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Obsolescencia informativa programada. Incidencias de lo local a lo global (2025)

 

 

Título del Capítulo: «El olvido programado: el desafío ético de los periodistas en la era de la manipulación líquida y la obsolescencia informativa»

Autoría: Marta Pérez-Escolar

Cómo citar este Capítulo: Pérez-Escolar, M. (2025): «El olvido programado: el desafío ético de los periodistas en la era de la manipulación líquida y la obsolescencia informativa». En Jurado-Martín, M.; López-Rico, C.M. (eds.y dirs.), Obsolescencia informativa programada. Incidencias de lo local a lo global. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones. .
ISBN: 978-84-10176-06-5

d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c1.emcs.34.p113

 

 

 

Capítulo 1. El olvido programado: el desafío ético de los periodistas en la era de la manipulación líquida y la obsolescencia informativa

 

Marta Pérez-Escolar

 

La pregunta «si un árbol cae en el bosque y no hay nadie para oírlo, ¿hace ruido?» se ha utilizado, en varios contextos humorísticos y filosóficos, para debatir sobre la realidad percibida. En su adaptación periodística, este interrogante podría versionarse como: «si un árbol cae en el bosque y no hay ningún periodista para cubrirlo, ¿cayó de verdad?»

Dado que los periodistas trabajan bajo ciertas limitaciones insoslayables, como la omnisciencia, los ciudadanos tenemos una visión parcial de lo que ocurre en el mundo. Aun cuando los periodistas presencian un acontecimiento, también existen restricciones: «si el periodista estuvo allí, ¿decidió informar sobre el árbol caído?» Si nunca informó, el árbol nunca hizo ruido.

Es más, aunque el periodista informara sobre el árbol, ¿cuánto tiempo estuvo cubriendo este tema?» La preferencia por continuar o no informando sobre un hecho se denomina obsolescencia informativa programada, es decir, la duración o tiempo de interés que tiene un tema para los medios de comunicación.

La caducidad de una noticia influye en el nivel de conocimiento que tenemos sobre la realidad. Una noticia superficial —sobre qué pasó, cuándo, dónde y a quién— apenas suscita atención y se olvida pronto. Las noticias incompletas o descontextualizadas adolecen de ética periodística porque pueden expandir la toxicidad de la desinformación, los discursos de odio y la polarización social. En cambio, las investigaciones periodísticas rigurosas —que ahondan en el porqué— no pasan desapercibas porque nos ofrecen orientación en el mundo actual —¿qué pasó después con el árbol que cayó, se cayeron más árboles, por qué se cayeron?—.

Los límites éticos de la selección informativa

El miedo es una emoción innata del ser humano, es decir, un sentimiento primitivo que siempre ha formado parte de la naturaleza del hombre. Como mecanismo de supervivencia, las personas sentimos miedo ante las situaciones complejas y fuera de nuestro control, ya que, como argumenta Gehlen (1987), el ser humano siempre ha sido y sigue siendo un ser no evolucionado e inadaptado biológicamente a su entorno social.

Para combatir, por tanto, el miedo a estar perdidos y el miedo al desconocimiento, las personas necesitamos orientación sobre el mundo que nos rodea. Los medios de comunicación representan esa oportunidad para guiar a los individuos de una sociedad, dado que su función principal es informar a los ciudadanos sobre los hechos y sucesos que acontecen en el mundo. Sin embargo, esa dependencia de los ciudadanos para con los medios de comunicación puede acarrear también ciertos riesgos y peligros: cuanto más perdidos estemos, más orientación necesitaremos sobre el mundo y, en consecuencia, más atención prestaremos a las noticias que nos suministran los periodistas —creando así una tóxica dependencia a recibir constantemente información actualizada—.

De esta forma, quizás como resultado de una utópica confianza en los medios, tendemos a pensar, erróneamente, que las noticias son un reflejo fiel de la realidad. Los medios de comunicación no reflejan la realidad, sino que la construyen. La información que recibimos de los medios de comunicación depende de la lente con la que el periodista mira la realidad. Es importante realizar esta puntualización por dos motivos: por un lado, porque los periodistas no pueden cubrir todas las historias que suceden en el mundo y, por otro lado, porque tampoco tienen el don de la omnisciencia para poder presenciar todos los puntos de vista de un acontecimiento.

Los medios de comunicación construyen, por tanto, la realidad informativa, es decir, comunican su propia interpretación de la realidad social —conjunto de vivencias que experimentan los miembros de una sociedad— bajo una serie de limitaciones. Por este motivo, Gaye Tuchman comparaba las noticias con una ventana que nos ofrece una visión parcial de lo ocurre en el exterior: «La noticia es una ventana al mundo […]. Pero la vista de una ventana depende de si ésta es grande o pequeña, de si su cristal es claro u opaco, de si da a la calle o a un patio. La escena desarrollada también depende de dónde se sitúa cada uno, lejos o cerca, estirando el cuello o mirando todo recto, con los ojos paralelos al muro o donde está la ventana» (Tuchman, 1983: 13).

En su metáfora, Tuchman (1983) no solo asume que los medios de comunicación ofrecen una visión parcial y limitada de la realidad; sino también que cada persona interioriza e interpreta las noticias de forma diferente, ya que vive una situación personal distinta como consecuencia de su propia historia, su propio contexto social, económico, político o cultural.

Llegados a este punto, conviene recordar también la teoría de la agenda setting, propuesta por Maxwell McCombs y Donald Shaw (1972), donde se detallan las limitaciones que encuentran los medios de comunicación para reproducir la realidad tal cual ocurre: los medios seleccionan, elaboran y jerarquizan —porque no todo lo que publica un medio es igual de importante: los titulares de un periódico o las noticias de página impar, por ejemplo, son más relevantes que aquellas que se ubican en página par o que no van acompañas de imágenes— una parte de los acontecimientos que conforman la realidad social. Muchas cosas que han sucedido en el mundo no pueden ser publicadas en un diario o presentadas en un informativo por falta de espacio o tiempo.

El contenido informativo pasa por una cadena de filtros: el periodista selecciona un tema entre los múltiples que se le ofrecen y, posteriormente, resalta unos aspectos de esa noticia sobre otros. El periodista interpreta la realidad para entender el suceso en su contexto apropiado y completar su significado. Por este motivo, Lippmann (1922) describía a la prensa como una lámpara de luz que ilumina algunos aspectos de la realidad —son las noticias que se publican— y deja otros en la oscuridad —hechos que, finalmente, no se publican—. Con todo, estas decisiones de los periodistas siempre tienen un efecto final en el público, quien termina por dar importancia a aquellos sucesos que los medios presentan como importantes.

No obstante, hay que puntualizar que la teoría de la agenda setting no contempla que los medios de comunicación puedan persuadir al público —es decir, los medios no provocan cambios de comportamiento en la gente—, pero sí sostiene que los medios modifican el nivel de entendimiento que los ciudadanos tienen sobre la realidad y el mundo que les rodea. Por este motivo, resulta esencial estudiar las implicaciones éticas del fenómeno de la obsolescencia informativa programada en el ejercicio periodístico.

Si bien resulta palmario que la selección de temas a publicar es una actividad necesaria y obligatoria en las redacciones de medios —sobre todo, dada la sobreabundancia de información que existe hoy en día—, la selección también conlleva una valoración; es decir, puede ocurrir que los medios omitan o publiquen una información siguiendo los intereses de su propia ideología y no atendiendo a los códigos deontológicos que regulan la profesión periodística.

Uno de los principios fundamentales, recogidos en los códigos deontológicos que orientan la profesión periodística, es la necesidad de informar con precisión y exactitud, es decir, el periodista tiene la obligación moral de ofrecer siempre la información completa en su contexto adecuado. Este principio ético implica que las historias o sucesos dejarán de cubrirse cuando ya se haya informado correctamente, y en su justo contexto, sobre ese hecho. Por eso, de forma natural y lógica, algunas historias durarán más que otras en los medios de comunicación —y se seleccionarán nuevos temas que se convertirán en noticia—, pues el periodista ya habrá investigado todos los aspectos posibles de la trama.

Sin embargo, en otras ocasiones, los medios apenas dan cobertura a ciertas historias para conseguir que, de forma totalmente intencionada, el público se olvide de esos temas que no interesan, ni política ni económicamente, a ese medio de comunicación. En este último caso, los periodistas utilizan técnicas de manipulación, como la distracción —centrada en publicar noticias que actúan como cortina de humo para esconder información relevante—, para desviar la atención del público hacia asuntos superficiales o poco relevantes. Es aquí donde radica, como veremos en el apartado siguiente, el lado oscuro de la obsolescencia informativa programada.

Maldad líquida y obsolescencia informativa programada: manipulación mediática y polarización social

Desde el móvil u ordenador, hasta el frigorífico o la lavadora, los aparatos electrónicos, hoy en día, tienen una vida útil que ha sido previamente programada por el propio fabricante. Es lo que se conoce como obsolescencia programada y su función principal es incentivar el consumo desmesurado y constante de nuevos productos que han sido previamente diseñados para morir —de forma que todos los artículos o bienes de consumo dejen de funcionar tras un periodo de tiempo programado—. Con las noticias periodísticas ocurre algo similar: los propios fabricantes de noticias, es decir, los periodistas —los gatekeepers— deciden la duración o tiempo de interés que va a tener un tema en sus informativos o páginas de un periódico. Este fenómeno se conoce como obsolescencia informativa programada.

La obsolescencia informativa está, por tanto, programada por actores o agentes internos del propio medio de comunicación. Aunque la fecha de caducidad de un tema depende de los recursos y del tiempo que un medio o un periodista puede invertir en esa historia, también depende de los intereses empresariales e ideológicos del medio. Así pues, lo más habitual es que esas preferencias económicas y políticas determinen si ciertas historias deben durar más o menos tiempo en los informativos o páginas de un diario y, por ende, impactarán, en mayor o menor medida, en la comprensión que tienen los ciudadanos del mundo.

Por estos motivos, la obsolescencia informativa programada abre un debate ético sobre si somos capaces de reconocer que, en el ejercicio profesional, se llevan a cabo prácticas periodísticas incorrectas o cuestionables por su poder de manipulación de la opinión pública. Esta deformación de la realidad se realiza de forma sutil y casi imperceptible —rozando los límites de lo moralmente cuestionable y aceptable— y, precisamente por ello, resulta especialmente peligrosa para las sociedades libres y democráticas, pues constituye, además, un reto deontológico enrevesado.

Sylvain Timsit elaboró, en 2002, una lista de las diez de estrategias de manipulación mediática que existen las sociedades —supuestamente— democráticas de hoy en día: la distracción, crear problemas, la gradualidad, la estrategia de diferir, la de infantilizar al público, apelar a las emociones más que a la reflexión, mantener al público en la ignorancia, crear públicos complacientes con la mediocridad, la autoculpabilidad y conocer al público más de lo que ellos se conocen a sí mismos. Para Timsit (2002), existe una especie de acuerdo tácito entre la élite política y los medios de comunicación para perpetuar la manipulación de los ciudadanos: los periodistas solo comunican lo que les interesa y ocultan aquello que los políticos desean esconder.

Teniendo en cuenta las diez de estrategias de manipulación mediática de Timsit, la obsolescencia informativa programada se articula como una mala praxis periodística cuando combina, sobre todo, la estrategia de la distracción —los medios alejan a los ciudadanos de temas realmente importantes y los mantienen ocupados con asuntos irrelevantes como, por ejemplo, con noticias de prensa rosa; de esta forma, se desvía la atención de los verdaderos problemas sociales —y la gradualidad— mediante la introducción de temas impopulares, como la subida de impuestos, de forma muy escalonada para que estas noticias sean casi imperceptibles—.

Aunque también cabría añadir, a la aportación de Timsit (2002), dos estrategias nuevas relacionadas con la obsolescencia informativa programada: la gradualidad inversa, es decir, cuando el medio deja de publicar, poco a poco, temas que ya no le interesan; y la superficialidad o descontextualización, que se produce cuando se publica una noticia puntual, sobre un tema concreto, con información superficial sobre qué pasó, cuándo, dónde y a quién le pasó. Esta noticia puede contener, a veces, información inexacta o no contrastada. Por propia decisión —interesada— de los medios, el periodista no continúa investigando una historia y obvia el porqué de lo ocurrido: no contextualiza el hecho, ni reflexiona sobre las causas y consecuencias del suceso.

En cualquiera de los casos expuestos anteriormente, llegamos a la misma conclusión: los medios dejan de ejercer su rol como cuarto poder para granjearse el control social y la amistad del poder político. Si a esta situación le añadimos, además, la peligrosa viralización de la desinformación —información falsa que se crea con la intención de infligir un daño a alguien o algo, y que está motivada por tres factores esenciales: ganar dinero, adquirir influencia política o, simplemente, causar problemas— y de los discursos de odio —contenidos veraces que se comparten con el objetivo de causar daño— (Wardle; Derakshan, 2017), el resultado final es un panorama mediático completamente distorsionado y adulterado.

Por estos motivos, Bauman y Donskis (2019) sostienen que, en las sociedades contemporáneas, ha surgido lo que ellos han denominado maldad líquida. Aunque el mal siempre ha existido desde los inicios de la humanidad, la maldad líquida se caracteriza por su capacidad para volverse más sutil, penetrante y difícil de detectar. El mal ya no se presenta de manera clara y visible, sino que se disfraza de normalidad —se convierte en algo común y, al mismo tiempo, invisible— para poder introducirse dentro de las rutinas diarias y dentro del tejido social. Esta maldad líquida transforma a las sociedades en ecosistemas impredecibles y llenos de incertidumbre, donde todo el mundo sabe que surgirán explosiones de maldad, pero nadie sabe ni dónde ni cuándo ocurrirán.

En este escenario, la información se vuelve volátil y efímera —de la misma forma que el mal líquido descrito por Bauman y Donskis (2019)— como consecuencia de la manipulación de los medios al programar la obsolescencia de las noticias. Los medios de comunicación, al dictar qué historias permanecen en la memoria de los públicos y cuáles deben desaparecer rápidamente, refuerzan la sensación de incertidumbre y desconcierto de los ciudadanos. Esta selección deliberada de los temas de interés constituye una forma moderna de manipulación que erosiona el acceso de los ciudadanos a conocer la verdad.

De forma similar, la obsolescencia informativa programada puede modelar la percepción de los ciudadanos al normalizar, en las noticias, la presencia de discursos de odio y de bulos que tienen un fin común: la división social. La estrategia de la distracción puede desviar la atención del público de la verdad. Mientras ciertos temas relevantes son desplazados de la atención pública de forma deliberada, los medios destacan información con desinformación u odio, simplemente, por intereses particulares —como, por ejemplo, desacreditar a un rival político—. En la estrategia de la gradualidad, el periodista puede ir introduciendo, poco a poco, discursos de odio o bulos que beneficien sus intereses políticos o económicos. Las noticias superficiales o descontextualizadas, en cambio, sirven para tergiversar un contenido auténtico: la información se inspira en la verdad, pero tiene ingredientes fabricados o inventados que pueden, incluso, incitar al odio. Esta estrategia es altamente efectiva, ya que cualquier hecho, con una pizca de verdad, es altamente eficiente a la hora convencer y manipular al público —pues crea un clima de confusión y duda constante—.

Así se viraliza el mal líquido, el mal en su forma moderna (Bauman; Donskis, 2019), tanto en el ámbito social como en el mediático, ya que se propaga de manera encubierta —a través de noticias que se rigen, supuestamente, por el principio de veracidad y de neutralidad— y bajo el emblema de ser un contenido verídico y ordinario. Esta situación erosiona la confianza de los ciudadanos en los medios y en la política y aumenta, de forma irremediable, la incertidumbre en la sociedad.

En definitiva, la obsolescencia informativa programada aviva la maldad líquida al hacer que las historias verídicas o ampliamente contextualizadas —y contrastadas— desaparezcan antes de que el público pueda procesarlas completamente, sustituyéndolas por otras —muchas de ellas llenas de odio y desinformación— que distraen o desvían la atención. Así, los medios de comunicación construyen una realidad informativa fragmentada, en la que los ciudadanos navegan para encontrar orientación y no sentirse perdidos, pero sin ser conscientes de que la información que consumen ha sido cuidadosamente diseñada para mantenerles en un estado de constante vulnerabilidad y de enfrentamiento ideológico.

Periodismo de investigación para restaurar la confianza mediática

El escenario de maldad líquida (Bauman; Donskis, 2019), de manipulación mediática y obsolescencia informativa programada contribuye, de manera significativa, a la polarización social —tal y como hemos abordado en el apartado anterior—. La información fragmentada y sesgada que los medios presentan no solo genera incertidumbre, sino que también divide a la sociedad en grupos enfrentados, cada uno reforzado por su propia interpretación de los hechos y atrapado en sus cámaras de eco o burbujas informativas, donde solo escuchan o reciben información que coincida con su opinión, ideología y creencias.

Es más, tal y como advierte Pariser (2017), la personalización algorítmica, en medios sociales y plataformas digitales, crea un «universo de información personalizado» para cada persona. Los usuarios solo consumen mensajes que refuercen sus creencias y opiniones, ya que los algoritmos de internet están diseñados para ofrecernos contenidos que nos gusten y que nos hagan felices. Este fenómeno no solo exacerba el aislamiento de los ciudadanos en guetos ideológicos, sino que aviva también las tensiones sociales y políticas cuando los ciudadanos reciben información que cuestiona sus creencias u opiniones —algo a lo que no están acostumbrados—.

Al promover los discursos de odio y la desinformación, los medios refuerzan las barreras ideológicas y culturales que separan a los ciudadanos entre nosotros —todos aquellos que piensen como yo— y ellos —los que se consideran el enemigo por pensar de forma diferente—. Al programar el tiempo de interés de un tema en los medios, los periodistas limitan la capacidad de los ciudadanos para acceder a una información completa y contextualizada y, por tanto, se reduce la posibilidad de entablar diálogos constructivos, basados en el debate democrático, el entendimiento mutuo, la tolerancia y la empatía. En cambio, las noticias parecen haberse convertido en catalizadores de la confrontación permanente.

Sin embargo, hay una posible solución para mitigar estos efectos: invertir —tiempo, dinero y recursos— en el periodismo de investigación para volver a apostar por el contexto y la profundidad en las informaciones. El periodismo de investigación no se limita a reproducir titulares superficiales y efímeros, sino que indaga en las causas y consecuencias de los acontecimientos y proporciona un análisis detallado y una visión crítica de los hechos. La investigación periodística, con su capacidad para desenmascarar la verdad oculta detrás de las historias engañosas, incompletas o los pseudohechos, y proporcionar contexto a los temas complejos, puede ser una herramienta poderosa para combatir la polarización y la manipulación informativa. Al ofrecer a la ciudadanía una imagen más completa, contextualizada y matizada de la realidad, los periodistas no solo contribuirían a un mejor entendimiento de los problemas sociales, sino que también fomentarían la responsabilidad y la reflexión crítica de la sociedad. Por ello, como señala Kaplan (2013), el periodismo de investigación desempeña un papel crucial en la defensa de la democracia, al proporcionar a los ciudadanos la información necesaria para tomar decisiones informadas y responsables.

El periodismo tradicional suele depender, en gran medida o totalmente, de fuentes externas —como instituciones gubernamentales, fuentes policiales o corporativas— y, por ello, suele ser un periodismo pasivo. No obstante, el periodismo de investigación se caracteriza por basarse en información obtenida directamente por el propio periodista, quien toma la iniciativa de recolectar y crear historias. Por ello, el periodismo de investigación implica la búsqueda metódica e imparable de información relevante para cubrir un tema en su contexto adecuado.

El periodista de investigación recopila fragmentos dispersos de la realidad, gracias a su investigación, para transmitir una imagen del mundo lo más completa posible, tal y como hizo el periodista belga Chris de Stoop cuando, en 1992 inició una investigación sobre el tráfico de mujeres. Tras observar que, en el barrio que transitaba habitualmente, las prostitutas belgas estaban siendo gradualmente reemplazadas por trabajadoras sexuales extranjeras, Chris de Stoop (1995) comenzó a investigar el porqué de aquel cambio.

En condiciones normales, un periodista convencional no se hubiera percatado de ese hecho, o bien hubiera publicado una noticia puntual y descontextualizada sugiriendo que las prostitutas extranjeras invadían los barrios belgas. En un ecosistema mediático infestado por la maldad líquida, se hubieran introducidos elementos falsos, inexactos o engañosos, así como comentarios odiosos, simplemente, para informar sobre un hecho, en apariencia, superficial y sin importancia para la sociedad. Sin embargo, Chris de Stoop supo observar el acontecimiento desde otra lente: la del periodismo de investigación. Gracias a ello, su concienzudo trabajo sirvió para contextualizar, correctamente, una historia que tenía más implicaciones de las que inicialmente se esperaba.

El periodismo de investigación, por tanto, brinda a los ciudadanos la información necesaria para formarse una opinión basada en hechos sólidos y bien documentados, a la vez que se deshace de las narrativas simplificadas y sensacionalistas que perpetúan la polarización. Además, al proporcionar contexto, el periodismo de investigación ayuda a desmontar los discursos de odio y las estrategias de desinformación que suelen aprovecharse de la confusión y la ignorancia. Este enfoque no solo podría contrarrestar la obsolescencia informativa programada, sino también contribuir a la reconstrucción de la confianza en los medios, la reducción de la polarización y la creación de una sociedad más informada y cohesionada.

Conclusión

En un contexto marcado por la obsolescencia informativa programada, la manipulación mediática, la polarización ideológica, la desinformación y los discursos de odio, es necesario revisar y actualizar los códigos deontológicos periodísticos para responder a los desafíos éticos y profesionales a los que se enfrenta la profesión en la actualidad.

Tradicionalmente, los códigos deontológicos se han centrado en principios como la veracidad, la imparcialidad y la independencia informativa. Sin embargo, estas normas no son suficientes si no incluyen directrices claras sobre cómo garantizar una cobertura rigurosa y completa de los hechos. La responsabilidad ética del periodista no se limita a relatar lo que ha sucedido, sino también a explicar el porqué y el cómo de los acontecimientos, analizando sus causas y consecuencias. La transmisión de hechos descontextualizados puede ser más dañina que la desinformación, ya que priva a los ciudadanos de las herramientas necesarias para formarse una opinión crítica. Kovach y Rosenstiel (2012) sostienen que el periodismo debe ser una disciplina de verificación, donde los hechos no solo se presentan, sino que se investigan y se interpretan exhaustivamente.

La actualización de los códigos deontológicos es también crucial para hacer frente a las nuevas formas de maldad líquida, descritas por Bauman y Donskis (2019), donde la manipulación y la distorsión de la realidad se infiltran, de manera sutil, en las noticias. La superficialidad informativa es un ejemplo de esta maldad líquida, ya que las noticias se difunden como productos de consumo rápido, sin aportar contexto ni profundidad. Esta dinámica se ve agravada por la presión que ejercen las rutinas informativas en las redacciones, donde se premia la inmediatez por encima del análisis detallado.

Los códigos deontológicos deben ir más allá de la prohibición de difundir información falsa o incompleta: deben exigir, de manera clara, a los periodistas un compromiso con la investigación en profundidad y la contextualización. De lo contrario, el periodismo corre el riesgo de convertirse en una herramienta de reproducción de intereses políticos y empresariales, como ya advirtieron Sylvain Timsit (2002) o Edward Herman y Noam Chomsky (1988), lo que debilitaría la democracia y erosionaría la confianza pública.

La falta de contexto en las noticias es especialmente peligrosa en la era de la desinformación y los discursos de odio. Cuando los hechos no se explican adecuadamente, se abre la puerta a narrativas falsas, engañosas o inexactas que fomentan la polarización social. Cuando los periodistas dejan lagunas, en la cobertura informativa, para generar confusión y divisiones en la sociedad; cuando los periodistas no investigan ni cuestionan las narrativas oficiales, el periodismo deja de ser un contrapeso al poder y se convierte en una herramienta de manipulación que perpetúa los intereses de quienes controlan los medios. Por ello, Schudson (2008) advertía que un periodismo sin profundidad ni capacidad crítica pone en riesgo la función de los medios como defensores del interés público.

Por tanto, los códigos deontológicos deberían incluir no solo principios básicos de veracidad, sino también pautas que guíen el compromiso de los periodistas para realizar una cobertura informativa exhaustiva y crítica —en oposición a la obsolescencia informativa programada—. El periodismo de investigación se convierte aquí en una herramienta crucial para garantizar una cobertura informativa exhaustiva, crítica y contextualizada. Este tipo de periodismo no solo sirve para exponer injusticias y revelar verdades ocultas, sino que también es fundamental para mantener informada a la sociedad de manera adecuada, contribuyendo así a un debate público más sano, menos polarizado y más democrático.

En conclusión, los códigos deontológicos del periodismo deben evolucionar para adaptarse a un panorama mediático cada vez más complejo y lleno de retos. La ética periodística no puede seguir enfocándose únicamente en evitar la desinformación o en el tratamiento de esa información, sino que debe, además, exigir una cobertura informativa que aporte profundidad, contexto y un compromiso serio con la investigación. Solo así podrá recuperar su rol como pilar esencial de las sociedades democráticas.

Bibliografía

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