.

Un segundo título ofrece mayor anclaje en la historia, la lengua y el territorio. Handía (Jon Garañano y Aitor Arregi, 2017) narra un episodio real, no trasladable a otros espacios y situado en el contexto de las guerras carlistas, de la vida del gigante de Altzo, como se conocía a Miguel Joaquín Eleizegi (1818-1861), hombre de anormal estatura que fue exhibido por España y media Europa como curiosidad y, en cierto modo, como una figura universal y mitológica, epítome del «monstruo». En el trasfondo de la película, se perciben las transformaciones de la sociedad rural vasca durante el proceso de industrialización y modernización de mediados del siglo XIX.

El tercer ejemplo de esta productora carece de referencias explícitas a la sociedad y la cultura vascas. La trinchera infinita (Jon Garañano, Aitor Arregi y José Mari Goenaga, 2019) se inspira en el documental 30 años de oscuridad (Manuel H. Marín, 2012), que cuenta la historia del alcalde republicano de Mijas (Málaga), un «topo» oculto más de treinta años durante el franquismo. Es una producción ambientada y rodada en Andalucía, con fuerte acento local, con apoyo de la televisión y el gobierno vascos, la diputación guipuzcoana, la Junta de Andalucía, la televisión andaluza y las ayudas habituales del resto del cine español (RTVE, ICAA). La ambientación andaluza, con un habla muy marcada y constante en todo el relato (prosodia, vocabulario, frases hechas, fonética), es coherente con la época, las canciones y los exteriores de un pueblo blanco de sierra. Hay un notable acierto en la elección del tema porque en él se revela de forma inmejorable la crueldad de la dictadura de Franco, que criminalizó a los demócratas por el mero hecho de serlo, y porque muestra cómo el escondite supone una tumba en vida, una resignación derrotista y deprimente provocada por el miedo insuperable de tener muy cerca —a veces en el portal de al lado— a quien puede delatarte y llevarte ante un pelotón de fusilamiento o, en el mejor de los casos, a una larga condena de años de cárcel. Pero también cabe interpretar esta historia del pasado en clave más reciente, si recordamos a las víctimas del terrorismo y pensamos en los secuestrados por ETA que fueron sometidos durante meses a la tortura del zulo. Al margen de la intención de los autores, se puede hacer esta lectura y señalar la coincidencia del nacionalismo fascista y el ultranacionalismo vasco en el encierro deshumanizador, en la reclusión forzada que va minando el carácter de personas inocentes, criminalizadas arbitrariamente.

Por tanto, en estos tres largometrajes de Moriarti Produkzioak se pueden apreciar formas muy distintas de abordar el tema de la identidad en relación con el trinomio sociedad-cultura-territorio que estamos considerando; en los tres filmes el anclaje vasco existe —aunque sea de forma más débil en La trinchera infinita— pero es compatible con una apertura a otros territorios y culturas, lo que en sí mismo supone cierta superación del concepto de «cine nacional».

Complementariamente, podemos plantear la trayectoria literaria y teatral del episodio histórico de crimen pasional que tuvo lugar en el Cortijo del Fraile, en la localidad almeriense de Níjar, en 1928. Carmen de Burgos se inspiró en este suceso para su novela corta Puñal de claveles (1931) y Federico García Lorca estrenó su Bodas de sangre, que aborda el mismo tema, en 1933, aunque la obra fue escrita dos años antes. Esta pieza fue decisiva para la divulgación y universalización de un hecho histórico que se produjo en un marco social y cultural muy preciso, una tragedia rural que muestra las pasiones amorosas en conflicto con los tabúes y las convenciones sociales. Dejamos de lado las tres óperas basadas en ella para centrarnos en siete creaciones audiovisuales, de contrastadas diferencias en su desarrollo dramático, formas expresivas y ambientación.

La producción argentina con reparto español Bodas de sangre (Edmundo Guibourg, 1938) se percibe como un homenaje republicano y antifascista. Tiene una ambientación española y emplea un habla peninsular y andaluza, con fiesta romera por fandangos y sevillanas. Se incluyen canciones y poemas de otras obras de García Lorca («Verde que te quiero verde», «Duérmete clavel, duérmete rosal»). Como señala Rafael Utrera (2011: 42):

[canciones, fandangos y sevillanas] coreados, cantados, bailados, conforman un apartado folclórico que sintetiza los rasgos más evidentes de una forma de vivir colectiva, con sus ritos y liturgias marcados por la tradición, o con la ruptura de los mismos y convirtiendo, por tanto, la manifestación festiva en trágica.

Bodas de sangre/Noces de sang (Souheil Ben Barka, 1976) se sitúa en un contexto magrebí y está ambientada en un pueblo del sur de Marruecos y hablada en francés y con topónimos y nombres árabes. En ella destaca el protagonismo del paisaje seco, montañoso, atravesado por quebradas. La boda representada es similar a los enlaces tradicionales marroquíes, con cantos en dialectos africanos.

El documental Nana de espinas (Pilar Távora, 1984) es una filmación del espectáculo teatral de La Cuadra. Es una versión cantada y bailada de la pieza de García Lorca. Mayor difusión conoció el ballet de Antonio Gades que llevó al cine Carlos Saura en Bodas de sangre (1981), del que hay que destacar que la primera media hora es la preparación de la puesta en escena del ballet, con los ensayos, las pruebas de maquillaje, el entrenamiento de los bailarines, etc., intercalada con fragmentos de la biografía de Gades narrados por él mismo. A continuación se plasman los 40 minutos de la pieza representada sin público y en un local de ensayo. Se trata de baile sin diálogos —lo cual lo distancia bastante de la obra de Lorca, que es esencialmente texto, como corresponde en el teatro—, aunque algunos textos se convierten en canciones («Despierte la novia la mañana de la boda») y hay algunas canciones que tienen valor narrativo, así como «cuadros teatrales». Hay que destacar que baile y música se sitúan dentro de la tradición de la danza española y del flamenco, lo que supone un anclaje en el espacio geográfico, cultural y social del crimen de Níjar.

En el caso de El crimen de una novia (Lola Guerrero, 2005), hay una recreación dramatizada de los hechos históricos por parte de María Botto, Cristina Rota y Rafael Amargo, que utilizan el mecanismo de partir de los sucesos reales para elaborar un espectáculo de teatro y danza que vuelve sobre Bodas de sangre. Botto y Amargo se sumergen en una apasionante investigación que permitirá conocer mejor a Lorca, descubrir a la escritora almeriense Carmen de Burgos y desgranar los sucesos ocurridos en Níjar.

En otras coordenadas bien alejadas geográfica y culturalmente del campo almeriense, Le maryaj lenglensou (Hans Fels, 2007) recoge la puesta en escena de la ópera haitiana de Iphares Blain inspirada en Bodas de sangre: un grupo de cantantes ambulantes, todos ellos afroamericanos, recorre los pueblos de la isla representando una versión de concierto de dicha ópera.

Una de las más interesantes recreaciones del crimen del cortijo del Fraile es La novia (Paula Ortiz, 2015), particular y creativa actualización de la obra de Lorca con localizaciones en espacios aragoneses como Los Monegros, El Temple, el Monasterio de Casbas, la Alberca de Loreto, El Bayo, la Salada de Mediana, y en la Capadocia (Turquía). Hay una búsqueda de la intemporalidad o de cierta abstracción espacio-temporal mediante la creación de espacios irreales (la casa derruida o con paredes deterioradas, la iglesia en ruinas, el banquete en un edificio sin tejado, etc.) y exóticos (el desierto de la Capadocia con sus chimeneas naturales), y el uso de objetos de datación incierta (coches de los años 20 a los 60). Al tiempo que se escucha el acento andaluz en las canciones de la Novia (La tarara) o un tema de guitarra con aire «neoflamenco», los diálogos se alejan de toda referencia a Andalucía. Bodas de sangre y el mundo de Federico García Lorca están presentes en símbolos lorquianos (el caballo, el zoótropo), la referencia al cristal y los puñales de cristal, y las canciones Madeja, madeja (en el original), Pequeño vals vienés, Los cuatro muleros, Nana del caballo grande (en el original), Salto, salto y La tarara.

Por tanto, la obra de Federico García Lorca —y el suceso histórico fuertemente contextualizado en el que éste se basa— adquiere universalidad y permite recreaciones en medios diversos y plurales (adaptación al cine, montaje de danza española y flamenco, ópera caribeña, teatro en el cine, canción y danza en el cine…), sin por ello, en la mayor parte de los casos, renunciar a las raíces andaluzas, muy marcadas en las canciones, la iconografía, el habla y la música.

 

***

 

Llegados a este punto volvemos a la cuestión inicial de las interrelaciones culturales entre Andalucía y Cataluña, que en el cine de ficción y de no ficción se han centrado en gran medida en la cultura, la historia y la memoria de las comunidades de emigrantes andaluces en los barrios periféricos y las ciudades industriales de Cataluña. El habla, las canciones y las costumbres de esos emigrantes siguen vigentes en la primera generación y se constata su evolución y transformación posterior dentro del nuevo contexto social y cultural; una transformación que da lugar a una nueva identidad híbrida pero diversa de la original, que otorga mayor pluralidad a la sociedad catalana.

La supervivencia económica, los problemas de vivienda, la falta de cualificación profesional o el desempleo son las cuestiones básicas tratadas, por ejemplo, en dos cortometrajes documentales de indudable interés: Memorias, norias y fábricas de lejía (María Zafra, 2011) y Francisco Alegre (Oscar Dhooge, 2017). El concepto de memoria se suma a los indicados (sociedad, cultura y territorio) y dialoga con ellos, en la medida en que estos audiovisuales dan voz a los protagonistas, que narran en primera persona y construyen así su propia percepción de la sociedad catalana en la que han vivido. Las imágenes de archivo de cine doméstico de Memorias, norias y fábricas de lejía aportan autenticidad a esa memoria. En Francisco Alegre, el territorio del Carmel deviene lugar de memoria porque también aquí dan su visión y ofrecen su testimonio los protagonistas, y se filma el suelo donde se levantaban las chabolas ahora ausentes de los emigrantes andaluces que se instalaron en ese barrio, lo que confirma la relevancia de la variable territorio.

 

Referencias bibliográficas

 

Equipo Reseña (2015): Cine para leer. Julio-diciembre 2014, Bilbao: Mensajero.

Quintana, Ángel (2008): «Un cine en tierra de nadie», Cahiers du Cinema-España, núm. 10 (marzo), pp. 6-8.

Sánchez Noriega, José Luis (2018): Historia del Cine, Madrid: Alianza.

Trenzado Romero, Manuel (2000): «La construcción de la identidad andaluza y la cultura de masas: el caso del cine andaluz», Revista de Estudios Regionales, 58.

Utrera, Rafael (2011): Mar de lunas. Federico García Lorca. Una filmografía en construcción, Fuente Vaqueros: Patronato Cultural Federico García Lorca.