Título del Capítulo: «El aire y la pantalla. Sobre materialidad de la mediatización»
Autoría: Daniel H. Cabrera-Altieri
Cómo citar este Capítulo: Cabrera-Altieri, D.H. (2025): «El aire y la pantalla. Sobre materialidad de la mediatización». En Cabrera-Altieri, D.H.; López-García, G.; Campos-Domínguez, E. (coords.), Perturbaciones informativas. Desinformación y mediatización digital. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-10176-13-3
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c1.emcs.41.p117
Capítulo 1. El aire y la pantalla. Sobre materialidad de la mediatización
Daniel H. Cabrera Altieri
Universidad de Zaragoza
[Financiación de Unión Europea-NextGenerationEU]
Los «medios», entendidos como los medios por los cuales se comunica
el significado, se encuentran sobre capas de medios aún más fundamentales que tienen significado, pero no hablan.
John Durham Peters
Empédocles nombró lo que múltiples culturas antiguas, con distintas historias y mitos, postulan como los cuatros elementos fundamentales: aire, agua, tierra y fuego. Los Estados modernos militarizaron esos elementos con ejércitos de tierra, aire y agua. De administrar el fuego y los incendios se ocupan los bomberos, su dimensión de energía es tema de las usinas generadoras de electricidad, y la palabra «fuego» sigue vigente como una orden de disparar las armas. El capitalismo, por su parte, convirtió estos elementos en propiedad privada y en cuestiones estratégicas de la política internacional, colonial y extractivista. La crisis ecológica global se refiere de manera muy clara a cada uno de estos elementos no ya naturales sino socio-naturales.
Las tecnologías digitales, por su parte, necesitan muchísimo agua y aire como refrigerante, tierras raras que se privatizan para baterías y diversos componentes, territorios estratégicos para ubicar sus centros de datos y la basura, el mar para tender cables submarinos, la atmósfera para satélites y el aire para el aprovechamiento de las diversas ondas (Parikka, 2021; Crawford, 2022). La materialidad de los elementos naturales está en el centro de la sociedad, sin embargo, no despiertan gran interés en la teoría de la comunicación (Peters, 2014; 2015).
Históricamente la comunicación moderna se sirvió de estos cuatro elementos para unir las comunidades humanas por diversos medios técnicos terrestres, aéreos y acuáticos. Caminos y carreteras, rutas marítimas y vuelos con sus respectivos vehículos dieron a luz la globalización. Vehículos para transportar mensajes que se convirtieron en comunicación que, en el sentido de Paul Virilio (2006), culminan en el vehículo audiovisual que generaliza las imágenes, los sonidos y la información.
Entre todos los entornos y elementos el menos considerado en las ciencias sociales y la comunicología, más allá de las ondas de radio, es el aire. En este capítulo se esboza una comprensión de la comunicación desde algunos aspectos de lo aéreo en relación con la materialidad de la pantalla digital. En ese sentido, continúa lo iniciado en La comunicación como contagio (Cabrera Altieri, 2023) y avanza sobre la mediatización de la comunicación política.
En la búsqueda para pensar la relación tecnología/política desde la experiencia de la pantalla y de su mediatización material nos detendremos en la pantalla misma, no en las imágenes y en sus contenidos, sino en la pantalla de los dispositivos digitales como interfaz social (Scolari, 2018), como superficie y también como «espejos negros», según la célebre serie distópica audiovisual creada por Charlie Brooker. El uso de artefactos con pantallas, fundamentalmente móviles y ordenadores, como medio de interacción y relación social y base para el entretenimiento, el trabajo y la educación. En muchos sentidos, se tendrá en cuenta la experiencia de apantallamiento general de la sociedad tal como se dio durante los diversos confinamientos de la pandemia covid-19. La obligación del encierro doméstico ante el peligro del contagio aéreo durante la pandemia llevó a una situación de apantallamiento general. La sociedad tomó conciencia de la presencia del aire como amenaza y, de esta manera, lo aéreo se hizo material, se hizo visiblemente presente.
En Ciencias Sociales se habla de tecnología en el marco de la cultura material y, como ha destacado Tim Ingold (2018), en antropología, arqueología, sociología parece que no hay atmósferas, ni clima, ni alternancias día-noche, estacionales, etc.; tal vez como dato, pero no como una materialidad que deba ser considerada. Parece que pensamos lo material según el modelo de lo sólido, la dureza, lo físicamente estable, lo palpablemente visible. «El aire es impensable», afirma Tim Ingold (2018:105). Sin embargo, estar juntos es compartir el aire, respirar a la vez. Pero ante la pandemia la epidemiología destacó la importancia de una modalidad de estar juntos sin compartir la respiración. Y así nos unimos a través de la pantalla: trabajo, entretenimiento, conversaciones, toda la actividad humana, a través de pantallas interconectadas. Esta situación nos permite preguntarnos: ¿Qué papel tiene lo aéreo en lo social? ¿Cuál es la mediatización de la materialidad del aire y la atmósfera en relación con lo político? Sin compartir la presencia física, el aliento, el calor, la mirada ¿qué significa estar/ser juntos?
La comunicación cara a cara se toma como el modelo de sociabilidad interpersonal, sin embargo, no suele pensarse su soporte material: el aire (Bachelard, 1993). Soporte material del sonido, del habla y la escucha, de la luz y la expresión corporal. Y también soporte material en un sentido más técnico: las radiofrecuencias, wifi, bluetooth y un larguísimo etcétera del amplio espectro de ondas. Lo aéreo tiene una presencia muy material en el estar juntos, es un elemento esencial para la vida y en la posibilidad de comunicarnos tanto cara a cara como mediados por el uso instrumental de ondas por diferentes artefactos.
Vivimos en el aire, estamos juntos en el aire. Y en un sentido radical, somos en el aire porque respiramos y nadamos en el aire. Sin embargo, no se tiene en cuenta en los análisis ni en las interpretaciones de la comunicación y lo social. Pareciera que vivimos en el vacío. En español y en lenguas romances se usa una sola palabra para tiempo cronológico (time) y tiempo meteorológico (weather). Uno, el tiempo lineal y medido; el otro, tiempo cambiante, temperamental, caprichoso. Pero el vocabulario no es explicación suficiente, porque aun en inglés lo aéreo pareciera que no tiene suficiente materialidad como para ser considerado.
¿Cómo hemos llegado a pensar lo social y el estar juntos, en el vacío? Tal vez se pueda entender desde la teoría de la comunicación, que con su concepto de transmisión persiguió sistemáticamente el ruido y la interferencia y así marginó el aire y la atmósfera. Pero no es suficiente explicación para entender un largo proceso de presurización y despresurización de lo social. Proceso en el que diversas disciplinas han funcionado como una bomba de vacío extrayendo todo lo aéreo de la sociedad.
En primer lugar, las ciencias meteorológicas están enfocadas en medir y calcular con múltiples instrumentos interconectados, cada vez más precisos, para predecir el comportamiento del clima y permitir una planificación de la vida económica y productiva de la sociedad. La predicción exacta ayuda al movimiento y el transporte de mercancías y personas. Este enfoque dejó obsoleto el pronóstico sapiencial de agricultores y marineros producto de la observación del aire relacionado con los ritmos de la naturaleza, sobre todo el campo y el mar. Allí donde el urbanita ve, como mucho, nube y viento, los pronosticadores tradicionales ven colores, formas, interacciones entre los elementos y con ello, posibilidades que se relacionan con una moralidad natural: tiempos buenos o malos para determinadas actividades económicas, sociales, familiares, personales. El pronóstico no es predicción. Hoy el pronóstico, el agüero, tiene connotaciones de superstición sin fundamento. Así, por ejemplo, lo define el Diccionario de la RAE. La predicción tecnológica funciona como un destino, un «así será». La búsqueda de exactitud tiene su precio: vacía la experiencia antropológica del aire.
El urbanismo (Corbin, 2005) y la arquitectura también han hecho lo suyo para presurizar el aire. Nos ha provisto de espacios cerrados e interiores «climatizados». En las casas y viviendas la tecnología se encarga de colocar «aires acondicionados», «extractores de aire», «purificadores de aire», «humidificadores», etc. Los ambientes arquitectónicos de la clase media del mundo homogeneizan el aire con temperatura, humedad y presión «adecuada». Esa estandarización constituye una búsqueda de un ambiente «cálido», en el sentido perceptivo, como espacio en el que el habitante se «siente bien».
La industria del perfume, en toda su amplitud, completa esta tendencia buscando un ambiente desodorizado uniformemente. Las personas por su parte trasladan la personalidad de sus olores corporales propios a la distinción de la marca de su perfume y desodorante (Kukso, 2022).
El tiempo meteorológico —el frío, el calor, el viento, la lluvia— aún está presente en algunas conversaciones ocasionales, tal vez, como estrategias para salvar la cara (Goffman, 1970), para hacer amables el compartir ocasionalmente espacios de encierro y paso, como los ascensores o un coche público. También como inicio de una conversación que versará sobre temas más impersonales y/o comprometidos. A lo mejor podría ser interpretado como resabios de otras épocas en que la conversación sobre el tiempo meteorológico era un tema importante para viajeros que habían observado el clima en diferentes lugares por su propia experiencia, sin satélites ni medios de comunicación.
Algún día dispondremos de una genealogía del vaciamiento, presurización y despresurización de la experiencia de lo aéreo, tal vez, como parte de una «ciencia del aliento» (Sloterdijk, 2011: 46). Mientras tanto podemos abordar la explicación de lo social interpretando la pantalla de los artefactos digitales como la culminación de la transformación del aire y la atmósfera en vacío. La pantalla sería el último peldaño, por ahora, de una sociedad que se piensa en el vacío, por falta de consideración antropológica del aire, la atmósfera y el clima.
En ese sentido, apareció como apantallamiento digital de lo social ante los encierros y confinamientos durante la pandemia de covid-19. La pantalla parece aventajar a las ciencias ambientales, la arquitectura y la industria desodorizante en su capacidad de proteger a los humanos de los peligros de la presencia de los peligros del aire y de estar juntos sin compartirlo. No extraña que, de alguna manera, esta experiencia parezca prepararnos para imaginar la vida humana en cápsulas espaciales. Permite ver la ciencia ficción como algo real y posible. ¿Constituye esto una fase de preparación, en el sentido de Lewis Mumford (1998: 24), a una sociedad encerrada ante la amenaza de contaminación global? No lo sabemos. Lo seguro es que la pandemia hizo por la industria digital y sus pantallas más que cualquier campaña de marketing. La experiencia de mediatización de la educación, del trabajo, del entretenimiento, de las relaciones interpersonales, familiares y sexo-afectivas entrenó a la sociedad en su conjunto en el uso de los dispositivos digitales y sus diversas aplicaciones y software. La sociedad actual ha naturalizado la mediatización de la pantalla en casi todas las áreas de la experiencia humana.
Lo que para los usuarios aparece como la experiencia de una sociabilidad vacía, para las grandes empresas y gobiernos representa una lucha geoestratégica prioritaria (Crawford, 2022) porque «los datos necesitan aire» (Parikka, 2021: 57). La creciente demanda de energías, aéreas, solares, marinas; el desafío de la contaminación de la atmósfera; el uso de diversos espectros de ondas y los satélites, entre otras múltiples batallas y escenarios de lucha por la apropiación de los recursos aéreos. Aquí enfocamos el apantallamiento como el cumplimiento de un proceso de vaciamiento de lo social que lleva a pensar qué sucede con la política mediatizada por la pantalla y su capacidad de no compartir el ambiente aéreo común.
La pantalla transforma lo común, lo político, en un sentido muy material. Una política del estar juntos sin compartir el aire, sin atmósferas comunes. La política, literalmente, se vacía. No hay posibilidad de con-spiración, es decir, de respirar juntos. Tampoco con-sentir, esto es, tener un sentido común, donde sentido es percepción, buen juicio, pensar, tener una opinión asentada.
La mediatización de la política a través de la pantalla lleva a la experiencia de un modo de estar juntos que progresivamente se asume como agrado o desagrado. No en el sentido del olor sino como reacción del clic de las redes sociales en la búsqueda de followers que den su like. Un agrado o desagrado como reacción instintiva protegida por la pantalla, sin necesidad de respirar en el mismo espacio, sin cuerpos presentes.
La empatía como base de las relaciones sociales funciona en la cercanía, el cara a cara, en la relación entre seres políticos con cuerpos que ocupan un espacio común. Lo común abarcaba el cuerpo, el espacio y los elementos (la tierra, el aire, el agua). La dialéctica cercanía digital-distancia espacial funciona como una desinfección social. Un espacio vacío, sin gérmenes, sin sospecha de contagio. La mediatización de la pantalla es política porque trabaja sobre la transformación de una sociabilidad aséptica con sus connotaciones: fría, desapasionada, neutra. Parecería lo contrario. Las imágenes y las reacciones «calientan» la interfaz con insultos, haters, cancelaciones y demás actividades delante de la pantalla, la que ve el usuario. Detrás de la pantalla todo se convierte en datos de las intervenciones, las personas, sus gustos y sus localizaciones. Pantallas movidas por software transforman todo en datos, midiendo y cuantificando las interacciones y convirtiendo cuerpos que respiran en imágenes y agrupando gentes por «lo común» en burbujas filtro y alimentando sesgos de todo tipo (O’Neil, 2017). La progresiva y masiva transformación de todo en datos e imagen cambia la naturaleza de la empatía y la psiquis política. El usuario centrado en la imagen mediatizada desafecta el resto de los sentidos y habilita un espacio desterritorializado y un tiempo abstracto. La mirada vidriosa, el sonido transformado digitalmente y sin olores generan la experiencia de una interacción protegida frente al otro y, por lo tanto, con sensación de no tener responsabilidad. El apantallamiento se convierte, de esta manera, en trinchera para la irresponsabilidad.
Convendría recordar que el aire transformado en viento simboliza las pasiones humanas (Cirlot, 2005: 75) y el «giro afectivo» de las ciencias sociales llama la atención sobre la relación de la política actual con la movilización de emociones básicas como, por ejemplo, el entusiasmo y el miedo (Castells, 2009) o miedo, asco y resentimiento (Illouz, 2023). El olvido de la materialidad del aire y la atmósfera se corresponde con el descuido de los afectos en la consideración de lo político. Y el regreso a la resonancia de la vida emocional de la sociedad no ha impedido que ese olvido aún continúe sin referencia explícita a la materia política de lo aéreo.
La tendencia weberiana a la racionalización de la sociedad parecía diagnosticar un destierro de lo emocional social. Sin embargo, movimientos sociales y políticos como los ocurridos en 2011 (Primavera árabe, 15M, Ocuppy, Yosoy132, entre otros) (Castells, 2012) recuerdan la importancia no solo de una explosión de las pasiones políticas y la progresiva e imparable tendencia a la instrumentalización algorítmica de esas mismas pasiones. La supuesta tendencia a la racionalización de la modernidad supuso que una comunicación normativamente aceptable debía fundarse habermasianamente en el diálogo público y la deliberación racional. Por el contrario, las pasiones desbordaron la democracia liberal mostrando su incapacidad para responder a las demandas sociales y convirtiendo a los nuevos movimientos sociales en sujetos políticos. Hoy parece que «la acción política es sobre todo un juego de emociones» (Gómez Ramos; Velasco Arias, 2024: 11). Los fenómenos como la desinformación, las fake news o la polarización marcan la marcha de la política lejos de la racionalidad y el diálogo al ritmo de las pasiones políticas y su instrumentalización algorítmica.
La combinación de las ciencias conductuales y las tecnologías algorítmicas muestran la posibilidad de modificar comportamientos convirtiendo en datos las acciones de los usuarios en todas las aplicaciones digitales, con particular referencia a las redes sociales, por ser consideradas por sus usuarios como un territorio personal y libre. Una comunicación política microsegmentada basada en datos permite reorientar y manipular las conductas de los votantes. Entre los ejemplos, el caso de Cambridge Analytica y las elecciones de 2016 en EEUU.
El discurso emocional, contrariamente a lo que aparece en las tertulias periodísticas, no es en sí mismo un problema. Lo que se suele calificar como derivas discursivas intolerantes y autoritarias del nacionalismo, los populismos o los movimientos sociales no serían solo un efecto perverso de las pasiones desatadas de los sujetos. Antes bien representan el diagnóstico de la incapacidad de la democracia liberal para responder a las demandas sociales, un permanecer «ajenos a la realidad emocional del ciudadano, a las fuerzas afectivas de la rabia, la esperanza o la indignación que le mueven, le afectan e, incluso, le convierten en sujeto político» (Gómez Ramos; Velasco Arias 2024: 10).
Visto desde el prisma estético estas ideas parecen más que justificadas. Un ejemplo, la exposición «En el aire conmovido…» comisariada por Georges Didi-Huberman en el Museo Reina Sofía (noviembre de 2024 a marzo 2025). El nombre de la exposición surge del Romancero gitano de Federico García Lorca apelando a la emoción desbordada y no constreñida a un único sujeto. Emoción entendida como «susceptible de derivar en una ‘conmoción’, es decir, en una concatenación de emociones que afecta a un conjunto, a un entorno, a una relación». Aire y emoción se reúnen en la figura lorquiana del duende. «La verdadera lucha es con el duende», afirma el poeta en 1933, ni con el ángel ni con la musa porque «el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar». Como se recuerda en el catálogo de la exposición, la idea de «duende» se refiere a un «aire del tiempo», «que viene de no se sabe dónde, se va no se sabe adónde». La figura del duende lleva a preguntar por la experiencia del sentimiento de exceso ante «gestos estremecedores, ciertas imágenes fascinantes, al escuchar ciertos cantes desgarradores». Este exceso de la experiencia estética, en mi interpretación, se relaciona con el exceso de la política experimentada en la calle, la plaza, la empatía de los movimientos sociales. Y es este exceso el que no sabe encajar la democracia liberal que sueña con manipular gracias a las tecnologías digitales.
Aunque conocido, conviene recordar un evento simbólico de gran relevancia para la cultura digital. El 31 de diciembre de 1983 se emitió a nivel local, en Idaho, EEUU, la publicidad llamada «1984» de Apple dirigida por Ridley Scott. Días después, el 22 de enero de 1984 se retransmitió a todo EEUU en un descanso de la Super Bowl. El comercial hacía referencia a la obra de George Orwell y publicitaba el nuevo ordenador Macintosh de Apple que salía a la venta dos días después y cuyas características técnicas acabarían revolucionando la industria de los ordenadores. El Mac fue el primer ordenador personal que comercializó con éxito la interfaz gráfica de usuario (GUI) en lugar de comandos, y un ratón en lugar del teclado. Ese modo de operar con el ordenador, aunque no eran originales (Xerox la usaba en 1973 y Apple ya lo había usado en su ordenador Lisa) tuvo un gran impacto y profundizó en el modelo de usabilidad. Para el usuario la idea era simple: no importa cómo sea el sistema operativo ni cuantos cambios haya entre un modelo y otros, su actividad consistirá en señalar dibujos intuitivos con el ratón o, más actualmente, con los dedos para activar las funciones deseadas.
En un anuncio en blanco y negro la única figura en color es una mujer que rompe la pantalla donde el rostro del Gran Hermano se dirige a un público igualmente gris. Al romper la pantalla, no sólo rompía el rostro del autoritarismo sino también su medio, la propia pantalla. Con ello se figuraba el nuevo ordenador con pantalla de colores e imágenes frente a las pantallas de computadoras que, hasta ese momento, eran negras y se manipulaban introduciendo líneas escritas de comandos. La «usabilidad» hacía el milagro de invisibilizar el medio y efecto mediatizador, a través del uso intuitivo. Simplicidad y sencillez que se presentan como contracara de su velocidad y efectividad. Desde ese momento la actividad del usuario se aleja cada vez más de los procesos del sistema operativo y así es posible un uso efectivo ignorando por completo los mecanismos de su funcionamiento. Con la popularización de la interfaz gráfica desaparece el uso de comandos, escritos o de combinación de teclas, y se hace invisible la pantalla, convertida en «escritorio» donde trabajar y en «ventana» a través de la cual mirar.
La interfaz gráfica, paradójicamente, hace desaparecer la pantalla como interfaz del software y, con ello, separa la interactividad en dos territorios: la visual de los usuarios y la interoperatividad codificada de los programadores. La interfaz gráfica anima a los usuarios, los acerca a la pantalla, las imágenes intuitivas estimulan la imaginación logrando a la vez distanciar los «efectos» de esa acción. Se cliquea una imagen, se obtiene un resultado. La caja negra se oscurece aún más. Detrás de ellos, la interoperatividad lógica de los informáticos diseña y programa caminos y modelos que son los que resuelven las cuestiones planteadas. Dicho de otra manera, este acercamiento intuitivo del usuario a la pantalla lo aleja de las dificultades que plantean estos modelos, es decir, lo distancia de los conocimientos informáticos.
El éxito de la pantalla como interfaz gráfica, visual y luego tácti, convirtió a los dispositivos computacionales personales en pantallas que ocultan —sin que eso sea problema ni llame la atención— el poder del software, su lógica de funcionamiento, la racionalidad de la efectividad y su velocidad, y con ello, invisibilizó sus límites y problemas. La pantalla adquiere así un doble estatus de superficie visible al usuario, una ventana, y superficie que cubre o protege lo que está detrás.
La interfaz gráfica enceguece con su luz. Al iluminar la cara y la experiencia del usuario oscurece los procesos técnicos y las dinámicas empresariales y políticas que están detrás. Básicamente divide «los contenidos del usuario del usuario como contenido» (Cabrera Altieri, 2024). Mientras los individuos interaccionan con la interfaz dentro de la pantalla a través de diferentes softwares (buscadores, redes sociales, aplicaciones) esos mismos softwares registran toda la actividad, la clasifican, generan modelos, agrupan comportamientos similares y predicen gustos, creencias, ideologías e inclinaciones.
La pantalla-interfaz supone una gran fuente de confusión que induce al error. Los usuarios saben que detrás se encuentran los programas y sus algoritmos, pero en tanto la eficacia y funcionalidad no requiere su conocimiento, se siente excusado siquiera a pensar en ello. Y cuando hay problemas, la respuesta llega desde el imaginario tecnológico: «la culpa es del usuario» porque los accidentes técnicos son «fallos humanos». Las tecnologías, aunque no sepamos cómo funcionan, lo hacen correctamente.
Esta tendencia, de alta complejidad tecnológica y diseño orientado al usuario, es la condición de técnica de posibilidad de enmascaramiento de las emociones porque en la pantalla todos aparecen felices, alegres, enamorados. Y la reacción más utilizada es like. El optimismo emocional parece ser la tónica dominante en la presentación de sí mismo en la pantalla. Así el delante/atrás funciona como un disfraz de la emocionalidad. Una máscara que esconde a las personas y deja al personaje, optimista y con sentido del humor, como requisito para ser aceptado y gustar a los demás personajes del territorio digital. Las empresas tecnológicas aprovechan esta condición de época, la división atrás/delante y el optimismo, con sus capacidades de manipulación de datos que no tienen contrapeso en los Estados aprovechando a negociar en cada momento con orientaciones ideológicas afines y/o convenientes a sus negocios. Los múltiples ejemplos referidos a los Gigantes Tecnológicos occidentales (las 5 Big Tech: Google, Apple, Meta, Amazon, Microsoft) son noticia de todos los periódicos y redes de información (una de las últimas novedades, Elon Musk, la red X y la reelección presidencial de D. Trump en 2024).
La tecnología tiene una dimensión macrosocial en tanto afecta al conjunto de la sociedad, pero también tiene una dimensión microsocial referido a los individuos, usuarios y ciudadanos, que interactúan en redes. En el nivel micro los usuarios con sus acciones crean nuevas tendencias en el comercio, el conocimiento, las relaciones humanas, la cultura (van Dijck 2016). El consumidor tecnológico vive de la experiencia de los cambios como mejoras, progreso y avances en su vida cotidiana. La experiencia modelada por el imperativo de lo ameno y entretenido de la tendencia general de la intermediación técnica macrosocial.
Una base fundamental del sistema sociotécnico consiste en la extracción y acumulación de datos (de usuarios individuales, de asociaciones, empresas, incluso de gobiernos) con acciones legalmente opacas y con consecuencias inciertas, no del todo conocidas en el presente (Zuboff, 2020; Crawford, 2022). Los usuarios se hacen cada vez más transparentes mientras crece constantemente la opacidad de los procedimientos tecnológicos-empresariales que animan, manejan y manipulan la sociabilidad digital. Opacidad en sus métodos, en el extractivismo y expropiación de datos, en su acumulación, en el uso y destino de la información y todo ello, como nuevas formas de control social. Nuevos territorios políticos creados por un «nosotros», los que opinamos en grupos cerrados de redes sociales y «tenemos» la verdad, frente a la mentira de los «otros», los medios tradicionales como la televisión y la radio y, por supuesto, «el periodismo». La «desintermediación» institucional y social que se refiere a la figura y el papel del periodista en la información, la del profesor en la escuela, del sacerdote/pastor en la religión o del experto científico en la valoración de los hechos. Y ese «delante» humano, esconde la realidad del «detrás», la profundísima y determinante intermediación técnica que supone el uso de plataformas (Srnicek, 2018), aplicaciones, hardware y software. El delante/detrás de la pantalla representa el inconsciente sociotécnico necesario para el control social con un enfoque emocional como muestran los fenómenos de la desinformación y la polarización.
5. Adelante/adentro: el imaginario tecnológico
Dada la centralidad del aire y su experiencia, aquí hemos escapado sistemáticamente a la consideración de la imagen como «contenido», sin embargo, la reflexión de Didi-Huberman (2021) puede ayudarnos a entender aún mejor la dialéctica adelante/atrás que se plantea aquí como algo no solo instrumental sino constitutivo de la experiencia de la pantalla. En lo que vemos, lo que nos mira, el autor plantea la cuestión del acto de ver como apertura de un vacío que nos mira. Cada cosa por ver, afirma, se apuntala en una pérdida. Lo visible indica, señala, aparece como síntoma porque «lo que vemos es sostenido por (y remitido) a una obra de pérdida» (Didi-Huberman, 2021: 17). En el arte, dice, aparece un vacío que angustia y, en consecuencia, se apantalla. La forma de encubrir este vacío y defenderse de la angustia, se realiza según dos estrategias. La primera es la tautología. Según ella, se dice que lo que veo es lo que veo, y punto. Tautología como modo de quedarse en la imagen como una superficie infranqueable. La segunda es la creencia. El observador apuesta como un modo de superar, de ir más allá, de la escisión entre lo que ve y lo que lo sostiene. Un traspasar la superficie en la búsqueda de ese vacío señalado por la obra de arte que parece soportar lo que veo.
Aquí interesa tomar la estrategia de la creencia como una necesidad del acto de ver que percibe la ausencia. En nuestro caso, del atrás de la imagen como dispositivo indicial-tecnológico sostenido por creencias. La formulación de un adentro de las imágenes en tanto están «estructuradas como un umbral» (Ibíd.:169). La pantalla como interfaz de la imagen y como imagen en sí misma, funciona y se sostiene por la creencia no solo en el sentido de Didi-Huberman sino, también como un conjunto de contenidos y un acto de fe en el dentro del dispositivo. Un dentro estético y técnico.
En las tecnologías digitales, en sus pantallas, el atrás es hardware y software. Detrás del hardware están los minerales, las tierras raras, el agua que refrigera, una gran cantidad de energía, la mano de obra barata. Y también el atrás del software, los datos, los algoritmos y los modelos. Este detrás tiene diferentes áreas y distancias, entre los que sobresale la dimensión lógica, los algoritmos, elementos centrales del software, base y producto de los modelos matemáticos que traducen y concretan los valores de sus programadores. Este detrás es un adentro y como tal, para el usuario, es la ausencia de una presencia que se manifiesta en el accionar y al que es suficiente sostener creyendo en él. Entre todos, se encuentra la figura del algoritmo, «la fe en la inteligencia artificial» (Nowotny, 2022).
Un algoritmo es un conjunto calculable de pasos para lograr un resultado deseado. Los algoritmos son pasos lógicos para resolver un problema y, como columna vertebral de los programas y el software, constituyen elementos estratégicos para pensar la cultura, la sociedad y la política (Louridas, 2023). Los algoritmos hoy deberían ser un núcleo del conocimiento esencial de la ciudadanía. Entre ellos destaca el aprendizaje profundo (dentro del cual se encuentra el aprendizaje automático, machine learning) que se alimenta de datos de entrenamientos para «aprender». Datos obtenidos de las interacciones con los softwares de redes sociales, aplicaciones y plataformas, pero también de fichas policiales, de control de fronteras, de historial educativo, transacciones crediticias, etcétera (O’Neil, 2017).
¿Qué conocimiento tienen los ciudadanos del atrás y del adentro de sus pantallas digitales? ¿Qué saben de la producción de las imágenes con las que interaccionan sin atmósferas? No se trata solo del saber y la ignorancia en las sociedades complejas, sino de procesos que hasta hace poco se producían con tecnologías como la escritura o el dibujo para los que se contaba con un amplio entrenamiento escolar. Ante una respuesta evidente, los algoritmos y los softwares no solo son un motivo de fe sino también mito (Larson, 2022) y tienen un «aura de misterio» (Louridas, 2023: 21). Por ello, hay que seguir repitiendo con Günther Anders que «no estamos a la altura de la perfección de nuestros productos» (2011: 13). Su complejidad ignorada por completo solo aparece perceptible en la velocidad de los cambios socio-tecnológicos. La velocidad produce la sensación de vivir en constante estado de shock, en el sentido médico del término, vivir en una situación en la que no hay suficiente sangre y oxígeno en los órganos y que produce, confusión, pérdida de conciencia, respiración acelerada, falta de aire. Lo digital en su aceleración, en su novedad permanente, en el cambio social al que se asocia, todo ello que aparece detrás de la luz de la pantalla, deja sin aire, desorientado. En algún sentido, como el extrañamiento inquietante de lo familiar y desconocido, en lo ominoso y siniestro de Sigmund Freud (1992). La pantalla permite vivir sin compartir el aire, pero llama la atención, inquieta. El shock cultural de la sociedad aparece como una condición de vida que podría llevar a parar, a decir no. Entre los procedimientos para que ello no suceda está la producción sistemática de narrativas y símbolos que faciliten el reconducir las energías sociales y no colapsar el sistema socioeconómico.
El imaginario tecnológico es el conjunto de creencias y esperanzas colectivas producidas narrativamente como parte constituyente de esas mismas tecnologías. El imaginario tecnológico se concreta en una serie de sentidos y significaciones que circulan inseparablemente unidos a los aparatos y sus lógicas alimentando las experiencias de los sujetos y proyectando sus expectativas en la sociedad que las sostiene (Cabrera 2006: 151 y ss). Entre las creencias en el sistema tecnológico destaca la neutralidad y el solucionismo. La creencia en la neutralidad considera a la tecnología y los procesos técnicos como un puro procedimiento, exacto, imparcial y, por lo tanto, contrario a la ideología o compromisos «subjetivos». El solucionismo, por su parte, postula las tecnologías como soluciones a problemas previos basándose en un fetichismo de la eficacia y la perfección. Como afirma, Morozov, «cuanto más inteligentes son las tecnologías, más se reduce el margen de maniobra para la interpretación..., que incluso podría desaparecer por completo» (2016: 29).
Las tecnologías digitales aparecen como exceso, una sorpresa y un evento mágico con resultados sorprendentes que no parecen guardar relación con la simplicidad de la acción del usuario. De ella siempre cabe esperar más. A diferencia de las religiones, la tecnología siempre cumple con lo que promete. La sistematización de la promesa asegura el consumo, y la renovación constante de la demanda de aparatos y lógicas nuevas. En la experiencia del usuario, en su interior, aparece la sensación de que sus emociones pueden ser expresadas libremente. Sea una declaración de amor, la dolorosa despedida de un fallecido cercano (e ignoto para el mundo), el odio, la bronca, todo puede ser manifestado con una sensación ajena a la vergüenza. De este adentro de las experiencias no resulta extraño que el usuario se permita expresarse de tal manera que sus elecciones, gustos y opiniones queden preparadas para la manipulación algorítmica «democrática», tanto en su versión tecnocrática como populista.
El imaginario tecnológico está en la base de las políticas tecnocráticas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En 1960 en el marco de discusiones abierto por el «Congreso para la Libertad de la Cultura», institución anticomunista y financiada por la C.I.A. se publicaron dos libros: El fin de las ideologías de Daniel Bell y El hombre político de Seymur Martin Lypset. Ambos libros representan un hito en la propuesta de las políticas y el imaginario tecnocrático que se promocionó desde EEUU para el «mundo libre». En su base está la idea de que lo ideológico pertenece al otro, concretamente el otro que piensa desde la izquierda política: «el intelectual de izquierda, el líder sindical y el político sindicalista». En consecuencia, la solución a los problemas de clases y desigualdad social son «anti-ideológicos». La ideología, para Daniel Bell, desataba las emociones y, por lo tanto, había que simplificar las ideas y reivindicar la verdad. Ello era posible con una política con criterios de técnica social, lo que se llamó luego, tecnocracia. Así se alimentó el imaginario de que el hacer técnico es un modo de pensar no ideológico (Cabrera, 2006: 134-138).
La tecnocracia es ante todo una apuesta y una creencia que toma como símbolo a la tecnología y como modelo la administración «racional». El centro de la tecnocracia se presenta como un conjunto de profesionales y medidas centradas en el saber técnico, un gobierno de expertos, con instituciones «independientes» y acciones y medidas «neutras». Lo que en la práctica pretende una despolitización en la realidad es una politización del saber experto, una politización del conocimiento. El saber experto que legitima y autoriza a gobernar frente a lo popular como un campo de ciudadanos que debe confiar en los expertos (Bickerton; Invernizzi Accetti, 2024: 47). Los algoritmos y la «inteligencia artificial» se han convertido en la realidad y la imagen de una política neutra y objetiva.
La idea de comunicación de la tecnocracia se fundamenta en el modelo de la transmisión tomado de la «teoría matemática de la información» (Shannon, 1948). Este modelo tiene como principal misión eliminar el ruido. Shannon usa la palabra «noise» que en inglés significa también estruendo, alboroto, pelea. En castellano la palabra «ruido» tiene la misma raíz que rugido y rumor. En español y mucho más en inglés, ruido no es solo un sonido molesto o amenazador sino algo que altera el orden. Rumorear y alborotar, el ruido (sonido que se transmite por el aire) se relaciona con el desorden social y la búsqueda de controlar el efecto del ruido en el canal (objetivo de Shannon) simboliza el control social porque, como señala, el problema es la «señal perturbada por ruido durante la transmisión».
La teoría matemática aspira a una señal sin ruido, una transmisión sin perturbaciones. Curiosamente la desinformación nos devuelve la inquietud por el «desorden», los «trastornos» y las «perturbaciones» de la información. Pero mientras Shannon partía de la exclusión de las cuestiones semánticas de la información, en la actualidad, por el contrario, se enfoca como la «decadencia de la verdad» (RAND Corporation, 2018). La definición matemática de la información pone el acento en la reproducción exacta de la señal y fundamenta la comunicación digital centrada en la conectividad. La comunicación humana solo es posible en los múltiples niveles de la interacción, no basta con la conexión. Paradójicamente la eliminación del ruido en las señales mejora la conectividad, pero se relaciona con la posibilidad de la perturbación de los diferentes niveles de signos y significados. La conexión es enchufar, la interacción es conspirar, rumorear, rugir, alborotar. La comunicación y la tecnocracia se entienden muy bien con las políticas, iniciativas y empresas tecnológicas, pero su enemigo es el sonido de personas reunidas conspirando.
La introducción de procedimientos algorítmicos e Inteligencia Artificial (IA) en los gobiernos puede ser un buen ejemplo de ello. Pueden servir los casos analizados por la organización latinoamericana «Derechos Digitales» que se dedica al «desarrollo, la defensa y la promoción de los derechos humanos en el entorno digital» [https://www.derechosdigitales.org/]. Allí encontramos múltiples análisis independientes. En Brasil el uso de IA en el Sistema Nacional de Empleo plantea el problema de la asimetría estructural y la falta de transparencia. Asimetría de poder entre el sistema algorítmico y los trabajadores «tanto de comprender como de conocer mínimamente las reglas de funcionamiento del sistema, así como interferir o cuestionar los resultados de la intermediación y el perfilamiento a los que está sujeto» (Bruno et al., 2019:58). Y todo ello, con una tendencia a «delegar los diagnósticos públicos y la formulación de las prioridades de las políticas públicas» a las Big Techs, en este caso a Microsoft (Bruno et al., 2019:5). O el «Sistema Alerta Niñez» (SAN) de Chile (Valderrama, 2021) cuya evaluación concluye que el modo de proceder institucional es «primero el instrumento, luego la política; primero el sistema algorítmico predictivo, luego el personal y oficinas para la gestión... Esto sugiere una fuerte determinación de la política social por parte de lo tecnológico» (Valderrama, 2021:46). Otro caso, el uso de IA en la justicia para la selección de casos de tutela judicial llamado PretorIA (Saavedra; Upegui, 2021) o las diversas aplicaciones en casi todos los países para gestionar la población durante la pandemia de covid-19 (por ejemplo: Yael, 2021). Puede consultarse también el informe «Hola, mundo: la Inteligencia Artificial y su uso en el sector público» del Observatorio de Innovación en el Sector Público de la OCDE (https://oecd-opsi.org) elaborado «para ayudar a los funcionarios del gobierno a que comprendan la IA y exploren cuestiones específicas del sector público». Hay múltiples análisis. Aquí solo mostramos al azar algunos —que no corresponden a Europa— para ver la extensión global del fenómeno de la administración algorítmica de la política y, con ello, la transformación de lo político.
Se argumentará que esto se refiere al «uso» de la tecnología y que, como si fuera un cuchillo, dependerá del uso que se haga de ella. No. Lo que estamos diciendo aquí es que la tecnología está apantallando la política progresivamente, cada día en más áreas, y con ello, la materialidad de la mediatización transforma la totalidad social, no una parte, no un área, sino la sociedad en su conjunto. Y la tecnocracia aspiraría a vaciar la práctica política abandonando la política de atmósferas comunes, la de las plazas, la calles y los balcones. Y el indicador de tal deseo-proyecto es que en las múltiples aplicaciones políticas de la IA los ciudadanos no saben que existe, no sabe qué datos tienen las empresa y gobiernos de sus familias, salud, economía, seguros y, más aún, no saben qué tipo de decisiones se toman con las IA sobre educación, salud, trabajo, inmigración, etc. Y con el tiempo la asimetría de saber y poder será mayor no solo para los ciudadanos sino también para los políticos que tienen que trabajar con los programadores y técnicos de las IA de sus gobiernos y países.
La tecnocracia se centra en el saber experto y en su aura de neutralidad. El populismo, por su parte, dice representar al pueblo y manifiesta su compromiso con el «pueblo» cuyo enemigo es la «casta» (Bickerton; Invernizzi Accetti, 2024: 42). La palabra «casta» es una pura señal, una apelación ostensiva, una pura referencia que puede referirse una vez a un grupo, otra vez a otro, dependiendo de los países y contextos. «Casta» como pura referencia no acepta concepto, no tiene contenido específico más allá de su señalamiento como privilegiado del sistema. Pero tampoco está claro el «privilegio» porque es un atributo vacío, al punto que puede ser invocado por un multimillonario, hombre, blanco y del país hegemónico. «Casta» es un sujeto «enemigo» político que puede señalar al partido opositor y sus líderes de izquierdas mientras con sus medidas económicas reales ajusta cuentas con el inmigrante, el pobre, la mujer, los racializados, los que no tiene inserción formal en la economía. Lo importante en el discurso populista es el señalamiento de «casta» como causa de los males presentes del pueblo y la sociedad. Con ese discurso el candidato se auto-presenta como un defensor, un representante del pueblo desfavorecido.
Los casos son conocidos. Presidentes como Donald Trump en EEUU, Nayib Bukele en El Salvador, Jair Bolsonaro en Brasil, Jeanine Áñez en Bolivia o Javier Milei en Argentina, por citar sólo algunos del continente americano. En todos estos casos se muestra una narrativa que podemos calificar de mesiánica, en tanto el candidato/a aparece representando una misión y envío divino, con una tarea trascendente. El candidato es un elegido. Elegido por el cielo, por un dios. Elección que los ciudadanos han reconocido y lo hacen realidad con su voto. El candidato representa al pueblo, tiene aura mesiánica y tiene un saber hacer que hará realidad la venganza contra la casta. Siempre parece un tono de venganza contra los que nos han dejado en «esta situación», contra los que nos persiguieron, pero que ahora el elegido, protegido por un dios podrá revertirlo, restablecer la justicia. Las características de estos candidatos son el autoritarismo, el personalismo y las formas antidemocráticas.
El aura mesiánica tiene historia en EEUU, en los pasados años 80, con Ronald Reagan y su alianza con el cristianismo evangélico norteamericano. La exitosa relación del partido republicano, a finales de los setenta del siglo pasado, con el movimiento evangelista Moral Majority y con el evangelista y empresario conservador Pat Robertson y su Christian Broadcasting Network se hizo patente con el triunfo de Reagan en 1980. Esto significó una progresiva radicalización del Partido Republicano que transformó el contenido de la política exterior anticomunista de EEUU con gran influencia en América Latina (Velasco, 2016; Bustamante, 2024).
En lo doctrinal, la movilización cristiana evangélica conservadora tiene su expresión más acabada en la «teología de la prosperidad». Una corriente teológica neopentecostal evangélica que pone el bienestar del creyente en el centro de su creencia, cuyo núcleo es la convicción de «que Dios quiere que sus fieles sean económicamente ricos, físicamente sanos e individualmente felices» (Spadaro; Figueroa, 2021; 2022). Esta teología neopentecostal es la que profesa una importante corriente dominante que llevó a Bolsonaro a la presidencia de Brasil y que apoya el populismo de derecha de América Latina (Hinz; Vinuto; Coutinho, 2020).
Un enfoque tan explícitamente religioso también hace referencia a la atmósfera y el aire, en este caso, con la apelación al cielo. Por ejemplo, el «rancho del cielo» de Reagan cuyos propietarios actuales son la organización conservadora Young America’s Foundation (YAF). O el caso de los seguidores del presidente Javier Milei llamados «fuerzas del cielo» y autodefinidos como el «brazo armado» del partido gobernante en Argentina. Nombres que son parte de la convicción y promoción del ejercicio de la política como una misión divina.
Tecnocracia y populismo, así como brevemente hemos caracterizado, parecen confluir en lo que Bickerton e Invernizzi Accetti (2024: 33) han definido como tecnopopulismo, «una lógica que organiza la competencia electoral combinando recursos de populismo y la tecnocracia en las prácticas discursivas y los modos de organización política». El tecnopopulismo combina la representación del pueblo y la capacidad técnica de gobernar. Regresando al ejemplo de la pandemia del coronavirus, cabe la pregunta por el tipo de política que debe enfrentar una crisis de esas características. Los expertos y las teorías conspiranoicas no son en sí mismos fenómenos políticos, sin embargo, ambas opciones politizaron el saber e imaginaron la posibilidad de una salida de la democracia. Sociedades acorraladas por la amenaza y el miedo de alguna crisis social grave podrían considerar la opción del autoritarismo por la suspensión de los procedimientos democráticos. En España la estrategia del Gobierno durante el confinamiento de la covid-19 utilizó la presencia militar como estrategia de comunicación como un modo, entre otras cosas, de representar la gravedad de la crisis y la sensación de control (López-García, 2020).
La amenaza del aire y el contagio como posibilidad cotidiana movieron fuertemente la valoración de las respuestas políticas de las democracias y los gobiernos autoritarios. Y en las democracias se dividieron entre las tendencias negacionistas (Trump y Bolsonaro, por ejemplo) y las tendencias basadas en el saber experto. Las diferencias estuvieron en los muertos por cantidad de habitantes. Los datos del European Centre for Disease Prevention and Control parecen sugerir que «los gobiernos que decidieron proteger al mercado y no intervenir en defensa de la salud de la mayoría de su población efectivamente tuvieron más muertes por covid-19» (González, 2021: 106). Esta situación muestra que la acción política puede consistir en proteger la salud y la vida de las personas, en especial las más indefensas, sin embargo, este ejercicio de biopolítica tiene sus problemas derivados, fundamentalmente, de los límites a la vigilancia necesaria para su ejercicio.
Los acontecimientos de cielos, aguas y tierra sucedidos en Valencia el 29 octubre de 2024 y su respuesta política muestran que las emergencias climáticas, que regularmente se suceden en el planeta, tienen una causalidad: la crisis ecológica global. Pero también muestran que la política institucional está atrapada en los cálculos electorales y de reputación. El ejercicio de la política se ha mostrado ajeno a la empatía necesaria para el reconocimiento de las emociones de los pueblos afectados. Pareciera que la democracia liberal, no solo España, responde, a su manera, a la regularidad de la vida común cerrando los ojos a la gestación de las amenazas a la vida producidas por el sistema extractivista y explotador. Pero cuando emergen las consecuencias climáticas de ese extractivismo y explotación, se muestra incapaz de dar una respuesta emocional sistémica. En esos días la gente afectada hizo famosa la consigna que sintetiza la desintermediación política: «solo el pueblo salva al pueblo». La falta de emociones políticas de los gobernantes, de la Comunidad Autónoma y del Gobierno Nacional se ha hecho evidente en la incapacidad de una buena comunicación, en la inutilidad de la organización de las ayudas y frialdad de las respuestas automatizadas según reglamentaciones.
Comenzamos preguntándonos acerca del papel de lo aéreo en lo social. Hemos apreciado que el olvido de la materialidad del aire y la atmósfera tiene afinidad electiva con el descuido de los afectos en la consideración de lo político. Y que el regreso de la vida política de las emociones parece materia de manipulación algorítmica autoritaria que aún no tiene una respuesta política democrática convincente. En ese sentido, la pantalla de los artefactos digitales puede interpretarse como punto culminante de la transformación del aire y la atmósfera en vacío. Una consideración antropológica del aire y la atmósfera, los cielos y los olores, la luz y los sonidos, el aliento y la mirada, el clima, el frío y el calor, los ciclos diarios y estacionales, tal vez, permitan pensar la sociedad alejada del imaginario del vacío que pareciera tener su verdadera culminación en el desarrollo de la vida humana en cápsulas espaciales tal como lo imaginó, por ejemplo, Christopher Nolan en Interstellar y lo están investigando y financiando los multimillonarios (Rushkoff, 2023).
Lo público, según Hannah Arendt (2009), se relaciona directamente con el espacio común. Ese espacio es el mundo, lo que nos une y separa, lo que está en medio de los seres humanos y donde entramos al nacer y dejamos al morir. Para la filósofa, el «amor al mundo» es un elemento político fundamental que deriva de la conciencia de la transitoriedad de lo humano. El mundo común es el lugar de reunión de todos, donde los presentes ocupan diferentes posiciones y pluralidad de perspectivas desde donde ven y son vistos, oyen y son oídos. Lo político supone la materialidad de la vida, una vida ante los otros y con los otros, un espacio de respiración, de audición y visibilidad compartido. Sin aire, sin tierra, sin agua, sin fuego no es posible lo humano, ni lo político. El desafío de pensar la política y su forma de organización depende directamente de la consideración de la mediatización material de la vida. Arendt comienza La condición humana comentando un hecho: «en 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre y durante varias semanas circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas» (Arendt, 2009: 3) y continúa:
El planeta tierra es el hábitat donde es posible respirar sin artificios, pero ante el repudio de la humanidad por la Madre Tierra, deberíamos poder elaborar un marco experiencial y de teoría que nos permita vivir y pensar una comunicación según la materialidad, aparentemente invisible, de la atmósfera y el aire. Probablemente haya un modelo en el arte: «La noche estrellada» de Vincent van Gogh que parece hacer observable el aire y el cielo. Se ha investigado la comprensión atmosférica del pintor desde la física destacando que «tuvo una observación muy cuidadosa de los flujos reales, de modo que no sólo los tamaños de los remolinos… sino también sus distancias e intensidad relativas siguen la ley física que gobierna los flujos turbulentos» (Yinxiang et al., 2024: 36). Las estrellas amarillas, las ondas del cielo y el brillo, reúnen belleza y verdad haciendo de la turbulencia del aire algo visible. Una explicación de la comunicación debería poder comenzar por el aire como un medio en el que somos y existimos.
Bickerton, Christopher J.; Invernizzi Accetti (2024). Tecnopopulismo, Buenos Aires Katz.
Cabrera Altieri, Daniel H. (2024) «Lo algorítmico como teotécnica» Cuestiones de Filosofía, 10(35), 39-57. https://doi.org/10.19053/uptc.01235095.v10.n35.2024.17095
García Lorca Federico (1933). Juego y teoría del duende, Buenos Aires, Biblioteca Virtual Universal, 2003 https://biblioteca.org.ar/libros/1888.pdf
González, Lucas (2021). «Política y Polarización en la Pandemia: ¿Qué gobiernos tuvieron más (y menos) muertes por COVID-19?» en Kern, Alejandra; Sosa, Nahuel, Escribal, Federico; Patrouilleau, Mercedes (Comp.) Libro abierto del Futuro, Buenos Aires, Jefatura de Gabinete de ministros de Argentina, pp. 95-114
Illouz, Eva (2023). La vida emocional del populismo, Buenos Aires, Katz
Rushkoff; Douglasen (2023). La supervivencia de los más ricos: Fantasía escapista de los milmillonarios tecnológicos, Madrid, Capitán Swing.
Valderrama, Matías (2021). Sistema Alerta Niñez y la predicción del riesgo de vulneración de derechos de la infancia, Santiago, Chile, Editado por Derechos Digitales. https://ia.derechosdigitales.org/publicaciones/