Título del Capítulo: «La comunicación como fundamento de la vida social: un enfoque para superar la desinformación»
Autoría: Manuel Martín-Algarra; Jordi Rodríguez-Virgili; Marta Torregrosa
Cómo citar este Capítulo: Martín-Algarra, M.; Rodríguez-Virgili, J.; Torregrosa, M. (2025): «La comunicación como fundamento de la vida social: un enfoque para superar la desinformación». En Cabrera-Altieri, D.H.; López-García, G.; Campos-Domínguez, E. (coords.), Perturbaciones informativas. Desinformación y mediatización digital. Salamanca: Comunicación Social Ediciones y Publicaciones.
ISBN: 978-84-10176-13-3
d.o.i.: https://doi.org/10.52495/c2.emcs.41.p117
Capítulo 2. La comunicación como fundamento de la vida social: un enfoque para superar la desinformación
Manuel Martín Algarra
Universidad de Navarra
Jordi Rodríguez-Virgili
Universidad de Navarra
Marta Torregrosa
Universidad de Navarra
La superación del momento actual de posverdad y desinformación al que se enfrentan muchas democracias occidentales requiere una estrategia multidimensional. Esta estrategia debe basarse en la tríada de información, alfabetización mediática y prevención con la colaboración entre el sector público y privado (Rodríguez-Virgili et al., 2022). Pero, además y quizá más importante aún, es necesario renovar y recuperar la idea de la comunicación como fundamento de la vida social, como manera de apoyar la lucha contra la desinformación.
La teoría de la comunicación, al estudiar la información y comprender su naturaleza y funcionamiento, puede también ayudar a remediar las patologías que sufre en la actualidad. Porque si una buena parte de los problemas sociales contemporáneos son, en su raíz, problemas teóricos, nacidos de concepciones sesgadas acerca del ser humano, o de concepciones insuficientes; quizá también bastantes de los llamados «problemas de comunicación» son el reflejo de un modo deficiente de entender la comunicación. Ya Donsbach propuso esforzarse por hacer una investigación «qu
e tuviera el potencial de servir los valores y normas generales humanas y democráticas, es decir, una investigación en pro del interés general» (Donsbach, 2006: 447). Donsbach era consciente de la dificultad de ponerse de acuerdo sobre qué es el interés general, pero sugería que la investigación de la comunicación «tiene el potencial y el deber de centrar las agendas de la investigación en cómo ayudar a las sociedades y a las personas a comunicar mejor» (Donsbach, 2006: 447).
La cuestión de la verdad y la mentira ha adquirido un protagonismo político creciente desde 2016, tras las elecciones presidenciales de Estados Unidos y el referéndum del Brexit, impulsada por el uso frecuente de los términos «posverdad», «fake news» y «desinformación». Sin embargo, las mentiras, rumores, infundios, bulos, calumnias, falacias…, por desgracia, no son nuevos en política.
Ya en la antigua Grecia, donde se instituyó la democracia directa en las ciudades-estado como Atenas, abundaban las formas de engaño y manipulación política, como el soborno, la coerción, el fraude y la manipulación de la información. Lejos de ser perfecto, el sistema democrático ateniense estaba sujeto a prácticas cuestionables, hasta el punto de que el engaño se convirtió en una de las principales preocupaciones de la ciudadanía (Hesk, 2000). Veinticinco siglos después, lejos de paliarse, el problema pervive con especial vigor e incluso aumenta. Las herramientas para falsear la información y los canales para difundir bulos son muy diferentes, pero algunas de las estrategias para embaucar a los ciudadanos apenas han cambiado. Con todo se constata la preocupación por la desinformación, que ha sido declarada en 2024 como el mayor riesgo a corto plazo para la libertad y la democracia, según el Informe sobre Riesgos Globales del Foro Económico Mundial (World Economic Forum, 2024).
El término «posverdad» se utiliza para referirse a toda una época —la era de la posverdad— en la que, sin negar que la verdad pueda existir, se sostiene que resulta irrelevante o al menos secundaria respecto a las creencias, los sentimientos y las identidades personales en la configuración de la opinión pública. Como ha sugerido d’Ancona (2019), la era de la posverdad es un tiempo en el que el arte de la mentira está haciendo tambalear los verdaderos fundamentos de la democracia, convirtiéndose en el contexto ideal para el auge de la desinformación.
La desinformación debe entenderse dentro de un concepto más amplio, bien denominado «información problemática» (Jack, 2017) o «desorden informativo (Wardle; Derakhshan, 2017), que incluye diversos tipos de información falsa, inexacta, engañosa, atribuida de manera inapropiada o totalmente fabricada. Los términos en inglés, más precisos, diferencian entre desinformación (disinformation) entendida como información deliberadamente falsa, difundida por motivos económicos, ideológicos o por alguna otra razón; información errónea (misinformation), que sería la información falsa, pero transmitida con el convencimiento de su verdad; y mala información (mal-information), consistente en información cierta, pero de ámbito privado o restringido, que se saca a la luz pública con la intención de dañar a una persona, una institución o un país, y que, por tanto, no debería publicarse (Wardle; Derakhshan, 2017).
En consecuencia, además del contenido falso o engañoso, el carácter deliberado es la característica distintiva de la desinformación, definida por la Comisión Europea como «información verificablemente falsa o engañosa creada, presentada y difundida con fines de lucro económico o engaño intencionado al público, minando la confianza de los ciudadanos en las instituciones y en los medios de comunicación e incluso desestabilizando procesos democráticos, tales como las elecciones» (Comisión Europea, 2018). Es decir, la desinformación requiere, además de la inautenticidad, la coordinación y la ocultación de los actores y sus actividades, un propósito desestabilizador deliberado.
Desde una perspectiva normativa, la democracia requiere ciudadanos informados que decidan con libertad (Chambers; Costain, 2001). En consecuencia, el acceso a información veraz y plural es uno de los pilares que sustentan las sociedades democráticas y, por eso, los caminos del periodismo y la democracia están estrechamente ligados (McNair, 2012). La desinformación mina la confianza en el sistema democrático —sobre todo en los procesos electorales, que son la base sobre la que se construye la democracia representativa actual— pues para tener éxito no necesita construir una realidad alternativa, le basta con corromper la relación con la realidad (Mauk; Grömping, 2024; Rodríguez-Virgili et al., 2022; Rubio, 2018).
Las campañas de desinformación, debido a su potencial para corromper el debate público, erosionar la confianza en las instituciones, manipular a la opinión pública y condicionar la política, representan de igual modo un peligro para las sociedades democráticas. Así, la elección intencional de datos parciales, incompletos o alterados, aunque no completamente falsos, extiende un «abanico de proposiciones híbridas, entre lo verdadero y lo falso, para generar la duda, el temor o la controversia con el objetivo de sesgar la percepción y el comportamiento de diferentes grupos sociales» (Del Fresno, 2019: 3). Toda esta erosión lleva a una deriva que se ha de enmarcar en una más amplia «crisis de la comunicación pública» (Chadwick; Vaccari, 2019).
No faltan esfuerzos por combatir la desinformación desde distintas instancias políticas, académicas y sociales. Destaca el trabajo que desde 2018 realiza la Unión Europea y sus Estados miembros, que sintéticamente propone una estrategia multidimensional que descansa en tres palancas principales: información, alfabetización mediática y prevención a través de la colaboración público-privada. Desde la academia, y en concreto desde la teoría de la comunicación, también se puede ayudar a este combate. Con ese objetivo proponemos repensar la idea misma de comunicación y rescatarla como fundamento de la vida social. Porque, como dice el adagio latino, Agere sequitur esse («el obrar sigue al ser»), es decir, no se puede decir de algo que funcione u opere correctamente sin saber previamente qué es ese algo. Por eso, conviene en primer lugar pensar sobre el ser y solo después sobre el obrar o el hacer. El esfuerzo también puede realizarse desde la teoría, por lo tanto, recuperando la pregunta sobre qué es la comunicación y la información, y no solo sobre cómo funcionan o deberían funcionar.
Se necesita un concepto claro y comprensivo de comunicación. Con ello no se niega la necesaria pluralidad; sencillamente se reclama el estudio de «una misma realidad —la comunicación— de manera que los resultados sean plurales porque aportan aproximaciones plurales a una misma realidad, y no porque sean aproximaciones a distintas realidades» (Martín Algarra, 2003: 45). A grandes rasgos puede afirmarse que la investigación en comunicación se ha desarrollado bajo dos paradigmas diferentes: el de la transmisión, que ha sido el mayoritario, y el de la integración, mucho menos presente (Torregrosa et al., 2012). En el primero, paradigma dominante tanto en la praxis profesional como en la academia, el fenómeno comunicativo se explica en relación con los medios y a la eficacia de los procesos para transmitir un contenido (Carey, 1989). Esta idea de la comunicación está estrechamente relacionada con la logística y el transporte, la transmisión y la transferencia (Fiske, 1984). En el segundo de los paradigmas, la comunicación se entiende como el fenómeno del que resulta una comunidad concreta, una forma de cohesión, un tipo de integración social. Aquí la comunicación tiene que ver primariamente con la dimensión social de la vida humana, con la existencia en un mundo común compartido que hace que los copartícipes en la comunicación se sepan parte de una misma realidad. Frente a lo que sucede en el paradigma de la transmisión, donde lo importante es la eficacia del proceso y las tecnologías de transmisión, en el de la integración los elementos clave son los copartícipes y la realidad común.
La ciencia de la comunicación es un marco para estudiar la información y también un buen punto de partida para combatir la posverdad y la desinformación. La ciencia es un método de cuestionamiento de la realidad que ofrecerá claves tanto para entenderla como para comprender su funcionamiento.
Toda ciencia tiene paradigmas. Estos la configuran tanto como conjunto de saberes y como comunidad de personas. La física, por ejemplo, cuenta con diferentes paradigmas (Kuhn, 1962). La física de la Grecia clásica no es la misma que la física de las leyes gravitatorias; ni esta es la misma que la física de la teoría de la relatividad o la de la física cuántica. Todas ellas son ciencia física y todas ellas tienen la materia como objeto de estudio. La observan desde diversos ángulos y esa pluralidad enriquece el conocimiento sobre la realidad en su complejidad.
Proponemos aquí que, en la ciencia de la comunicación, tal vez por su juventud, aún no hay diversidad de paradigmas científicos reconocidos y asumidos. Para nuestro propósito, pensamos que es interesante usar el ejemplo de la física, como hace Kuhn (1962). Concretamente, nos parece de utilidad el experimento mental de «el gato de Schrödinger» (Trimmer, 1980) con el que ilustra la contraintuitiva afirmación de la física cuántica de que la observación modifica la realidad.
Schrödinger, Premio Nobel de Física en 1933, planteó una ecuación que desempeña en la mecánica cuántica un papel similar al de las Leyes de Newton en la mecánica clásica. La paradoja del gato responde a un experimento mental que plantea que, si se encierra un gato en una caja opaca con un mecanismo de activación aleatoria de un veneno mortal, mientras no se observe el gato, este está al mismo tiempo vivo y muerto. Según la teoría cuántica, hasta que se abra la caja y se realice una medición, el gato se encuentra en una superposición cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo. Y esto tiene una formulación matemática. En niveles macro, propios de la física clásica o de la de la relatividad, es inconcebible o muy difícil de entender, pero en niveles cuánticos es así, y ya hay pruebas experimentales que lo confirman. Desde el punto de vista de la «ciencia» como sistema (no como realidad), la física admite esa paradoja que implica romper el principio fundamental con el que funciona la ciencia (la causalidad que permite la deducción y la inducción). La materia no está determinada como supone la mecánica clásica, sino que tiene un principio de indeterminación (Heisenberg, 1927).
Nos gustaría aplicar a la comunicación como campo de conocimiento las ideas de la física cuántica de que la observación modifica la realidad y del principio de indeterminación de la materia. En las ciencias sociales, cuyo estatuto científico aún es reciente, la incertidumbre genera miedo. No se ha aceptado que puedan existir otros paradigmas alternativos. Para los científicos sociales, que aún reducen la disciplina a la idea de la medición, de la explicación matemática de la realidad, la metodología experimental garantiza que el observador no modifica lo observado. La forma no entrometida (unobstrusive) de recogida de datos y su tratamiento estadístico garantiza la representatividad estadística de esos resultados, la fiabilidad de la muestra, la posibilidad de generalizar los hallazgos, etc. Pero el gato de Schrödinger sigue recordándonos que, por mucho que hagamos, también en las ciencias sociales hay un nivel en el que la observación de la realidad material (la que es observable) implica su modificación.
Tal vez en las humanidades esto sea menos problemático. Se acepta que cada discurso, cada observación, parte de unos axiomas sin los cuales no se puede entender, pero no excluyen la posibilidad de que, desde axiomas diferentes, el discurso pueda ser interpretado de manera diferente.
En todo caso, en las ciencias sociales y en las humanidades aún no hemos tenido nuestra revolución cuántica. En la comunicación, como sucede en todas las ciencias sociales, estamos aún en el equivalente a la física clásica. El mundo atómico y subatómico y el mundo cósmico, el big bang, y la radiación en el universo en expansión existen y están ahí, pero aún no somos capaces de observarlas y de incorporarlas a nuestra ciencia. Quizá esto ocurre porque en comunicación aún no nos hemos planteado desde qué paradigma miramos la realidad, porque no identificamos aún paradigmas diferentes.
La comunicación como campo de estudio nació en los años treinta y cuarenta del siglo XX como fruto de la observación científica de los efectos de la comunicación de masas sobre la opinión pública y sobre el comportamiento individual (Delia, 1987; Rogers, 1994). Esa mirada modificó la realidad que observaba. Desde ese momento, los efectos de la comunicación se han convertido en el principal objeto de estudio de nuestro campo. No ha habido debate sobre el paradigma desde el que se parte, ni se ha producido un cuestionamiento significativo sobre el objeto de estudio. Como ciencia, la comunicación consiste en un esfuerzo por acumular conocimientos acerca de los efectos de la comunicación como si esta fuera únicamente una tarea suscrita a los intereses institucionales en los que se realiza, pero no una realidad compleja que aún no ha sido comprendida del todo. Como disciplina, existe una pobreza intelectual causada por un enfoque estrecho, metodológicamente limitado, que favorece metodologías positivistas y cuantitativas por encima de métodos más abiertos, interpretativos o críticos (Peters, 1986). A quienes cultivamos este saber no nos preocupa —tal vez porque sencillamente no caemos en la cuenta— que haya dimensiones de la comunicación diferentes o incluso opuestas entre sí. Esa falta de contraste de las realidades que estudiamos nos impide comprender mejor qué es la comunicación (un gato encerrado) y, con ello, el objeto de nuestra ciencia (lo que podemos llegar a ver y en qué puede nuestra observación afectar a la realidad).
Esto explica también por qué nuestro campo tiende a la dispersión: no hay una verdadera comunicación entre sus desarrollos teóricos. Nadie duda de la identidad de la física como disciplina y como ciencia, a pesar de que su objeto de estudio es tan amplio como toda la realidad observable. A lo largo de la historia la observación del mundo físico ha modificado el mismo mundo físico. Sin embargo, las teorías y paradigmas que la física ha desarrollado no han roto la disciplina, sino que han completado la comprensión de su objeto de estudio (el universo material) y de las leyes de su funcionamiento.
No es ese el caso de la comunicación por muchas razones. La más evidente es la juventud de nuestra conciencia de campo académico, pero también porque aún no sabemos hasta dónde llega nuestro objeto de estudio. Somos como los griegos en su observación del mundo natural: aún no hemos comprendido que existe la ley de la gravitación universal, que el universo está en expansión o que existe un mundo material subatómico.
Como ha explicado Carey (1996), existe lo que podríamos denominar una «historia oficial» de la investigación en comunicación, asumida en líneas generales por todos, y que ha pasado a formar parte de la cultura común de nuestro campo de estudio. Esta historia comienza en la I Guerra Mundial y distingue las tres consabidas etapas según la percepción académica del nivel de influencia de los medios a lo largo del tiempo: la de los efectos poderosos, la de los efectos limitados y la de la sociedad de masas. La «historia oficial» ha privilegiado una comprensión de la comunicación como un fenómeno de masas de gran influencia en la vida pública —como un proceso—; en cambio, ha menospreciado la existencia de una investigación teórica que identifica la comunicación como una categoría social básica y fundamental en la formación de la persona y de la dinámica social.
Los primeros modelos para el estudio de la comunicación centraron su interés en ofrecer una visión general del fenómeno y en describirlo como algo que ocurre en el tiempo y en el que participan distintos elementos, y no tanto en explicar la naturaleza de la comunicación. La caracterización por antonomasia de este paradigma la hace la fórmula de Harold Lasswell: «Una forma de describir un acto de comunicación es responder a las siguientes preguntas: ¿Quién / Qué dice / En qué canal / A quién / Con qué efecto?» (Lasswell, 1948). El propio Lasswell, interesado por la propaganda y la manera de influir en el comportamiento de las personas, propuso su modelo de comunicación basado en la idea de proceso y de los elementos implicados. El paradigma de Lasswell constituye un punto de partida ineludible en la investigación posterior, porque de cada uno de los cinco elementos que según él conforman el proceso se derivan ámbitos de investigación más concretos. También el modelo matemático de la comunicación, elaborado por el ingeniero Claude Shannon en 1948 en un estudio sobre el ruido en la transmisión telefónica, ofreció una descripción de la comunicación también como proceso y causó gran impacto en la comunidad académica que se dedicaba al estudio de la comunicación (Shannon, 1948). El modelo permitió el diálogo teórico sobre la comunicación, aunque su pretensión era, como señala explícitamente su autor, explicar únicamente el proceso de transformación de las ondas acústicas en impulso eléctrico, su transporte a través de un canal y su posterior transformación nuevamente en sonido.
Ciertamente, la comunicación, como categoría intelectual, es un concepto moderno (López-Escobar; Martín Algarra, 2013). Es obvio que la comunicación ha existido siempre, pero la percepción de su relevancia social, política, económica, cultural no se activó de manera definitiva hasta el siglo XX. Hay algunos fenómenos históricos que explican el surgimiento de la investigación de la comunicación más allá del enfoque de la retórica: el desarrollo tecnológico de los medios de comunicación, el protagonismo de la propaganda en la I Guerra Mundial, el Comité Creel, el concepto de «propaganda blanca» de Edward Bernays (1928), la mass communication research y sus padres fundadores, la II Guerra Mundial y las teorías de los efectos. La comprensión del paradigma de la transmisión pasa, pues, por la propaganda como realidad paradigmática. Así entiende Lasswell la comunicación y su funcionamiento. Esa mirada a la comunicación deformó la realidad observada y creó el actual objeto de estudio de nuestra disciplina. Y, como advierte John Durham Peters (1986), esta ha sido una de las principales causas de la «pobreza intelectual» de la teoría de la comunicación.
Reconocer este paradigma como el dominante significa considerar también que la comunicación como ciencia fue de hecho construida como una «ciencia de guerra». Se centró en la persuasión y la influencia. Este paradigma subraya el carácter performativo de la comunicación, que es exitosa cuando logra modificar el comportamiento, las actitudes y el conocimiento de las personas. En esta concepción, lo importante no es cómo se produce ese cambio, sino el hecho mismo de que se produzca, lo que explica, en parte, el triunfo de la desinformación.
El paradigma se extendió a otros dominios. Bernays, por ejemplo, aplicará las técnicas de propaganda que tan eficaces habían sido en tiempos de guerra. Así nacen las relaciones públicas (Rey Lennon, 2006). En definitiva, puede decirse que desde el paradigma hegemónico se estudia la comunicación como un arma de guerra que puede ser eficaz también en tiempos de paz (comercio y política; mercado y opinión pública), pero siempre para vencer, para imponerse o, dicho de forma más plausible, para influir. Lo importante en esas actividades —y en la reflexión sobre ellas— no es la convivencia con el otro sino su control, influir en él, «utilizarlo» como medio para un objetivo determinado. La persuasión es la ley de la gravedad universal de nuestro campo, por tanto, aún tiene que ser completada con nuestra teoría de la relatividad y nuestra mecánica cuántica particulares.
La peculiar comprensión científica de la comunicación desde el paradigma hegemónico, desde el único que nos planteamos, es lo que nos hace ver la realidad de la comunicación así, como un proceso de influencia. Y, al mismo tiempo, lo que nos impide verla de otros modos. Más aún cuando la persona en el mundo de la vida cotidiana busca a través de la comunicación la paz, la armonía, la comprensión, el acuerdo y la superación de las diferencias, y rechaza el uso de la comunicación para el control, el conflicto, la imposición, la violencia o la aniquilación del otro.
La manera de observar la comunicación en la que el éxito es el cumplimiento del objetivo de transmisión y persuasión lleva fácilmente al «cientifismo» con todas sus limitaciones (lógica de la causa-efecto, las leyes, los modelos…). Se convierte así en una mecánica, en una ciencia «materialista» (Cooren, 2018) sin que haya lugar para paradigmas alternativos. La comunicación así entendida pone el énfasis en la tecnología que permite captar y fijar lo que sucede en un determinado instante y en un lugar determinado y transportarlo ante la experiencia de otro y, por tanto, está estrechamente relacionada con el transporte y la transferencia (Fiske, 1984).
En el paradigma de la transmisión, la comunicación exitosa consiste en el dominio del otro; por tanto, la existencia y la condición de los participantes en la comunicación es menos relevante a la hora de definir el concepto que el mensaje y su transmisión. En esta comprensión de la comunicación, el combate contra la desinformación es más problemático. Si lo importante en este paradigma es qué hay que transmitir y cómo hay que hacerlo, con el mero objetivo de conseguir una influencia, resulta menos relevante el respeto sobre la persona y la correspondencia del mensaje compartido con la realidad.
La comunicación entendida como transmisión suele plantear relaciones de dominación injusta. Estas situaciones suelen combatirse acudiendo al argumento de la ética como algo externo, añadido a la misma realidad e impuesto. Ampliar la comprensión de la comunicación con nuevos paradigmas permite desenmascarar esas relaciones de dominación y luchar contra su injusticia con el argumento de una comprensión intrínseca y ontológica de la comunicación y no por un supuesto deber moral genérico y externo. Es decir, la fealdad de la relación de hegemonía injusta sobre el otro nos lleva a pensar que las deformaciones que genera la comunicación así entendida —espirales de coerción en el uso libre de la propia razón, falta de estímulo para la participación ciudadana, desintegración social, soledad, aislamiento, desinformación— son síntomas de que algo va mal en el mismo paradigma del que partimos. Para ello es necesario pensar paradigmas alternativos, o al menos complementarios, en la ciencia de la comunicación. La ley de la gravedad funciona, pero no sirve en lo mega-pequeño (en lo atómico o lo subatómico) ni en lo mega-grande (en lo cósmico).
La comunicación como secuencia de acciones individuales que llevan a los efectos, al poder, a la propaganda para someter al otro —el paradigma de la transmisión— no funciona siempre bien en la sociedad global ni en las personas. Produce patologías sociales como la desinformación, la demagogia, los populismos, las crisis de los sistemas democráticos, el consumismo o la distorsión del mercado y de la opinión pública, entre otros; y también produce patologías individuales como el aislamiento y la soledad, la enfermedad mental o el suicidio, etc.
En una comunidad que vive en paz, armonía y entendimiento, desde el paradigma de la transmisión tendemos a considerar que los «problemas» provienen de la falta de comunicación o de la mala comunicación. ¿Qué comunicación es esa que anhelamos? El paradigma alternativo, o al menos complementario, que proponemos en este capítulo es el de la comunicación como integración. La comunicación no es solo un «fenómeno social» que tiene lugar en la sociedad (ley de la gravedad); también es el origen de la vida social y sus formas (lo cuántico). La sociedad está formada por la comunicación y en la comunicación los individuos se integran para conseguir plenitud sin perder su libertad ni su identidad personal.
La irrupción en el primer tercio del siglo XX de la mass communication research como aproximación de naturaleza empírica al fenómeno de la comunicación pública tuvo consecuencias contradictorias. Por una parte, desarrolló notablemente la investigación sobre aspectos puntuales del fenómeno, demostrando la relevancia de la comunicación mediática en la vida social y la pujanza del nuevo campo de estudio como motor de la investigación social empírica. Pero por otra, alejó la investigación en comunicación de la conceptualización y de la reflexión sobre los fundamentos teóricos de la comunicación como categoría básica que se había iniciado en la Escuela de Chicago y en el pragmatismo social (Carey, 1989; 1996). Lo que llamamos comunicación como integración —el paradigma de la integración— no es nuevo. Por eso hablamos de rescatar o recuperar, porque ya fue planteado a finales del siglo XIX. Carey (1996) se refiere a esta tradición como Escuela de pensamiento social de Chicago, formada por autores como Cooley, Dewey, Park o Mead.
La Escuela de Chicago sostuvo que el orden social, la democracia, no viene dado ni se alcanza inconscientemente, sino que se forja cuando de la unión de gente diferente resulta una cultura común que se estructura en instituciones sociales (Martín Algarra; Navarro, 2009). Desde este punto de vista, la comunicación no es un ejercicio individual ni solitario, sino una fuente de cohesión y de integración social. La comunicación así entendida precipita en el consenso y la acción colectiva, lo que la convierte en indispensable para la existencia de una sociedad democrática. Así queda reflejado en autores como John Dewey (Navarro, 2011), Robert Park (Berganza, 2000), George H. Mead (Sánchez de la Yncera, 1994) o Charles H. Cooley (López-Escobar, 2022), que constituyen una buena muestra de cómo las aproximaciones a la idea de comunicación «adquieren una articulación mucho más sólida en la medida en que se profundiza en la idea de comunidad» (Navarro, 2011: 596).
Existe algo más que un vínculo semántico entre las palabras común, comunidad y comunicación. Es conocida la afirmación de John Dewey, recogida en The Public and its Problems, de que «solo la comunicación puede crear una gran comunidad» (1927: 142). No es que la comunicación se dé en la vida social, sino que la sociedad se da en la comunicación, como escribe el propio Dewey en Democracy and Education: «La sociedad no solo continúa existiendo por medio de la transmisión y de la comunicación, sino que debe decirse justamente que existe en la transmisión, en la comunicación» (1930 [1916]: 5).
Así, podemos afirmar que la comunicación no es un fenómeno social más, sino el origen de la vida social y sus formas. Tiene que ver con la dimensión social de la vida humana, con la existencia de un mundo común compartido que hace que los copartícipes en la comunicación se sepan parte de una misma realidad. La comunicación se da en la articulación de la libertad individual y la naturaleza social en la vida humana y está en el origen de las formas de vida social.
Desde el paradigma de la integración hay que dejar de pensar en la comunicación como un proceso, como una secuencia de acciones individuales que tienen un efecto. Eso es, siguiendo la analogía con la física, abrir la caja del gato, parar el fotón en movimiento. La comunicación es manifestación de la vida humana social y de ella resultan las formas de vida social. El juicio sobre el éxito de la comunicación no puede ser únicamente el cumplimiento de un protocolo o de un proceso, sino la salud y la vitalidad de las formas de vida social humana que genera en cualquier escala ya sea interpersonal o general.
Contemplar el periodismo y la información desde el paradigma de la integración puede ser un modo de rescatarlo de la tiranía de la transmisión. El verdadero papel que el periodismo tiene en la formación de la comunidad y de la sociedad democrática se entiende mejor desde una visión de la comunicación como fundamento de la vida social que desde otra centrada en el control y la hegemonía sobre el otro.
La Escuela de Chicago y el pragmatismo social son una fuente de inspiración sobre la que construir hoy una comunicación que articule las eficacias tecnológicas de transmisión con los logros de integración social. El reto de la investigación contemporánea es el progreso en la comprensión de cómo se articulan las variables comunicación y persona. La insuficiencia de los modelos lineales ha puesto de manifiesto la necesidad intelectual de lograr una equilibrada articulación entre ambas, así como lograr una paulatina sustitución de esos modelos por una aproximación más comprensiva de la comunicación. En esta línea pueden detectarse tres claves decisivas para esta renovación. La primera de estas claves se encuentra en una ajustada consideración del papel de las tecnologías de la comunicación en la configuración de los modelos; la segunda en la condición dialógica del ser humano y la tercera en la comprensión de la comunicación como un fenómeno referencial.
La omnipresencia de dispositivos, medios y tecnologías de la comunicación tiene un impacto significativo en cómo percibimos el fenómeno comunicativo y, a su vez, sobre cómo se orienta la investigación en este campo. Hoy en día, los usos de estas tecnologías están ampliamente estandarizados y ocupan un lugar central en las actividades diarias de los ciudadanos, estructurando gran parte de su tiempo y atención. Sin embargo, a pesar de estar más conectados que nunca, no siempre podemos afirmar que se esté produciendo una comunicación efectiva, justa y saludable. Esta disonancia entre el contacto constante a través de las tecnologías y la verdadera comunicación abre un espacio de reflexión para la investigación.
La disonancia ofrece una oportunidad para revisar el paradigma dominante, puesto que la aparición constante de nuevas plataformas y dispositivos ya no requiere una redefinición interminable del objeto de estudio de la ciencia de la comunicación centrado en los medios. En lugar de enfocarse en las tecnologías que emergen y en las lógicas de difusión que promueven, es crucial que la investigación se concentre en entender la naturaleza profunda del fenómeno comunicativo, considerando que, aunque los medios cambian, los procesos fundamentales de interacción humana y la creación de significado y comunidad permanecen.
La condición dialógica del ser humano hace referencia a su condición social. Tanto en el nivel biológico como en el cultural, las capacidades que tiene la persona solo pueden ser ejercitadas en plenitud junto a otras personas. El individuo no es autosuficiente (MacIntyre, 1999). En este sentido, y parafraseando a Dewey (1930 [1916]), podría también afirmarse que la persona no sólo continúa existiendo por medio de la comunicación, sino que debe decirse justamente que existe en la comunicación. Los «otros» ocupan, por tanto, un lugar privilegiado en cada una de las situaciones de la vida humana y el reconocimiento de la libertad del interlocutor constituye el primer término de toda comunicación. Ese reconocimiento, en palabras de Llano, «se hace real, no cuando se le concede el derecho a hablar, sino cuando es interiormente escuchado (…) y el ser escuchado no puede imponerse con medidas exteriores, ya que es una actitud interna, no externamente exigible» (2001: 137).
La comunicación posibilita la integración de las vivencias individuales, sin llegar a eliminarlas. La sociedad es experiencia compartida y pública. De esta necesaria articulación entre lo social y lo individual a través de la comunicación da cuenta George Herbert Mead al señalar que «el principio que he sugerido como básico para la organización social humana es el de la comunicación, que implica la participación en el otro. Esto requiere que el otro aparezca en el yo, que se identifique con el yo y que se alcance la autoconciencia a través del otro» (Mead, 1962[1934]: 253). Para el autor de Mind, Self and Society (1934) la comunicación entendida como la adopción del rol o de la perspectiva del otro es el mecanismo esencial de la sociabilidad humana, hasta el punto de que subraya «la intrínseca correspondencia entre el desarrollo (moral) de la sociedad y el de la personalidad (la humanización) de sus miembros» (Sánchez de la Yncera; López-Escobar, 1996: 354). Se constata, por tanto, que la comunicación es una superación o acortamiento de las distancias. La comunicación es posible porque somos iguales (formamos parte del mismo mundo natural que el otro y poseemos la misma naturaleza que el otro) y es necesaria porque somos diferentes (tenemos que comunicarnos para conocer el mundo, comprender al otro y explicarnos nosotros).
Del empobrecimiento de la idea de persona —la negación de su carácter dialógico— se deriva una de las consecuencias de la posverdad y la desinformación: la primacía de la conexión sobre lo comunicado y sobre el otro con el que me comunico. El carácter referencial de la comunicación (Martín Algarra, 2003) se muestra entonces como una clave que hace posible una superación de la era de la posverdad y la desinformación. Si el acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla es fundamento indispensable de la democracia (Rubio, 2018), en coherencia, el punto de partida para el estudio de la comunicación será, como sintetiza Martín Algarra, que el mundo se puede conocer, que la persona es capaz de conocer el mundo y que puede darlo a conocer. La comunicación no genera pérdida del conocimiento —la entropía de todo proceso— sino que en cada paso ese conocimiento se mantiene o se incrementa.
La comunicación es una acción en la que se comparten sin pérdida conocimientos que, haciendo alusión al sujeto que los expresa, tienen su fundamento en una realidad común, en las cosas mismas. En esta clave se sitúan los intentos de no desasistir al lenguaje y las representaciones de su valor semántico, es decir, de la relación de los mensajes con las «cosas». Desde esta perspectiva, la desinformación, la mentira, los bulos no son propiamente comunicación, tienen apariencia de comunicación, pero —como un diamante falso tiene apariencia de diamante, pero si lo golpeas se rompe porque no es un diamante—, son lo que se denomina como «pseudo-comunicación» (López-Escobar, 1997; Martín Algarra, 2003).
Así pues, en la ciencia de la comunicación, los paradigmas de la transmisión y la integración, como ocurre con los paradigmas de la física de la gravitación o en la cuántica, implican comprensiones diferentes de un mismo objeto. La realidad de la comunicación observada desde diferentes paradigmas ofrecerá diferentes versiones de la realidad. Y, del mismo modo, el «hacer» de esa realidad (agere) dependerá de su «ser» (esse). La lógica y la ética en cada paradigma serán diferentes.
Esta idea de paradigmas diferentes no excluye la pluralidad, al contrario, acaba con la hegemonía de un solo paradigma en la comunicación. Como es evidente, tanto el paradigma de la transmisión como el de la integración tratan sobre la misma realidad: intentan explicar la articulación de lo individual y lo social en la persona, de lo propio de cada individuo y lo común con los demás. Pero cada paradigma centra su atención en elementos diferentes de esa realidad. No se excluyen, e incluso podría decirse que la comunicación como integración es a la vez condición de posibilidad y resultado de la comunicación como transmisión. Por su parte, ésta sólo es posible —podría decirse incluso que solo es necesaria— cuando preexiste la apertura y la diferencia. Hay necesidad de comunicación cuando existe la diferencia y, al mismo tiempo, solo es posible la comunicación cuando existe la semejanza (Martín Algarra et al., 2011).
En una teoría de la comunicación que contemple el paradigma de la integración junto con el paradigma hegemónico, ayuda a situar el periodismo en su auténtico papel político. Una información y un periodismo generadores de la comunidad política, que trasciende los meros procesos de captación de audiencias, de generación de consumidores, de control más o menos explícito de los públicos a través del logro de cambios en el conocimiento, en las actitudes y en los comportamientos, etc. Contemplado dentro del paradigma de la integración, la información articula formas de vida social y de las instituciones más o menos formales que surgen de esas formas de vida.
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